Por Dr. Meliton Barba
Así era mi cuerpo, como el de la Margot,
la cipota que está acusada de guerrillera. Claro, han pasado tantísimos
años que ahora con mi cara cruzada de arrugas, la boca sin dientes y los
pilguajos de chiches que me quedan, nadie podría reconocerme. Pero era
bonita, aunque se rían.
Cuando lo conocí acababa de llegar al
“Over de Top”, un burdel que quedaba en Soyapango y donde había otras
quince muchachas, todas lindas, porque el Over era de lujo, sólo lo
frecuentaban señores de carro y por la salida de una había que pagar
quince colones. En ninguna parte cobraban tanto.
El vivía en una de las casitas de madera
que quedaban a la orilla de la cuestona que sube para Soyapango. Lo veía
con su uniforme del Instituto Nacional, siempre bien limpio, con los
cuadernos apretados debajo del sobaco y su quepis de lado, con la
hebilla del cincho bien lustrada; caminaba la cuestona del Agua Caliente
para tomar el bus en la Garita, aunque muchas veces se iba a pie,
porque no tenía ni cinco para la camioneta.
Al principio me miraba con desconfianza
porque yo iba bien pintarrajeada, las cejas recortadas y los montones de
rouge en la cara. Quizás por eso decían que a las que se pintan así la
cara les rebota de putas. Yo estaba bien cipota, de unos diecisiete. Él
era menor. Apenas llevaba una estrellita negra en la manga de la
guerrera cuando me dijo que iba a cumplir los trece.
No me miraba, me tragaba con los ojos, y
yo que ya era un tigre que caza echado, me burlaba y a propósito usaba
unos vestiditos cortitos, o me bajaba a comprar la leche, sin sostenes,
caminando la cuestona a la par suya y lo miraba al pobre, todo rojo de
vergüenza tratando de cubrirse la bragueta con los libros, porque ya se
le había endurado la cuestión. Hasta que comenzamos a hacernos amigos.
Al poco tiempo me regaló una foto y es
por esa foto que estoy presa. Era mi chulo. Pero no de esos que le pegan
a una y dicen que la protegen. No. Él nunca me pegó. Era mi chulo
porque era mi marido, aunque no vivíamos juntos en la misma casa, pues
yo siempre anduve en los burdeles, hasta que puse mi propia pieza a
orilla de calle, allá por La Tiendona, y aunque se quedaba a dormir
conmigo toda la noche, pero sólo los viernes, porque estaba estudiando.
Yo, para qué voy a negarlo, siempre estuve engazada de él. Hasta ahora.
Cuando recién comenzamos nuestro idilio
no me quería agarrar los centavos, entonces yo le compraba ropa, buenas
camisas italianas de donde Hugo Tona, y las mejores zapatillas que
habían en La Marzenit. Me gustaba que anduviera bien guapo y, aunque
salíamos poco, me sentía orgullosa de vestirlo bien tipería. Así fue que
se acostumbró a la buena ropa. Hasta la de uniforme se la compraba de
la mejor tela, no la rascuache que la vendían en Martínez y Saprisa.
Ninguno del Instituto Nacional se vestía tan bien como yo lo vestía a
él.
Los viernes me ponía lo mejorcito que
tenía, pura angelita parecía, sin pintarme para que no me viera la cara
de lo que era, y lo llevaba a comer. Íbamos a comer al restaurante
Francés, uno bien elegante que quedaba esquina opuesta a donde Ambrogi y
nos íbamos en taxi para que no lo vieran sus amigos. Nunca lo llevé a
los restaurantes adonde lo llevan a una los clientes, ¡como van a creer!
Ni al Claros de Luna, ni al Mercedes, ni siquiera a El Migueleño.
Íbamos al Francés porque además allí había reservados y no me importaba
gastar lo que fuera.
Para su bachillerato le regalé un traje
entero, de allí mismo, donde Tona, un casimir inglés gris oscuro, que se
lo hizo el maestro Huguet de la Sastrería Anatómica. Se miraba
elegantísimo con su corbata roja pringada de blanco, y esa noche del
título nos fuimos al restaurante y lo hice que se bebiera como seis
jaiboles. Cuando llegamos a la pieza iba bien atarantado y pasamos una
velada deliciosa haciendo planes para su futuro. Por esa época yo sentía
que me quería. Esa noche me regaló otra foto de uniforme, donde estaba
en grupo, pero se me perdió. La otra sí, la conservé toda mi vida.
En la universidad se cuidaba más de que
no lo vieran conmigo, y yo lo comprendía, claro, porque iba a ser
abogado y no era conveniente. A mí no me importaba, yo era feliz con que
llegara una vez por semana a traer los centavos para los gastos y para
sus libros. Porque era buen estudiante. No le gustaba tener que prestar
libros, por lo que yo hacía el sacrificio para que no le faltaran. Me
acuerdo cuando le compré el Código Penal. Me dijo que donde el Choco
Albino se encontraban usados, pero yo no permitía eso. Para mi rey
siempre debía ser lo mejor y se lo compré nuevo, no importaba si me
machucaban más veces la babosada. Al fin y al cabo ya estaba
acostumbrada.
Así seguimos hasta que terminó la carrera
y lo mandaron a hacer su servicio social a un pueblo, pero nunca me dio
el nombre del lugar. Eran tres años que iba a pasar de juez y yo
presentía que era la despedida, porque ya no llegaba tan seguido, aunque
siempre le tenía su ropita nueva, calcetines de seda, sus buenos
zapatos y, en fin, todos sus libros. Porque aquí donde me ven, toda
arruinada, me siento orgullosa de haberle comprado todos sus libros.
A su doctoramiento no me invitó, pero es que para entonces yo ya no servía. Ni señas de aquel culito bonito del Over.
Llevaba como quince años de vida
miserable, con tantos desvelos, y los clientes que obligan a tomar, y si
una no cede, no salen. Era borracha entonces, pero delante de él lo
disimulaba. No tomaba nada, aunque a veces me sentía olor a trago y se
molestaba.
Se perdía por temporadas sólo llegaba por necesidad de los centavos. Pobrecito.
En esos tres años lo perdí. No lo volví a
ver nunca, por más que hice para buscarlo. Como no permitía que
conociera a sus amigos, no tenía a quién preguntarle. Después supe que
se casó con una rica de aquel pueblo. ¡A saber!.
Entonces, de decepción, comencé a tomar
más seguido y fui perdiendo mi clientela. De aquella puta que cobraba
cinco pesos en mi pieza, fui bajando hasta llegar a tostones. Estaba
marchita. Me había adelgazado y tomaba a diario. El único consuelo era
su fotografía, que había mandado a ampliar y tenía en un marquito con
vidrio y todo. Pensaba que algún día volvería, pero así fueron pasando
como veinte años o más.
Después ya ni de puta servía, por vieja,
flaca y fea. Así puse una mi ventecita de frutas allí mismo, en el
mesón, ¡pero que iba a ganar! Además estaba podrida de la sangre, porque
en la Sanidad me habían puesto la novecientos catorce varias veces,
pero siempre estaba toda llena de chiras.
Entonces vino el pleito, porque la pieza
la compartía con la Tencha, una puta no tan vieja que todavía trabajaba
con el cuerpo pero era más borracha que el mismo guaro. Estaba necia
desde hacía meses queriéndome quebrar la foto y burlándose de mi
abogado. Eso a mí no me importaba, pero que no me fuera a tocar la foto,
porque se iba a arrepentir. Hasta una noche, en que las dos estábamos
pasadas de borrachas, agarró la foto y la tiró contra el suelo, y
después la rompió en mil pedacitos. Yo no le dije nada porque tenía
miedo, pero cuando estaba dormida le metí a saber cuántas puñaladas y me
acosté. Al día siguiente la hallaron bien muerta. Y no me arrepiento,
si me volviera a romper la foto, la volvería a coser a puros trabones.
A él, después de veinticinco años, lo
volví a ver en el juicio. Estaba lindo, bien verlo, con un traje gris
oscuro como el primero que le regalé. Se veía elegante, como cuando yo
lo vestía. Era el fiscal. Es decir, no era él propio, sino su hijo. Eran
igualitos. La misma mirada seria, el mismo bigote, su misma boca que
tantas veces me comí, ¡y como sabía el muchacho! Hizo pedazos al
defensor que me habían puesto, y yo, mientras él me insultaba, me decía
puta vieja y otras cosas, lo miraba, embelezada, no le apartaba la
vista, pensaba que era él, mi estudiante, el único amor de mi vida. A
veces me turbaba y yo le obsequiaba una sonrisa. Era lindo, tenía la
misma voz, y los mismos gestos. Cogía el cigarrillo igualito que él, y
de malicia echaba bocanadas de coronitas como el papá.
Cuando terminó el juicio llegó a la banca
donde yo estaba y me preguntó que por qué lo veía con tanta ternura, si
él estaba pidiendo mi condena. Porque sí, le dije. Porque usted es bien
lindo, como hubiera querido que fuera mi hijo, y le besé la mano.
Aquí en la cárcel me enseñaron el diario y
recorté la foto. Se miraban bien lindos. Él, ya viejón, pero guapo, y
él, jovencito, en primera plana. Resonante triunfo de padre e hijo,
decía. Magistrado asciende a presidente de la Corte Suprema el mismo día
que su hijo obtiene la condena de una asesina. ¡Se miraban bien lindos!
¡Bien lindos!
Dr. Meliton Barba fue escritor y poeta salvadoreño.
Murió en 2001 (Cf. http://es.wikipedia.org/wiki/Melit%C3%B3n_Barba)
http://cuxcatla.blogspot.com.br/2008/11/lo-nuestro-dr-meliton-barba.html