Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
La Unión
Soviética, un mega país (la sexta parte de la tierra) que desplegando un
admirable heroísmo masivo, lo intentó durante más de 70 años y que en
1945 arrastró a lo que hoy se admite que era una aventura o un tránsito a
lo “ignoto”, a casi una decena de otros estados, formando el llamado
campo socialista que junto a ella, aunque realizaron avances
significativos, fracasaron en el intento.
Quien
haya sido el primero en utilizar el término derrumbe para caracterizar
lo ocurrido en la Unión Soviética fue sumamente certero; esa palabra
como ninguna otra ilustra lo ocurrido. La URSS, aunque sistemáticamente
atacada, no fue destruida desde fuera ni desde dentro lo hizo Gorbachov.
Aquella estructura colapsó porque estaba concebida sobre bases erróneas
y no soportó las tensiones de las reformas.
Lo
erróneo del socialismo no son sus fines, sino el modo como se trató de
llegar a ellos, proponiéndose la irrealizable tarea de cambiar el curso
de la civilización que espontáneamente avanzó desde el Big Bang hasta el
siglo XX para “construir conscientemente” una sociedad enteramente
nueva, incluso un hombre nuevo a partir de un programa, a veces
improvisado y otras con enormes márgenes de incertidumbre. La escala de
las metas explica la magnitud de los fracasos.
Del
mismo modo que la aventura socialista, así lo ha calificado Ricardo
Alarcón, o el viaje a lo ignoto, como ha dicho Raúl Castro que siguen la
lógica de Fidel Castro que declaró que fue un error creer que alguien
sabía cómo se construía el socialismo, no se realizó en abstracto, sino
en medio de enormes tensiones políticas, signadas por la lucha contra la
reacción y el imperialismo, el “derrumbe” que pudo ser un proceso de
reformas para perfeccionar una sociedad necesitada de cambios, fue
aprovechado por aquellas fuerzas para promover una restauración salvaje
del capitalismo.
La historia real, basada en
evidencias y que no tienen que esperar porque se desclasifique algún
documento, es que en la Unión Soviética, las propias estructuras del
poder, especialmente el partido gobernante, llegaron a la conclusión de
que era urgente introducir reformas sustantivas, entre ellas liberalizar
la economía, poner fin a la centralización absoluta, devolver el
derecho a la iniciativa popular y ampliar los márgenes de democracia en
el seno de la sociedad y las instituciones.
Los
que observamos minuto a minuto y paso a paso aquel proceso conocemos
que Gorbachov no protagonizó un golpe de estado ni entregó traidoramente
la revolución a la reacción interna que, por otra parte, apenas existía
en la Unión Soviética y, en cualquier caso, carecía de entidad para
aspirar a hacerse cargo del país. La verdad fue que cada paso, cada
medida fue acordada y santificado por las estructuras del poder: Buró
Político, Comité Central, Soviets Supremo y naturalmente por grandes
congresos del Partido.
Es probable que lo
ocurrido pueda ser explicado porque las reformas no fueron bien
conducidas, faltó previsión o en algo no se fue coherente; cosa que
sería conveniente averiguar; entre otras razones para no incurrir en los
mismos errores.
El hecho cierto, es que para
China, Vietnam y Cuba que persisten en el proyecto socialista es que las
reformas no son sólo inevitables, sino también urgentes, necesariamente
profundas e integrales; significan cambios sustantivos, incluso grandes
virajes y obviamente entrañan enormes riesgos.
El
problema no es tanto definir lo que hay que hacer, sino determinar
cuándo se comienza, a qué ritmos se avanza y de qué manera se logra que
los protagonistas sean, real y no nominalmente, la sociedad, la clase
obrera, el campesinado, la intelectualidad creadora y la juventud
ilustrada y no las elites y mucho menos la burocracia. La idea de
suprimir el secretismo, poner fin al síndrome del misterio y gobernar
con transparencia, es un buen punto de partida.
A
cincuenta años de la definición del carácter socialista de la
Revolución Cubana que coincidió con la derrota de una infame invasión
concebida, planeada y pagada por Estados Unidos y realizada por
contrarrevolucionarios, la sociedad cubana que necesita y desea las
reformas, tiene razones para confiar en la capacidad del liderazgo
histórico para iniciarlas y encabezarlas y para creer que la sabiduría
colectiva del próximo Congreso del Partido será capaz de encontrar las
respuestas imprescindibles.
Tal vez haya en la
Revolución una dialéctica del poder que se funda en la relación entre
la vanguardia y la masa según la cual, durante una parte del camino la
vanguardia ha de conducir al pueblo y en otra dejarse llevar por él.
Se
trata de que crecida en todos sus aspectos debido a la obra de la
Revolución, la sociedad no tendrá siempre que hacer lo que crean mejor
sus líderes, sino a la inversa. Tal vez la lucidez del liderazgo radique
ahora, en hacer lo que el pueblo, el fruto mejor de la obra, quiere
hacer.