20 Marzo 2011
Por Eric Nepomuceno
Tomado de Página 12, Argentina
Faltaban once minutos para las nueve de la noche de ayer cuando los
cielos límpidos y la luna muy llena que iluminaba tres de los barrios
más exclusivos de Río -Jardín Botánico, Gavea y Leblon- fueron sacudidos
por el fuerte estrépito de una insólita flotilla de helicópteros, todos
de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Los moradores supieron entonces
que el gran visitante había llegado. Uno de los helicópteros, el mayor
de la flotilla, traía a la primera familia norteamericana, es decir,
Barack Obama, Michelle y sus dos hijas. Los demás servían de escolta.
Con dos horas de retraso, el mandatario norteamericano inició la
segunda etapa de su viaje oficial a Brasil. Aparentemente, la más
esperada por él: al fin y al cabo, Obama se quedará en Río casi el
triple del tiempo que pasó en Brasilia, la capital. Su helicóptero
aterrizó en la cancha del Flamengo, el más popular equipo brasileño de
fútbol. No es que Obama haya deseado hacer un homenaje especial a la
hinchada: es que su aparato es demasiado grande para los helipuertos de
las vecindades.
De ahí al hotel que lo hospeda en Copacabana, a poco más de tres
kilómetros de distancia, al que la primera familia se trasladó en una
formidable comitiva de quince vehículos blindados protegidos por cien
motociclistas de la policía y un número no determinado de coches con
policías y agentes de seguridad. Teóricamente, todo bajo coordinación
del ejército brasileño. En la práctica, todo determinado y ejecutado
bajo las rígidas orientaciones del equipo de seguridad de la Casa
Blanca.
Además de las dimensiones del aparato de seguridad, impresionó a
todos en Brasil la prepotente truculencia con que se portan los agentes
norteamericanos y la falta de diplomacia de los diplomáticos que
integran el protocolo de la visita. Sergio Cabral, el muy parlanchín
gobernador de Río, y Eduardo Paes, el alcalde de la ciudad, fueron
sumariamente informados de que no podrán acompañar a Obama en su visita
de la mañana de hoy al Cristo Redentor, la imagen pública más conocida
de la ciudad en todo el mundo. Además, en la visita que enseguida el
presidente más poderoso del planeta hará a la inmensa favela Ciudad de
Dios, los dos -gobernador y alcalde- deberán mantenerse confinados en la
sede de la asociación de moradores donde Obama, luego de recorrer
algunas calles de la barriada miserable, dirigirá algunas palabras a una
platea previamente seleccionada con lupa por los servicios
norteamericanos. Habrá, eso sí, un almuerzo con Cabral y Paes, que, al
fin y al cabo, son los anfitriones formales de la primera familia
norteamericana. Pero tampoco pudieron invitar a los que pretendían, sin
la previa aprobación del protocolo y del servicio de seguridad de la
Casa Blanca. Por la tarde está previsto un discurso en el Teatro
Municipal. Mañana a la mañana, la flotilla y su comitiva zarpan rumbo a
Chile.
En Brasilia, otra muestra de grosería fue reservada a los ministros
de Estado en el almuerzo que uno de ellos, el de Relaciones Exteriores,
ofreció ayer al visitante. Los miembros del gobierno de Dilma Rousseff
que fueron invitados por la presidente tuvieron que someterse a un
humillante cacheo antes de entrar al salón donde 25 mesas esperaban a
los 150 invitados, cuyos nombres igualmente fueron aprobados previamente
por el protocolo de la Casa Blanca. Como respuesta, varios de ellos se
negaron a saludar a Barack Obama y a su esposa Michelle. Y al menos uno,
luego de saludar a Dilma Rousseff, prefirió volver a casa sin el
insípido almuerzo ofrecido al norteamericano. Quien, a propósito,
dispuso de un menú especial: vegetariano, Obama trajo con él un cocinero
del equipo de la Casa Blanca. Michelle lo acompañó en la opción
culinaria.
Más que las presencias, ha sido una ausencia la que más se destacó en
el almuerzo de Itamaraty al visitante: de los cuatro ex presidentes
invitados, solamente uno agradeció y pasó, sin explicar sus razones, de
la invitación: Luiz Inácio Lula da Silva.
Además de muestras de prepotencia, de groserías y de actitudes poco
delicadas, la visita oficial de Obama a Brasil quedó marcada por dos
puntos específicos.
El primero de ellos no tiene nada que ver con el país visitado: la
orden de atacar a Libia fue dada mientras Obama estaba en su reunión
privada con Dilma Rousseff en el Palacio do Planalto, sede del gobierno
brasileño. A cierta altura del encuentro, que duró poco más de 40
minutos, un asesor se acercó al presidente y le entregó un papelito.
Obama pidió excusas a su anfitriona y allí mismo, por teléfono, dijo un
alto y claro “procedan”. Minutos después, al otro lado del mapa, empezó
el bombardeo de la flota naval norteamericana sobre Libia. A partir de
ese momento, se hizo evidente la tensión de Obama, quien pasó el resto
del día intercalando palabras con miembros del gobierno brasileño,
discursos y declaraciones a la prensa con llamadas telefónicas a
Wa-shington.
Pues ha sido en ese clima raro que los equipos de los dos gobiernos
lograron firmar nada menos que diez acuerdos bilaterales, que la
presidenta brasileña logró clavarle al visitante un par de delicados
alfileres en su discurso de homenaje y que el presidente norteamericano
logró lanzar algunos elogios significativos a Brasil en su propio
discurso. Diciendo hablar “en nombre de la franqueza”, cuyo objetivo es
el de “construir una relación de mayor profundidad”, Dilma Rousseff le
espetó al visitante que “una relación comercial más justa y equilibrada
exige que se rompan las barreras que se levantan contra nuestros
productos”. Y para no dejar dudas, mencionó directamente al etanol, a la
carne bovina, jugo de naranja (Brasil es el mayor productor y
exportador mundial), algodón y acero. Se declaró heredera del gobierno
de Lula (las relaciones personales entre el ex presidente y Obama
terminaron muy mal), y pidió apoyo de Washington para “las reformas
urgentes en organismos como el FMI y el Banco Mundial”. Luego mencionó a
las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, en el cual Brasil pide
un asiento permanente luego de la tan postergada reforma de la ONU.
En su discurso de respuesta, Obama elogió a Brasil y dijo que su
gobierno pretende equiparar su trato destinado al país al que mantiene
con India y China. Anunció que los Estados Unidos y Brasil son las “dos
mayores democracias de este continente y también las mayores economías”,
y resaltó que su país está interesado en ser “un gran cliente” del
petróleo brasileño en el futuro.
Los diez acuerdos bilaterales firmados durante la visita de Obama a
Brasilia establecen proyectos conjuntos en diversas áreas, como
biocombustibles, educación y el uso del espacio sideral. Uno de los
acuerdos prevé que se establezca una comisión destinada a negociar
cuestiones comerciales y resolver divergencias entre los dos países.
Resumiendo: nada especialmente relevante.
Poco antes de las diez de la noche de ayer, al hacer el primer
balance informal de los resultados de la visita de Obama a Brasil, un
asesor de la presidenta brasileña señaló que lo más positivo ha sido
notar que entre el mandatario norteamericano y Dilma Rousseff se
estableció de manera natural “una química muy favorable”. De mantenerse
esa simpatía mutua, dijo ese asesor, seguramente será más fácil el
diálogo de aquí en adelante, para que se recupere rápidamente el terreno
perdido luego de las divergencias entre Lula y Obama.
Hubo una discreta pero palpable decepción, entre altos diplomáticos
brasileños, por la fugaz y superficial mención que Obama hizo, en su
discurso, a la aspiración de Brasil de ocupar un asiento permanente en
el Consejo de Seguridad de la ONU. El mismo asesor de Dilma, en su
balance informal de la visita, recordó, sin embargo, que el tema entró
en la agenda a última hora, y por decisión de la Casa Blanca, ya que el
Departamento de Estado, a cuya cabeza está Hillary Clinton, era
francamente desfavorable a que hubiese mención alguna al planteo
brasileño.
Libia también ha sido tema de la conversación privada entre Dilma y
Obama. El norteamericano, segundos antes de ordenar el ataque delante de
su colega brasileña, aclaró que existía “la firme posibilidad” de una
acción militar. Dilma se limitó a comentar que antes se deberían
examinar a fondo los costos y los beneficios concretos de tal acción.
Luego de la llamada de Obama determinando “proceder”, no se volvió a
tocar el tema. Como se recordará, Brasil, que ocupa la presidencia de
turno en el Consejo de Seguridad de la ONU, del cuál es miembro
rotativo, se abstuvo de votar la resolución que determinó los ataques
lanzados por Estados Unidos, Inglaterra, Francia y España.
El astuto minué cortesano de la diplomacia norteamericana ha
ocultado los verdaderos intereses de un imperio sediento de materias
primas, energía y recursos naturales...

Todos recuerdan aquella frase con la que Bill Clinton desarmó a George
Bush padre en la competencia presidencial de 1992. Una expresión
parecida podría utilizarse en el momento actual, cuando muchos piensan,
en Brasil y fuera de él, que Obama está de visita en ese país para
vender los F-16 fabricados en Estados Unidos, desplazando a su
competidor francés, y promover la participación de empresas
norteamericanas en la gran expansión futura del negocio petrolero
brasileño.
También, para asegurar un suministro confiable y
previsible para su insaciable demanda de combustibles mediante acuerdos
con un país del ámbito hemisférico y menos conflictivo e inestable que
sus proveedores tradicionales del Oriente Medio o la propia
Latinoamérica. Aparte de eso, la carpeta de negocios que lleva Obama
incluye la intervención de empresas de su país en la renovación de la
infraestructura de transportes y comunicaciones de Brasil y en los
servicios de vigilancia y seguridad que requerirán la Copa Mundial de
Fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016).
Quienes apuntan a
estas realidades no dejan de señalar los problemas bilaterales que
afectan a la relación comercial, sobre todo debido a la persistencia del
proteccionismo norteamericano y las trabas que éste implica para las
exportaciones brasileñas. La relación, por lo tanto, está lejos de ser
tan armónica como muchos dicen. Además, la creciente gravitación
regional y en parte internacional del Brasil es vista con preocupación
por Washington. Sin el apoyo de Brasil y Argentina, amén de otros
países, la iniciativa bolivariana de acabar con el ALCA no hubiera
prosperado. Por lo tanto, un Brasil poderoso es un estorbo para los
proyectos del imperialismo en la región.
Dado lo anterior
hay que preguntarse acerca de los objetivos que persigue la visita de
Obama al Brasil. Observemos primero los datos del contexto: desde la
inauguración del gobierno de Dilma Rousseff la Casa Blanca desplegó
una enérgica ofensiva tendiente a fortalecer la relación bilateral. No
habían pasado diez días de su instalación en el Palacio del Planalto
cuando recibió la visita de los senadores republicanos John McCain y
John Barrasso; pocas semanas más tarde sería el Secretario del Tesoro,
Timothy Geithner, quien golpearía a su puerta para reunirse con la
presidenta.
El interés de los visitantes se desató ante el
recambio presidencial y la esperanzadora señal procedente del Brasilia
cuando la nueva presidenta anunció que estaba reconsiderando la compra
de 36 aviones de combate a la firma francesa Dassault que, en su
monento, había anunciado el saliente presidente Lula. Este cambio de
actitud hizo que los lobbistas de las grandes empresas del complejo
militar-industrial –es decir, el “gobierno permanente” de los Estados
Unidos, con prescindencia del transitorio ocupante de la Casa Blanca- se
dejaran caer sobre Brasilia con la esperanza de verse beneficiados con
la adjudicación de un primer contrato por 6.000 millones de dólares que,
eventualmente, podría acrecentarse significativamente si el gobierno
brasileño decidiera, como se espera, ordenar la compra de otros 120
aviones en los años siguientes. Pero sería un error creer que sólo la
motivación crematística es la que inspira el viaje de Obama.
En
realidad, lo que a aquél más le interesa en su calidad de administrador
del imperio es avanzar en el control de la Amazonía. Requisito principal
de este proyecto es entorpecer, ya que no puede detener, la creciente
coordinación e integración política y económica en curso en la región y
que tan importante han sido para hacer naufragar el ALCA en 2005 y
frustrar la conspiración secesionista y golpista en Bolivia (2008) y
Ecuador (2010). También debe tratar de sembrar la discordia entre los
gobiernos más radicales de la región (Cuba, Venezuela, Bolivia y
Ecuador) y los gobiernos “progresistas” –principalmente Brasil,
Argentina y Uruguay- que pugnan por encontrar un espacio, cada vez más
acotado y problemático, entre la capitulación a los dictados del imperio
y los ideales emancipatorios, hoy encarnados en los países del ALBA,
que hace doscientos años inspiraron las luchas por la independencia de
nuestros países. El resto son asuntos secundarios.
Sorprende,
dados estos antecedentes, la indecisión de Rousseff en relación al
re-equipamiento de sus fuerzas armadas porque si finalmente Brasil
llegara a cerrar el trato favoreciendo la adquisición de los F-16 en
lugar de los Rafale franceses su país vería seriamente menoscabada su
voluntad de reafirmar su efectiva soberanía sobre la Amazonía. Con esto
no se quiere afirmar que Brasil debe comprar los aviones de la Dassault;
lo que sí se quiere decir es que cualquier otra alternativa es
preferible a su adquisición a un proveedor norteamericano.
Si
tal cosa llegara a ocurrir es porque la cancillería brasileña habría
pasado por alto, con irresponsable negligencia, el hecho de que en el
tablero geopolítico hemisférico Washington tiene dos objetivos
estratégicos: el primero, más inmediato, es acabar con el gobierno de
Chávez apelando a cualquier expediente, sea de carácter legal e
institucional o, en su defecto, a cualquier forma de sedición. Este es
el objetivo manifiesto y vociferante de la Casa Blanca. Pero el
fundamental, de largo plazo, es el control de la Amazonía, lugar donde
se depositan enormes riquezas que el imperio, en su desorbitada carrera
hacia la apropiación excluyente de los recursos naturales del planeta,
desea asegurar para sí sin nadie que se entrometa en lo que su clase
dominante percibe como su hinterland natural: agua, minerales
estratégicos, petróleo, gas, biodiversidad y alimentos.
Para los
más osados estrategas estadounidenses la cuenta amazónica, al igual que
la Antártida, es un área de libre acceso en donde no se reconocen
soberanías nacionales y abierta, por eso mismo, a quienes cuenten con
“los recursos tecnológicos y logísticos” que permitan su adecuada
explotación. Es decir, los Estados Unidos. Pero, obviamente, ningún alto
funcionario del Departamento de Estado o del Pentágono, y mucho menos
el presidente de Estados Unidos, anda diciendo estas cosas en voz alta.
Pero actúan en función de esa convicción. Y, coherente con esta
realidad, sería insensato para Brasil apostar a un equipamiento y una
tecnología militar que lo colocaría en una situación de subordinación
ante quien ostensiblemente le está disputando la posesión efectiva de
los inmensos recursos de la Amazonía. ¿O es que alguien tiene dudas de
que, cuando llegue el momento, Estados Unidos no vacilará un segundo en
apelar a la fuerza para defender sus vitales intereses amenazados por la
imposibilidad de acceder a los recursos naturales encerrados en esa
región?
Lo que está en juego, en consecuencia, es precisamente el
control de esa zona. Obviamente, de esto Obama no intercambiará una
palabra con su anfitriona. Entre otras cosas porque ya Washington ejerce
un cierto control de hecho sobre la Amazonía a partir de su enorme
superioridad en materia de comunicación satelital. Además, la extensa
cadena de bases militares con la que Estados Unidos ha venido rodeando
esa área ratifica, con los métodos tradicionales del imperialismo, esa
inocultable ambición de apropiación territorial.
La
preocupación que movió al ex presidente Lula da Silva a acelerar el
re-equipamiento de las fuerzas armadas brasileñas fue la inesperada
reactivación de la IV° Flota de Estados Unidos pocas semanas después que
Brasilia anunciara el descubrimiento de un enorme yacimiento
petrolífero submarino frente al litoral paulista. Allí se hizo evidente,
como una relampagueante pesadilla, que Washington consideraba
inaceptable un Brasil que además de contar con un gran territorio y una
riquísima dotación de recursos naturales pudiera también convertirse en
una potencia petrolera y, por eso mismo, en un país capaz de
contrabalancear el predominio estadounidense al sur del río Bravo y, en
menor medida, en el tablero geopolítico mundial.
El astuto minué
cortesano de la diplomacia norteamericana ha ocultado los verdaderos
intereses de un imperio sediento de materias primas, energía y recursos
naturales de todo tipo y sobre el cual la gran cuenca amazónica ejerce
una irresistible atracción. Para disimular sus intenciones Washington ha
utilizado –exitosamente, porque la cuenca amazónica terminó siendo
rodeada por bases norteamericanas- un sutil operativo de distracción en
el cual Itamaraty cayó como un novato: ofrecer su apoyo para lograr que
Brasil obtenga un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas.
Cuesta entender como los experimentados
diplomáticos brasileños tomaron en serio tan inverosímil ofrecimiento
que franqueaba el ingreso a Brasil mientras se lo cerraba a países como
Alemania, Japón, Italia, Canadá, India y Paquistán. Deslumbrados por esa
promesa la cancillería brasileña y el alto mando militar no percibieron
que mientras se entretenían en estériles divagaciones sobre el asunto
la Casa Blanca iba instalando sus bases por doquier: siete, ¡sí, siete!,
en Colombia en el cuadrante noroeste de la Amazonía; dos en Paraguay,
en el sur; por lo menos una en Perú, para controlar el acceso oeste a la
región y una, en trámite, con la Francia de Sarkozy para instalar
tropas y equipos militares en la Guayana francesa, aptos para monitorear
la región oriental de la Amazonía.
Más al norte, bases en
Aruba, Curazao, Panamá, Honduras, El Salvador, Puerto Rico, Guantánamo
para hostigar a la Venezuela bolivariana y, por supuesto, a la
Revolución Cubana. Pretender reafirmar la soberanía brasileña en esa
región apelando a equipos, armamentos y tecnología bélica de Estados
Unidos constituye un mayúsculo error, pues la dependencia tecnológica y
militar que ello implicaría dejaría a Brasil atado de pies y manos a los
designios de la potencia imperial.
Salvo que se piense, claro
está, que los intereses nacionales de Brasil y Estados Unidos son
coincidentes. Algunos así lo creen, pero sería gravísimo que la
presidenta Rousseff incurriera en tan enorme e irreparable yerro de
apreciación. Y los costos –económicos, sociales y políticos- que Brasil,
y con él toda la región, deberían pagar a causa de tal desatino serían
exorbitantes.