Patricia Torres
Reírse de reyes o de déspotas puede ser en extremo peligroso: reírse de presidentes y de primeros ministros, no tanto. Aunque los áulicos de todo palacio griten y se rasguen las vestiduras, lo cierto es que la democracia y el humor viven una saludable rivalidad.
Cuando no hay guerra, la democracia es un sistema político cómico. En opinión de muchas de las grandes mentes de la historia, la propia idea de permitir que la plebe elija a sus líderes, para que después éstos satisfagan sus deseos, es de por sí ridícula. Comparada con la sencilla elegancia del despotismo, la estabilidad del gobierno aristocrático o el orden divino de la monarquía, la democracia es una forma de gobierno caótica y confusa.
Nosotros, el pueblo, lo sabemos. Como nuestros líderes salen de nuestras propias filas, nos creemos con derecho a insultarlos de manera inclemente, en especial cuando sienten que el cargo les queda chiquito. Y el peor insulto que puede sufrir cualquier político que ocupe un cargo de libre elección es que no lo reelijan. No importa cuánto miedo despierte ni cuánto respeto pueda inspirar, la gente no lo quiere.
En tiempos de paz, reconocemos no sólo que nuestros líderes no son mejores que nosotros sino que, en muchos casos, son peores. Nosotros, al menos, nos ocupamos de lo nuestro y vivimos de manera honesta; ellos, por su parte, se arrojan voluntariamente al remolino de la política, ¿con qué propósito? ¿Para obtener poder? ¿Gloria? ¿Dinero? ¿Fama? Nosotros tenemos la sospecha, tal vez errónea, de que, sea cual sea la razón, debe ser maligna. Algunos políticos pueden estar motivados por la Gran Visión, otros por el Fervor Moral y otros más por una Ambición Feroz, pero hay una cosa cierta: todos quieren trepar hasta el último peldaño de la resbaladiza escalera del poder para controlar las cosas y darles órdenes a los demás.
Teniendo en cuenta el hecho de que el sistema es tan encantadoramente absurdo, las payasadas de nuestros representantes elegidos resultan un espectáculo divertido. Algunos comentaristas lamentan la falta de respeto con la que a veces son tratados los políticos. Pero aquéllos, a su vez, pueden ser acusados no sólo de tomar demasiado en serio a los políticos sino de pensar de una manera poco histórica.
Los inventores de la política democrática moderna, los ingleses, pasaban mucho tiempo burlándose de quienes la practicaban. Cuanto más escandalosa y vibrante era la política, más maliciosa era la burla. Mientras que antes los parlamentarios estaban agrupados bajo el término “los Comunes”, el siglo XVIII fue testigo del surgimiento de los partidos políticos Conservador (Tory) y Liberal (Whig), que poseían plataformas diferentes. Este cambio, que coincidió con la explosión en la publicación de panfletos y diarios políticos (Jonathan Swift, el misántropo autor de la sátira política Los viajes de Gulliver, era un columnista Tory particularmente venenoso), dividió amargamente los cafés de Londres y generó una extraordinaria dosis de rencor partidista.
Cuando uno observa una caricatura típica del siglo XVIII aun desde la vulgaridad de nuestra época, queda horrorizado de ver el gusto que sentían los artistas al representar a los grandes políticos defecando, orinando, fornicando, siendo destripados o sufriendo de flatulencia. Hay que ver, por ejemplo, la famosa caricatura del político liberal sir Robert Walpole —que fue durante más de veinte años el Primer ministro inglés y a quien se le atribuye, sin duda de manera errónea pero justificable, la frase “todo hombre tiene un precio”— parado a la entrada del palacio de gobierno. La caricatura se titula “Adoración de un ídolo o El camino del ascenso” y representa a un servil seguidor que busca un puesto, besando el enorme trasero desnudo de Walpole. Comparativamente, las pullas de la tira cómica Doonesbury que representan un “waffle” y “plumas” parecen un juego de niños.
Los artistas y escritores posteriores abandonaron la escatología y se concentraron en cambio en exagerar de manera grotesca la apariencia personal de los políticos y enlodar su manera de ser. Al finalizar el siglo XIX, cuando el sufragio le concedió el derecho al voto a la mayor parte de la población masculina y se consideraba que el gobierno parlamentario era el epítome del progreso, publicaciones de clase media como Punch sacaron las garras. Disraeli, Salisbury y Gladstone fueron representados de manera más bien inofensiva, mientras se veían, respectivamente, como un personaje resbaloso y afectado, uno satisfecho de sí mismo y otro muerto del aburrimiento.
Pero los ingleses siempre se sintieron orgullosos de su pequeña democracia idiosincrásica, incluso mientras se burlaban de sus ridiculeces. Tal como lo relata sir Joseph Porter en la opereta HMS Pinafore, de Gilbert and Sullivan:
Me volví tan rico que fui enviado
Al Parlamento por un distrito de bolsillo.
Siempre voté de acuerdo con el llamado de mi partido,
Y nunca se me ocurrió pensar por mí mismo.
Pensé tan poco que me recompensaron
¡Convirtiéndome en el Comandante de la Marina
[Real!
Hoy día los ataques personales continúan alegremente, aunque otra vez con garras extendidas. Por ejemplo, en el programa de televisión inglés de sátiras Spitting Image, el antiguo ministro de Educación y secretario del Interior de la señora Thatcher, Kenneth Baker, era representado como una babosa pegajosa y quejosa. (Baker parece vivir encantado con la atención: colecciona caricaturas políticas).
Independientemente de las vicisitudes del humor, el punto es que la tradición democrática de ridiculizar y burlarse de los políticos tiene una larga y honorable ascendencia. Hace unos años, la Galería Tate de Londres anunció una exposición dedicada a James Gillray, el caricaturista del siglo XVIII, con la frase: “No se limite a reírse de los políticos de hoy”.
Siguiendo los pasos de la tradición inglesa, en Estados Unidos los chistes políticos son sobre todo ataques partidistas y tienden a reducir a los políticos a una esencia irreductible, un cliché o un lema. Así, Nixon es incorregiblemente falso y siniestro, Ford es un torpe afable, Carter está bien pero se queda corto, Reagan es incapaz de hablar, Bush padre es un blanco anglosajón y protestante frío, Clinton es un maniático sexual, Quayle es estúpido, Gingrich es insensible, Gore es un pesado y Hillary es una Lucrecia Borgia moderna. Producto de una extraña combinación entre Reagan, Quayle y Ford, hasta los ataques del 11 de septiembre, Bush hijo solía ser representado como un tonto proclive a confundir una palabra con otra.