Siempre quiso, precisó pruebas de ser amada. Fue a partir de los ocho años, cuando nació su hermanito.
Ser llamada, llevada a pasear, recibir regalos. Sobre todo cuando, no dudaba, se los traían los Reyes Magos.
Cuando menstruó por primera vez no entendió nada. ¿Esasangre era por una enfermedad? ¿Iba a morir? Ahí su madre le explicó que eso pasaba con todas las mujeres, que ella estaba siendo mujer.
Pero entonces, ¿cómo, de qué forma, como sería ser amada como mujer? ¿Por ser mujer?
¿Y como saber que era amada?
Cuando descubrió -aceptó- que a los bebitos no los traía la cigüeña, la forma, la manera en que se iban formando en la barriga de sus madres, fue un enigma para ella.
Hasta que descubrió, supo, que también para eso los padres cogían. Como habría sido con ella, que cogieron para hacerla.
Por eso siempre estuvo a favor del aborto. Que para ella no era problema, sino si el hijo -o la hija- era querida, buscada, recibida. Esperada. O sea, amada. De lo que ella siempre empezó a necesitar tener pruebas.
Amada o deseada, para ella era lo mismo.
Por eso cuando descubrió que existían las putas, decidió ser puta. Pero no por el dinero. Querer ser cogida por alguien era tener la certeza que era amada. Aunque sea por un momento, deseada. No era el dinero lo que le importaba.
Pero poco a poco se fue desilusionando. No la querían a ella por ella, por su historia, si no por lo que ella tenía. Su piel suave, su carita, su culito levantado, su cintura fina, sus tetas altivas.
Era algo, un objeto, una cosa que tenía las cosas que los hombres que la procuraban era lo único que querían.
O sea que no era amada por lo que era, por su historia, sino solamente deseada como objeto sexual por algunas propiedades físicas que tenía.
Cuando se dio cuenta de eso, cuando lo tuvo que admitir, dejó de trabajar de puta y pensó en matarse.
Pero no lo hizo. Descubrió que podía ser amada por Dios y entró a un convento para ser monja.