Por Samuel
INSUMISSIA
Los casi cuatro cientos mil archivos que
ha filtrado Wikileaks y que la prensa internacional ha tratado en
sendos especiales cuentan sólo una parte de la historia: la anotación
burocrática de «incidentes» en Iraq
por parte del ejército estadounidense durante el período 2004-2009. Los
medios que pretenden servirse de estos archivos para establecer «la
verdad» definitiva sobre la guerra de Iraq continúan de algún modo empotrados
en el ejército ocupante. El fetichismo del documento no debería
hacernos olvidar que estos ficheros todavía necesitan un trabajo de
análisis y contraste de fuentes (¿qué tal si hablamos con los
iraquíes?), algo imprescindible para precisar mejor los hechos y las
responsabilidades. Porque los documentos que se han filtrado son los de
un invasor. Y viendo la preocupación que existía en el ejército
estadounidense por las consecuencias legales de sus actos -que lleva a
sus soldados a pedir consejo a un abogado militar
justo antes de asesinar a dos iraquíes dispuestos a rendirse- sería
bueno mantener un sano escepticismo con la versión que dan de algunos
sucesos. ¿Todos los muertos que de lo que denominan «fuerzas
antiiraquíes» (insurgentes anti-ocupación) lo eran realmente?.
Es cierto, Wikileaks ha hecho un notable esfuerzo por
traducir y la prensa internacional por dar forma a unos ficheros que,
tomados de forma aislada, con sus códigos militares y su mecánica
exposición, no nos dirían nada. Pero no deja de ser su
representación, un trabajo de cocina en el que los medios de
comunicación no han podido evitar volcar sus prejuicios y apriorismos,
que son los de la fuente originaria, con la que mantienen contra viento y
marea una empatía difícil de encontrar con respecto a los propios
iraquíes.
Dicen que Estados Unidos miró para otro lado
frente a las torturas del ejército y la policía iraquíes de las que
tenía conocimiento. Pero no era un simple espectador pasivo. Fue Estados
Unidos el que disolvió el ejército de Saddam Hussein, desbaazificó
la administración, equipó y entrenó a las nuevas fuerzas iraquíes. Y
fueron soldados norteamericanos los que torturaron en Abu Ghraib y en
otras prisiones. Con estos elementos en la mano, sólo desde el apoyo
ciego a la misión estadounidense en Iraq o desde una actitud acrítica
cabe alegar que el ejército norteamericano simplemente ignoró y encubrió
las torturas llevadas a cabo por su subcontratista local: el ejército
iraquí.
Claro que el encubrimiento de un crimen constituye una ofensa
menor que su autoría dolosa. Pero la evidencia es otra: una política
deliberada y una práctica habitual de la tortura alentada desde lo más
alto del gobierno estadounidense, es decir, por personajes como Donald
Rumsfeld, Richard Cheney y George W. Bush. Es ridículo que Manfred
Nowak, relator de la ONU contra la tortura, pida
al gobierno de los Estados Unidos -que todavía mantiene decenas de
miles de soldados en Iraq- que investigue las torturas que revelan sus
propios documentos, los mismos que pretendía mantener ocultos.
Resulta que el ejército sí que contaba los muertos
iraquíes. A su manera. Pero las cifras de muertes violentas de iraquíes
representan una pequeña muestra del total. La filtración de Wikileaks no
incluye el año 2003, que es el año de la invasión. No incluye el asalto
genocida a la ciudad de Faluya (2004). En la toma de Samarra
de octubre de 2004 no se mencionan los cuerpos de 23 niños y 18 mujeres
que acabaron en el hospital general de la ciudad. Tampoco contabilizan
las víctimas de los bombardeos aéreos, los muertos que inicialmente se
contabilizaron como heridos graves ni los afectados por el uranio
empobrecido. Y al contrario que la filtración sobre Afganistán, donde
opera una coalición internacional bajo mando de la OTAN, no aparecen
datos sobre los crímenes cometidos por las tropas británicas en Basora y
por los soldados iraquíes bajo su supervisión, salvo algún caso
aislado.
Para The New York Times
-que merece un premio a la desfachatez- lo que importa es que los
documentos «dejan claro que la mayoría de los civiles fueron asesinados
por otros iraquíes», como si el ocupante no tuviera nada que ver. Como
en los años ochenta del pasado siglo, cuando el prestigioso diario decía
que los centroamericanos se mataban entre ellos en Nicaragua o en El
Salvador o morían por culpa del «terrorismo». Los artefactos explosivos
improvisados (IED) empleados por la resistencia iraquí a menudo provocan
numerosas víctimas civiles.
Los grupos takfiristas vinculados a Al
Qaeda también han cometido atentados especialmente cruentos. Pero la
guerra civil iraquí consistió sobre todo en enfrentamientos entre las
milicias de los partidos sectarios chiíes aupados al poder por Estados
Unidos y fuertemente influenciados por Irán, países con los que siempre
han mantenido un doble juego, y en matanzas
con las que pretendían erradicar la base social de grupos considerados
hostiles -como los suníes- y toda posibilidad de una insurgencia de
alcance «nacional». Para completar este macabro cuadro haría falta otra
filtración: la que atañe a los asesinatos cometidos por la CIA,
organización cuyas siglas no se mencionan en los archivos del Pentágono.
Los cientos de miles de ficheros funcionan como auténticos atestados policiales.
Si alguien quería encontrar una prueba de la difuminación entre las
funciones militares y de policía -colonial, en este caso- ahí lo tienen.
Los hechos violentos que anotan y clasifican corresponden a una rutina
administrativa, no tanto la de una guerra como la de una ocupación. Así
se gobierna una población que resiste.
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