Martes, 19 de Octubre de 2010 / 09:01 h
José M. Tojeira
Con frecuencia oímos hablar “del sistema”.
Nos encanta repetir que nuestro sistema de libertades es muy bueno. O
hablar de que el sistema económico es, o bien el mejor de los posibles, o
bien nefasto, según sean nuestros gustos políticos y sociales.
A
veces hablamos del sistema en general para culparlo de todas las
desgracias sociales. La culpa de la pobreza, de la violencia, de la
politiquería, de todo lo que no nos gusta, es del sistema.
Sin
embargo cuando se nos pregunta de qué sistema hablamos, lo más que
llegamos a decir, sea para bien o para mal, es que nos referimos al
sistema capitalista. En un concepto o idea general, concretamos todos
los males o todos los bienes que nos podemos imaginar. Y contraponemos
al nefasto sistema nuestra idea del verdadero capitalismo, de la social
democracia, del Estado social y democrático de derecho, o del
socialismo, según sean nuestras tendencias, como la única alternativa
posible.
Este modo de pensar en blanco y negro, en polos
opuestos, nos paraliza casi siempre y nos impide análisis más concretos.
Y no nos deja iniciar el camino de cambio que derrote los efectos de
una estructura socioeconómica que crea exclusión y pobreza. Porque en El
Salvador no hay un sistema puro.
Lo que hay es una inercia de
diversos sistemas culturales, económicos y sociales que se han
entremezclado y que ofrecen un resultado perverso para el país. Una
inercia donde las complicidades se extienden mucho más allá de los
intereses del capital. Al final podemos de decir que vivimos en un país
donde la tercera parte de la población, que vive más o menos bien, ha
optado casi sin crítica por un tipo de Estado muy particular: El Estado
de un país pobre, que ante la falta de imaginación social se conforma
con dar más al que tiene más y, con frecuencia, con quitar más al que
tiene menos.
En efecto, si hacemos un recorrido por aspectos
clave de la vida social lo podemos comprobar. Al que vive en la ciudad
el Estado le da una educación formal de mayor calidad que al que vive en
el campo. El doble sistema público de salud tiene mejores servicios en
la zona metropolitana, que por supuesto tiene niveles de vida superiores
al resto del país. Cuanto más pobre es uno menos posibilidades tiene de
conseguir una pensión de ancianidad. Sólo el que puede cotizar, y que
por tanto tiene más, acaba recibiendo jubilación.
El crédito
público para vivienda sólo está disponible para aquellos que ganan al
menos dos salarios mínimos. El que tiene menos queda excluido del
préstamo para vivienda. Algunos de los subsidios, como el del gas,
favorecen especialmente a quienes tienen más.
Pues los más
pobres, que cocinan con leña, no reciben ningún apoyo, mientras que el
subsidio se extiende incluso al treinta por ciento que vive
suficientemente bien. Incluso el sistema tributario, esta vez al revés,
pues se trata de quitar y no de dar, golpea proporcionalmente más al que
tiene menos. El IVA, un impuesto regresivo, genera bastante más dinero
al Estado que el impuesto sobre la renta, mucho más proporcional y
equitativo.
En general casi todos los servicios del Estado acaban
favoreciendo a quien tiene más. Y los que estamos mejor nos
aprovechamos de ello sin crítica ni conciencia solidaria. Incluso los
sindicatos, que deberían tener más conciencia social, se adaptan
fácilmente al sistema del Estado injusto, que da más al que tiene más.
Y
en vez de luchar en favor de un sistema único de salud que tenga
calidad, o arriesgarse luchando contra la corrupción dentro del sistema
judicial, prefieren reivindicar aumentos de salarios para el propio
grupo, incluso con acciones que acaban perjudicando a los más pobres.
La
realidad plagada de injusticias en que vivimos se estanca, e incluso se
fortalece, cuando los grupos o las personas se empecinan en cambiar el
sistema en general, pero conviven tranquilos con este tipo de Estado
paternalista con quien tiene más, y desentendido y olvidado de quien
tiene menos.
Es normal que en una economía de mercado el que
tiene más pretenda recibir más por sus inversiones, riesgos o trabajos.
Pero lo que es absurdo, y por supuesto injusto, es que el Estado
funcione de la misma manera y apoye preferencialmente al que está mejor
situado. Pretender que el sistema de libre mercado no pueda convivir con
un Estado social es negar experiencias exitosas en el mundo en que
vivimos.
Poner la esperanza de justicia en un tiempo en que se
pueda cambiar el sistema de libre mercado es condenar a nuestros pueblos
a la miseria de un presente sin cambios.
El camino realista de
avances en la justicia social y el desarrollo pasa por cambiar el tipo
de Estado que tenemos. El diseño de un Estado, adaptado a nuestra propia
realidad, que universalice y mejore las redes de protección social, es
el mejor camino para comenzar a transformar el país. Mientras eso no se
dé, y se dé bien, la desnutrición seguirá golpeando al veinte por ciento
de nuestra población infantil, y las madres de familias numerosas
continuarán sin pensión ni reconocimiento, igual que el resto de los más
pobres, dejados a su suerte.
En ese sentido, si en algo
debiéramos presionar al actual Gobierno, es precisamente en eso: En
apresurarlo y exigirle que transforme la realidad del tipo de Estado en
que vivimos. Algunas reformas, como la de Salud, van en esa dirección.
Pero los cambios en las políticas públicas tienen que ser más rápidos,
duraderos en el tiempo y claramente orientados a servir mejor y ayudar
más al que tiene menos en el país.
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