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martes, 22 de mayo de 2012
Los rodillos de La Gloria
En esos días éramos una guerrilla de sobrevivencia en el occidente
Por Armando Salazar
SAN SALVADOR - El “Feliciano Ama”, siempre fue el menos desarrollado de los frentes guerrilleros en la guerra, muy probablemente porque asomaba en las sombras de la conciencia e inconsciencia de millares de familias pobres aquella horrible matanza en las fincas cafetaleras y asentamientos indígenas de 1932.
Posiblemente fue el más escabroso para crear base social para la lucha, no solo por ser una retaguardia de la oligarquía, sino también por las prácticas de terror de la extensa red de paramilitares y escuadrones de la muerte en la región, a tal grado, que en la asignación de tareas que hizo la Comisión Nacional de Propaganda de las FPL, fue que la cobertura informativa y audiovisual del corresponsal de guerra en la zona, la temática principal fueran “los escuadrones de la muerte”. En contraste, en Chalate, el registro fue las emergentes unidades militares guerrilleras.
Pero ya estábamos allí. En la última reunión días antes de la “Ofensiva Final” de enero de 1981, se nos dijo que el próximo estipendio lo tendríamos que ir a cobrar al Banco Central de Reserva previa masiva concentración en el Parque Libertad y al primer campamento que llegamos no había qué comer. Fue en Chilcuyo, un caserío cercano a Cutumay Camones, al norte de la ciudad de Santa Ana. Entre los charrales, había un medio cultivo de yuca: no había más. Con Chanito (un ex dirigente de la FTC) arrancábamos las matas y nos comíamos la raíz tierna, que tenía o sentíamos un sabor parecido al de la jícama, dejándonos un sabor tetelque en la boca.
Con escasos dos fusiles y algunos revólveres, la rutina de este campamento improvisado era básicamente estar en silencio y mantener vigías en las alturas inmediatas. La matanza de cerca de cien guerrilleros exhaustos del ERP en Cutumay Camones, al otro lado de la carretera a Metapán, había sucedido un par de semanas atrás.
Poco a poco nos fuimos reagrupando. Las comunicaciones eran por “correo” y por mensajeros vestidos de civil viajando en los buses. Nos juntamos con otra escuadra en los cafetales entre Coatepeque y Ciudad Arce, con quienes no se llegábamos a formar un pelotón, para marchar a los pocos días hacia el Cerro La Gloria, atravesando la línea férrea y el río Lempa. La Gloria era realmente una “gloria” respecto a Chilcuyo, pero al principio creí que era el “seudónimo” de la serranía o un pesado sarcasmo guerrillero.
Centenares de jóvenes y viejos, mujeres y hombres que se habían unido a las filas de revolución, después de la ofensiva, pronto fueron desertando del monte porque no había armas y toda la zona era altamente inestable por los operativos de la segunda brigada del ejército y los incesantes ataques de artillería desde San Pablo Tacachico. El enemigo sabía que estábamos allí, arriba de los despoblados caseríos de Los Jobos, Chicuma, Los Mangos recién incendiados por ellos.
En esos días éramos una guerrilla de sobrevivencia en el occidente, que había agrupado a cuadros y militantes del movimiento popular de los últimos años de los 70, porque a muchos otros también los habían cazado y asesinado.
Nos encontramos con Chanito, el chele Mariano, Rubén (el político del campamento central), el chele Capitán Andrés (que cayó en un bombardeo en La Laguna Seca, Chalate), Ricardo (hermano del negro Alfredo), Juanón (de propaganda de la FTC), Julián (hermano de Julio Flores del BPR) , el chabacán de Ernesto, que fue capitán de un equipo de fútbol de Atiquizaya; Norberto con su inseparable fusil FAL y Carlos Minero (del taller de explosivos, ambos después también fueron de la Radio Farabundo Martí en Chalate). Aparte de los patrullajes en la zona, con Rubén y en tiempos libres, alfabetizábamos a varios compañeros que nunca habían agarrado un lápiz.
Los paramilitares de los poblados de San Tiburcio, Guarnecia y Los Apoyos, al otro lado del río Lempa, tampoco tenían gran entusiasmo por cruzar los puentes de hamaca e incursionar envalentonados a La Gloria. Pero en esos meses, cuando se escuchaba un balazo de sus viejos fusiles Garant y Checos (de la segunda guerra mundial), nos ponía en emergencia, mochila al lomo y en movimiento.
Pero no todo era incertidumbre. Ricardo también las proporcionaba. Este muchacho de rostro aguilucho comenzó a trabajar con los “rodillos” y el bambú en las veredas de acceso a la zona. Fue quien empezó a implementar una serie de trampas vietnamitas. No había muchos fusiles, pero había decisión y astucia.
En lo personal me impresionó muchísimo cuando sus experiencias, no solo fueron aplicadas en el terreno, sino que rindieron el fruto esperado: que patrulleros o soldados quedaran atrapados en los rodillos con clavos y puntas de bambú, camuflajeados de hojarasca, bajo la superficie de alguna vereda. Era la aplicación de una estrategia de guerra popular: oponer los rudimentarios recursos extraídos de la naturaleza, para enfrentar la cantidad de tropas, la tecnología, las armas y el volumen de fuego del enemigo proporcionados por los gringos. Ellos, aún les tienen pavor. Seguro.
“El rodillo”, eran realmente dos rodillos, de unos 15 centímetros de grosor. Insertos en ellos, estaban fuertes agujas de bambú o largos clavos, sostenidos por una armazón de madera o palos. Bajo ellos, un zanjo de unos 60 centímetros de hondo, para dejar libre la circulación, de tal forma que, cuando se colocara un pié sobre él, el invasor al terreno introducía casi toda la pierna, siendo perforada por las púas. En el mejor de los casos, había que desmontar todo el mecanismo, para que ya no volviera a “repasar”.
Parte de la batalla y el respeto en la zona fueron ganados por los rodillos y eso quedó registrado en alguna filmación de una pesada cámara de cine Bolex de 16 mm., literalmente en pleno inicios de la guerra.
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