Editorial Radio YSUCA
El presidente Funes ha optado por nombrar a un militar al frente del
Ministerio de Justicia y Seguridad Pública. Ha sido poco responsable que
la institución que lidera la lucha contra lo que la gente siente como
la mayor dificultad de El Salvador, la violencia, haya estado quince
días sin Ministro. Es como si uno de los países europeos en seria crisis
económica se diera el lujo de aceptar la dimisión del ministro de
economía y tardara 15 días en nombrar al nuevo. El Gobierno ha dado
muestras con este procedimiento de un estilo no digno de una democracia
desarrollada. Tampoco ha sido digno de la democracia que el debate
previo al nombramiento se haya llevado de parte de la Presidencia con
argumentos tan pobres como el de “nada me prohíbe nombrar un militar” o,
lo que es peor, acudiendo a llamar miopes a todos los que no piensan
como Mauricio Funes.
Pero más allá de la forma con que se ha llevado el proceso de cambio
en la institución, es todavía más negativo el hecho de nombrar a un
militar al frente de ella. Para empezar, conviene recordar que este
ministerio es el encargado de la justicia y la seguridad pública, no del
monopolio de la fuerza bruta. Si un militar no es por definición la
persona más capacitada para cuidar la seguridad ciudadana, el tema de la
justicia, que aparece al menos como prioritario en el nombre del
Ministerio, está todavía más alejado de la función militar. Están
todavía frescos los tiempos en que la seguridad ciudadana se confundía
con la seguridad nacional. Y todos sabemos la enorme cantidad de
crímenes cometidos por los ejércitos latinoamericanos en base a esa
doctrina de la seguridad nacional. Aunque estamos convencidos de que el
general Munguía Payés no es partidario de dicha doctrina, su presencia
en la seguridad pública puede abonar a la confusión. Y más en El
Salvador, donde todavía hay muchas personas que confunden ambos temas.
La propia OEA y la ONU recomiendan separar las funciones militares de
las policiales. Pero las recomendaciones de estas instituciones nunca
han tenido demasiada consideración en nuestro país.
Mauricio Funes, que llegó al poder manifestándose como un fuerte
partidario de la democracia y el diálogo con la ciudadanía, es el primer
presidente que tras los Acuerdos de Paz tiene a dos generales —aunque
uno esté retirado— en su gabinete de gobierno. El Salvador necesita
desmilitarizarse mentalmente, pues tiene cuentas pendientes con las
filas castrenses, que todavía siguen llamando héroe públicamente al
comandante del Atlacatl bajo cuyo mando se cometieron varias masacres.
¿Ayudará tener dos generales en el Gobierno para que los militares
reconozcan los crímenes institucionales cometidos durante la guerra? Si
el presidente Funes hubiera puesto como Ministro de Defensa a un civil,
tal vez se pudiera pasar por alto el error cometido en Justicia y
Seguridad Pública. A pesar de la legitimidad que le dieron las
elecciones, parece que la presidencia necesita el ruido de sables a su
alrededor.
Para rematar el asunto, la impresión que la ciudadanía recibe es que
la seguridad se va a tratar desde el aspecto prioritario de la represión
del crimen, pues los militares están preparados para combatir con la
fuerza al enemigo, y no para prevenir el crimen, investigar y mejorar la
colaboración de la ciudadanía en la prevención del delito. Y,
ciertamente, no tienen en cuenta otros factores productores de
criminalidad: las fuertes desigualdades económico-sociales, los
contrastes entre pobreza extrema y riqueza manirrota e irresponsable.
Militares retirados están en el comercio de armas, que abundan demasiado
en la calle, y son enemigos de políticas adecuadas para retirarlas. Y
en un ministerio de justicia es lamentable que el titular no tenga ideas
claras sobre cómo revisar y corregir la institucionalidad floja y
deficiente de la fiscalía y el sistema judicial. La mano dura no ha dado
resultado en ninguno de los países en que se ha aplicado, incluido el
nuestro. Y lo sabe de sobra un Gobierno que entró prometiendo cambios
estructurales en el campo económico y social.
Poner un militar al frente del Ministerio de Justicia y Seguridad
Pública o delata el deseo de corregir mediáticamente la ineficacia de
las políticas públicas de seguridad, o implica un rumbo hacia la mano
dura como solución a un problema que tiene demasiadas raíces
estructurales. Un problema que, por tanto, no desaparecerá mientras no
se haga un trabajo serio de desarrollo económico-social, no se reformen
las instituciones del sector justicia y no se especialice a la Policía
en ser lo que es: una institución civil al servicio de la prevención del
delito, de la investigación del mismo, de la colaboración con la
justicia y de la convivencia pacífica ciudadana.