jueves, 28 de enero de 2016

Los generales, la inteligencia y el poder


Dagoberto Gutiérrez*


Cuando los generales decidieron matar a los sacerdotes jesuitas y a sus empleadas el 16 de noviembre de 1989, lo hicieron con plena conciencia que estaban eliminando a un enemigo, que estaban matando a una inteligencia que se oponía a su poder, que era subversiva y que ellos eran parte de la ofensiva que la guerrilla desató en ese mes de noviembre de ese año.

La noción de poder apareció en la cabeza de estos jefes militares al considerar que ellos estaban en capacidad de matar a todo aquel o aquella que entrara en su línea de fuego, es decir, que una vez que fuera considerado algo o alguien cercano o aliado de las fuerzas guerrilleras, que desataron su efectiva ofensiva y enfrentaron con éxito al ejército gubernamental, podía ser aniquilado físicamente.
Es cierto que en la decisión influyó una especie de angustia y agotamiento operativo, porque estos jefes probablemente se consideraron superados, o gravemente presionados, por nuestras fuerzas y nuestra ofensiva, y tomaron una decisión supuestamente operativa, como la tomaría cualquier capitán en un momento apremiante, como romper un cerco o retirarse de una zona. Esta sería una reflexión correcta, pero no creo que esto haya sido el móvil determinante.

Es claro que la UCA de esos años era una voz llena de inteligencia, de valentía y de una intelectualidad que funcionaba como tal. Todo esto la colocó en la mira de las fuerzas más conservadoras del país, entre ellas la fuerza armada.

No olvidemos que la decisión fue invadir las instalaciones de la UCA sin ocuparla militarmente. El operativo tuvo una dirección exacta y golpeó el lugar donde ellos se encontraban. Sabían que ahí estaban durmiendo. Invadieron sus dormitorios y sus locales privados, los capturaron y los mataron de inmediato, sin trasladarlos a otro lugar y sin perder tiempo. Eliminaron a sus empleadas para deshacerse de testigos. Toda esta precisión y hasta exactitud nos lleva a concluir que se basaban en información y certeza de la ubicación exacta de quiénes eran los que estaban durmiendo en ese lugar y la orden operativa que la fuerza cumplió fue la de eliminar físicamente a este grupo.

Esta decisión la tomó el mando del ejército gubernamental como reacción ante la ofensiva guerrillera, es decir, fue una decisión para golpear a la guerrilla, y una vez puestas las cosas en este terreno, la tela de araña se convierte en maraña, porque los generales sabían que no se trataba de guerrilleros ni de mandos de ningún tipo y el trabajo mínimo de sus aparatos de inteligencia tenían que saber, por el control ejercido, que los sacerdotes no tenían ninguna relación operativa de ningún tipo con la fuerza guerrillera. Por eso la decisión fue la de eliminar a estos intelectuales por ser intelectuales.

Para estos jefes militares, el hecho de ser intelectuales significaba que eran aliados o sustentadores, de alguna manera, de la rebelión que les estaba amenazando y que era, ante todo, una amenaza muy inteligentemente organizada y brillantemente ejecutada. Sin duda, por eso, decidieron dejar a la guerrilla sin su sustentación ideológica y filosófica para poder derrotarla y cortar su ofensiva.

No es difícil entender que la base teórica de esta decisión y la decisión misma no valen nada militarmente y valió menos políticamente pero grafica a la perfección la naturaleza del poder que los sectores dominantes ejercen en nuestro país. Es cabalmente la filosofía de ese poder que autoriza el aniquilamiento de aquellos que se resistan o amenacen los intereses dominantes, sea cual sea la forma de esa resistencia y las circunstancias en que ésta se ejerza.

En el asesinato de los sacerdotes jesuitas, los jefes militares realizaron una operación militar pero también política y tomaron una decisión abundantemente ideológica y totalmente criminal porque establecieron que para el mando del ejército gubernamental no había ningún límite ni frontera, que podían entrar a cualquier parte y matar a cualquiera. En todo esto se equivocaron.
Por qué afirmamos esto?
La decisión asesina de las fuerzas armadas no afectó militarmente a las fuerzas guerrilleras. En tal sentido, el ejército gubernamental no ganó la guerra, y en esa medida la perdió; mientras que el ejército guerrillero no perdió la guerra, y en esa medida la ganó. Esta pérdida del ejército gubernamental se encuentra expresada en el Artículo 212 de la Constitución, en sus dos primeras líneas, en las cuales se está diciendo, aún sin expresarlo directamente, que las fuerzas armadas dejaron de ser la clase gobernante, calidad que ejerció desde 1932, cuando se montó la dictadura militar de derecha contra la cual se llevó adelante la guerra civil.

En el terreno político, este crimen elevó el prestigio, la justeza y la necesidad de la ofensiva guerrillera en todo el mundo. Mostró al ejército gubernamental como un ejército asesino y abrió las puertas para las acciones legales de las autoridades españolas que en 1998 celebraron un tratado de extradición con el Estado de El Salvador, cuyos términos han sido puestos en marcha.

El crimen aceleró, ciertamente, el fin de la guerra, de manera negociada. Para Washington, sostenedor y director de la guerra gubernamental, había llegado la hora de negociar, y, a contrapelo del ejército gubernamental, de la oligarquía y de los partidos derecha, echaron a andar la negociación.

En el terreno ideológico, la negociación quebró el modus operandi histórico de una clase dominante que nunca usó ni usa el consenso para ejercer su poder, y nunca se ha preocupado por parecer o aparecer como clase dirigente. Siempre se han asegurado de ser los dominantes. Cuando se vieron obligados a negociar con la guerrilla, lo hicieron presionados insuperablemente por las circunstancias de no habernos derrotado militarmente. A diferencia de 1932, cuando el ejército resulta victorioso contra campesinos insurgentes y desarmados, y la oligarquía ordena una matanza prolongada, en esta ocasión, el ejército no supo defender a los señores oligarcas y debió pagar el precio de la negociación. Con mucha más razón al aparecer asesinando a ciudadanos españoles.

Hay que agregar que esta indignación internacional por el asesinato de los jesuitas no se había aparecido en la misma forma y dimensión que cuando se trató de las tantas masacres de campesinos, pobladores y trabajadores, de las que tuvo conocimiento la opinión pública nacional e internacional. Este caso, al superar todos los límites, aisló al ejército y su oligarquía rectora no tuvo más que negociar.

A 26 años de distancia del crimen, el ejército gubernamental guarda silencio institucionalmente. Los diferentes aparatos estatales no vacilan en impedir el cumplimiento jurídico de compromisos contraídos. El poder establecido es ciego y sordo ante la necesidad del esclarecimiento de los hechos; sin embargo, la maquinaria jurídica de las autoridades legales españolas sigue su marcha y la situación es inciertamente llena de sombras porque los hechos no pueden ser enterrados y mucho menos olvidados ni ignorados. Estos son como campanas sin campanario que repiquetean, segundo a segundo, en la conciencia de todos los hombres y mujeres de este país, honrados y de buena voluntad. Por eso, las banderas de dignidad siguen y seguirán de duelo por todos los caídos y por los sacerdotes jesuitas y sus empleadas.

*Vicerrector de la Universiad Luterana Salvadoreña

El prolongado viaje de El Solido



Dagoberto Gutiérrez*

Era un cuarto de mesón en el Barrio Apaneca de Chalchuapa, a cuadra y media del cementerio. El piso era de ladrillo de barro, el techo de teja y sin cielo. Las paredes habían sido pintadas de cal, por lo que lucían con un color blanco hueso. Todas las noches, la única puerta que daba a la calle tiraba al andén la luz resplandeciente de un foco encendido.

Era el local del partido Unión Democrática Nacionalista, y eran los años en que se construía la alianza maestra entre los partidos Demócrata Cristiano, Movimiento Nacional Revolucionario y el UDN, como se llamaba a la Unión Democrática Nacionalista. Todas las noches había una intensa actividad política en ese pequeño local. Se llenaba de jóvenes, obreros y campesinos que acudían a enterarse de las últimas noticias, a entender los acontecimientos y a incorporarse en la confrontación que minuto a minuto se construía. Ahí se organizaban actividades de propaganda, de pinta y pega, se escuchaban informes sobre la situación en las fincas de café, y se trazaban lineamientos sobre las relaciones locales con la Democracia Cristiana local.

Uno de los jóvenes, de esos que no faltaban noche a noche, era Salvador López, pequeño de estatura, ancho de hombros, de manos y brazos fuertes, de rostro grande y de frente despejada, de cabello lacio, de boca y nariz bien proporcionada. Su voz no llegaba a ser fuerte y era, más bien, reposada, pero firme y enfática, y cada palabra era pronunciada de manera acentuada, parecía poner la vida en cada cosa que decía, y mucho compromiso en cada frase.

Salvador era de los jóvenes que son llamados serios, aunque era muy sonriente y muy bromista, y con una gran capacidad de comunicación con todas las personas, pero lo serio dependía de su capacidad de compromiso y de su entrega a aquello en lo que creía.

Los militantes del Partido eran gente trabajadora de la ciudad y del campo, de origen popular, y de las condiciones más diferentes, por ejemplo, el jefe de las patrullas del barrio, Toño Zurita, portaba su corvo envainado, como todo patrullero, y no faltaba a las sesiones del partido y gozaba de toda la confianza. También participaban profesores, pequeños empresarios, estudiantes, artesanos, y todos con mucho fervor y vocación de compromiso.

La confrontación creció hasta convertirse en guerra, el conflicto se desconoció por el bloque dominante, que ni abordó y mucho menos solucionó el conflicto, y la guerra se hizo inevitable.

La matanza de revolucionarios y de patriotas llenó de sangre las calles y los caminos, y en una de esas noches de cuchillos largos, Toño Zurita y su esposa fueron asesinados. Otros militantes aparecieron muertos en el camino, otros desaparecieron, y todo quedó listo para que la resistencia armada le diera continuidad al proceso político.

Salvador López no vaciló ni un segundo en incorporarse a la guerra y empezó así su estampa guerrillera en el Cerro de Guazapa. Aquí, en las estribaciones de este cerro heroico se ganó el sobrenombre de El Sólido por su dureza ante los rigores de la guerra de guerrillas, por su capacidad de resistencia y por su fuerza. Y finalmente, por su extraordinaria resistencia ante las heridas de guerra más graves. En una de esas heridas abdominales, que resultan ser muy complicadas, y luego de una operación guerrillera muy azarosa, con poca luz, en los barrancos del cerro y contando prácticamente solo con la pericia del médico, El Sólido amaneció al día siguiente cantando una canción, pero ese mismo día se desata un operativo del enemigo y centenares de soldados aparecían ascendiendo el cerro hacia nuestras posiciones, y así, en medio del asedio enemigo, decidimos sacar a EL Sólido en una hamaca, y él aceptó hacer ese viaje en el que podía perder la vida. Sin embargo, fue puesto en San Salvador, en una clínica, hasta que meses después estaba de nuevo en el frente, fresco como una lechuga. Así era este combatiente.

Las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL), ejército del Partido Comunista, ponderaba la firmeza y entrega de este combatiente y sus compañeros reconocían a EL Sólido como un ejemplo a seguir.

Luego de sobrevivir, de regresar una y otra vez al frente de guerra, se logra que Salvador salga a curarse al exterior y así se establece durante algún tiempo en Italia y Bélgica, junto a Teresita, enfermera belga de la guerrilla de las FAL en el cerro de Guazapa. Años más tarde enferma de leucemia y otras dolencias generadas por sus heridas. Lo aqueja una diabetes y malestares estomacales, y a todo esto hace frente con estoicismo y optimismo. Logra curarse, según afirmaba, de la leucemia, en base a tratamientos médicos no ortodoxos.

Finalmente regresa al país y se domicilia en Quezaltepeque. Rápidamente se ubica y opta sin vacilación por las luchas populares que no reconocen al gobierno de turno, ni como de izquierda ni mucho menos como revolucionario. Se incorpora a las luchas de su comunidad, por el agua, por sus derechos, por el medio ambiente sano y por la organización más fuerte, segura y estable.

Trabaja en eso de una manera febril, en compañía de su hermana menor, Dina, y sus hijos, sus sobrinos. Este es su grupo familiar, mientras se interna cada día más en el bosque frondoso de la resistencia popular.

El sábado 16 de enero del corriente año estalla la crisis de su salud, cae al piso semiparalizado, se levanta afirmando que estaba bien. Asiste a una reunión de la directiva de su comunidad, y a su regreso, ante la expectativa y el temor de su familia se acuesta, como todos los días. Sin embargo, este no sería un dia normal porque en la madrugada del domingo 17 sufre una y otra vez de convulsiones desastrosas. Su familia lo traslada presurosa al hospital. A los médicos les sorprende las abundantes heridas en su cuerpo y preguntan mucho sobre él. Su familia responde a medias porque apenas tiene un año y medio de haber regresado al país y porque además no saben todo lo que El Sólido transporta en su cuerpo, en sus heridas y en su memoria.

Muere en el hospital en esa madrugada, terminando así el largo viaje de una vida convertida en compromiso y de una lucha sin dobleces. El lunes 18 de enero es enterrado en el cementerio de Chalchuapa, en el pueblo que lo vio nacer y donde se formó como revolucionario y comunista, bajo el llanto rumoroso de los árboles de mango y con el viento musical que sacude y hace temblar los cementerios. Ahí reposa, finalmente, Salvador López, El Sólido. El viaje sigue porque la memoria que no cesa se fortalece día a día por los hombres y mujeres que se entregan a las luchas que son hoy más necesarias que nunca.

*Vicerrector de la Universidad Luterana Salvadoreña