miércoles, 14 de enero de 2015

El mercado, las elecciones y el poder


Dagoberto Gutiérrez

En El Salvador se ha construido, una vez terminada la guerra civil, una sociedad de mercado que aplasta al ser humano como sujeto y lo define y organiza como objeto.  El Estado también ha sido construido como Estado de mercado, es decir, como el Estado al servicio del mercado. Lo fundamental no es lo de ser Estado, que pasa a segundo plano, sino lo de ser mercado y todopoderoso.

Históricamente, es la sociedad la que en un determinado momento se organiza como Estado, y el mercado, a partir del comercio, se transforma en un poder económico, ideológico, político y militar. En el desarrollo  de todo ese proceso, se va definiendo cual es la fuerza fundamental y la clase de sociedad en la que vivirán los seres humanos.

En una sociedad de mercado, todo es convertido en mercancía y todo funciona mercantilmente. Todo tiene precio aunque carezca de valor. Las personas, transformadas en consumidores, tienen un valor que depende de las cosas, es decir, que son las cosas las que le dan el valor a las personas, y el propietario de estas cosas resulta ser el más valioso, el más inteligente, el modelo a seguir, y cuando éste es un empresario, ha llegado a la cúspide de la evolución de la especie.

En esta sociedad de mercado aparece una nueva relación con la política, que deja de ser una actividad humana imprescindible en su vinculación con la sociedad, y es transformada, como todo, en mercancía que se compra y se vende. Se trata de un trapiche letal en donde se está triturando a la persona como sujeto político, como constructor de un poder político, capaz de transformar la realidad y de construir una nueva sociedad y un nuevo mundo. Observemos que es éste el trabajo de los movimientos populares, que desarrollan su labor desde abajo y desde adentro de la sociedad, pero que en estos momentos históricos, estos movimientos sociales son abatidos, en la actual guerra social, por la peste de la anomia, que aleja a la persona de la realidad, que reduce la inteligencia del ser humano, que agota su capacidad de compromiso y termina paralizando el pensamiento y la acción política de las personas.

Como podemos ver, la mercantilización de la política es un músculo clave de la construcción que estamos explicando, porque cuando el ser humano es desprovisto de su capacidad de pensar políticamente y de su posibilidad de actuar también políticamente, es convertido en una cosa a la que se le puede poner precio de compra y precio de venta, en una mercancía manejada por los mercaderes.

Al entrar en una campaña electoral como la actual, la sociedad de mercado funciona en todo su esplendor, porque los partidos políticos son empresas comerciales que solo hacen la política de mercado y no se meten con la política de la gente.

Los candidatos son cualquier cosa menos personas con ideas políticas propias y mucho menos con proyecto político. Estos candidatos llegan a serlo por designios calculados y aviesos que buscan instrumentos ciegos, inofensivos, mudos y sordos, capaces de cumplir todas las instrucciones recibidas, sin mirar a ningún lado y sin detenerse para medir las consecuencias de sus actos. En cada candidato hay un funcionario en potencia que ha logrado esa candidatura porque tiene el dinero para financiar su campaña o porque tiene el silencio de los culpables, es decir, tiene la disposición de aprobar todo lo que sea necesario y conveniente para los intereses de sus patrocinadores, que resultan ser sus financiadores.

Ha desaparecido la figura del dirigente político, del teórico, del formador político, porque la persona que es candidata es introducida en una botella de operaciones económicas a la que se somete gustosamente porque, al final de todo el trámite, puede ser convertido en un elegante funcionario público a salvo de las angustias económicas de los otros mortales, y hasta con impunidad, y con la pleitesía fingida de sus círculos más cercanos.

Cada votante es tratado como un cliente porque en la sociedad de mercado desaparecen los ciudadanos y nadie garantiza ningún tipo de derechos; es la compra-venta el único tráfico permitido. El voto se convierte en la mercancía reina, y el votante, que vende ese voto, busca el mejor precio, sin detenerse en quién es y qué es el comprador del voto. Se trata de un proceso de fetichización de la mercancía que produce también una especie de alienación en el ser humano convertido en comerciante que considera que no puede dejar de participar en ese tiangue electoral.

Aquí hay una operación política encubierta y una operación mercantil descubierta, y es importante descubrir esta inversión producida. Los empresarios de la política se cuidan de no darle a la operación, olor, sabor o color político, porque saben que se trata de evitar que la gente aprenda a hacer política y que no se dé cuenta que en estas ocasiones electorales, el escenario es un mercado, que los votantes son objetos y simples vendedores, y las votaciones dejan de ser construcciones de correlaciones políticas para convertirse en el negociado de poderosos empresarios, que han hecho de un país una simple empresa, y de sus antiguos ciudadanos, simples vendedores.

La venta a la que nos estamos refiriendo es también una compra. El votante vende su voto y a cambio recibe promesas, discursos, sonrisas, canciones o algún objeto de poco valor. Este pago por el voto resulta desfavorable porque el votante ha votado por un candidato que cuando asume el cargo público lo hace en su calidad de persona, en función de sus verdaderos intereses, y deja de ser candidato. Aquel votante, que lo convirtió en funcionario, no tiene ninguna posibilidad de influir y mucho menos de determinar, y  aún mucho menos, de fiscalizar la gestión pública de ese funcionario. Así, el votante se volvió  un comprador que compró ilusiones y que regaló votos. Este es el drama de las sociedades de mercado.

San Salvador, 11 de enero del 2015.