miércoles, 13 de junio de 2012

Cine: El camino a casa (1999)

Jesús Dapena Botero (Desde Vigo, España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)


NACIONALIDAD: China
GÉNERO: Drama
DIRECCIÓN: Zhang Yimou
PROTAGONISTAS: Zhang Ziyi como la joven Zhao Di
Sun Honlei como Luo Changiu
Zheng Hao como la anciana Zhao Di
Zhao Yuelin como la abuela
Li Bin como el alcalde anciano
Chang Guifa como el joven alcalde
PRODUCCIÓN: Zhao Yu
GUIÓN: Bao Shi
FOTOGRAFÍA: Hou Yung, San Bao
DURACIÓN: 90 minutos

Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó la vida,
Y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso,
Que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.

Mercedes Sosa/Juan Fernando Velásquez

Mi idea original era verme la primera película de Zhang Yimou, Sorgo Rojo, realizada en 1987, pero como una cosa es la que el hombre dispone y otra las que las circunstancias imponen, hube de contentarme con mirar El camino a casa, rodada doce años después y así fue que me fui adentrando con el relato en primera persona de Luo Changiu cuando se disponía a hacer su viaje hacia su semilla, para acompañar a su madre en el duelo por la muerte del padre. Fue así como fui arrastrado por el director chino a través de zonas esteparias que conducen a verdes montañas, donde se ubicaba su aldea originaria.

Esa jornada inicial, lo hicimos por entre la gama de grises que da el formato en blanco y negro, mientras repicaba en nuestros oídos la voz en off del protagonista, quien se deja llevar por el amor tenaz de su anciana madre, en contraposición al pragmatismo de la oficialidad municipal, para cumplir con la ceremonia ritual, que en lo imaginario popular permitirá que el fallecido no olvide el camino a casa, contra esa practicidad simplona que plantea llevar el cadáver, desde el sitio del accidente mortal a la aldea, en un vulgar tractor, de tal modo que nos vemos, en esta introducción de la cinta en un ambiente bastante bergmaniano, con una fotografía impecable hasta cuando Luo Yusheng acude a la antigua aula del padre, un viejo maestro rural, y se detiene para contemplar la foto del matrimonio de sus progenitores, en un momento en el que opera la misma magia, que emplearan Victor Fleming, Mervyn LeRoy, Richard Thorpe, King Widor para lanzarnos, a través del sueño de Dorothy a la tierra de Oz; pero, esta vez no accederemos a ningún país de las maravillas, a ningún reino de la ficción, sino que marchamos al lugar de una memoria de un love story que ha sido relatado al hijo, enmarcado en un encuadre, con el mejor estilo,del último neorrealismo de Ermanno Olmi en El árbol de los zuecos (1978), en una cinta, rodada al norte de Italia, veintiún años antes, con el mismo deleite que nos produjera, seis años antes de El camino a casa, la cinta vietnamita de Ton Thât Triêt, El olor de la papaya verde (1993). Vemos pues recrearse la cotidianidad de la vida rural, de una manera muy sutil, con una hermosa fotografía, como la que debemos a Hou Yung, en la cinta de Zhang Yimou, un hombre que ha heredado las intensas tonalidades del folklore de las gentes del norte de la China, donde se crió, donde sus pupilas se impregnaron a demás de los matiz cambiante de un paisaje, que se viste de distintos colores para celebrar los distintos períodos del año estacional: el invierno, la primavera, el estío y el otoño, con las que nos maravilla a lo largo de la película.

La historia de amor es sencilla, como las simples cosas, de esas que nos hablara el compositor ecuatoriano Juan Fernando Velasco, que devora el tiempo.

Luo Yusheng, es un típico representante de una China contemporánea; él no duda en demorarse en la luz mayor de esos mediodías, en los que su madre servía ricos platos, con la esperanza de seducir al nuevo maestro de escuela, al que amara desde el momento en que lo viera, con un amor que se acrecienta al observar la sensibilidad del joven, quien marcha por los senderos aledaños a la aldea, haciendo que los niños repitan en coro, con él, para memorizar frases que si las unimos, bien pudieran ser un poema oriental:

La primavera, todo, reverdece…
La brisa vuelve a los árboles…
Los pájaros vuelan en el cielo…
La hierba vuelve a brotar en el prado…


La madre ciega de la lozana enamorada, en principio, parece oponerse a aquel romance porque aquel hombre viene de la ciudad y vemos ahí encarnada la contradicción entre lo rural y lo urbano, un asunto tan frecuente, en el joven cine chino; las muchachitas campesinas no deben aspirar a hombres citadinos, que tan pronto vuelven se van, como pasa con las migratorias golondrinas.

Pero más amenazante que esa contradicción misma, que de alguna manera el verdadero amor puede superar, está la presencia ominosa de un régimen totalitario, que castiga a todos aquellos que no están de acuerdo con la ideología que el Poder impone, asunto que el propio Zhang Yimou apenas insinúa en una frase casi fugaz, una alusión, que quizás hace referencia a la propia condición del director, a pesar de ser el cineasta chino más reconocido a nivel internacional pues, a pesar de lo idílica, en todos los sentidos, que es la película, Yimou no deja de mostrar el abandono en el que se encuentra el campesinado chino, así la política no sea el tema más relevante de en este filme que más es un canto al amor y la feminidad de Zhao Di, tanto en la juventud como en la vejez, dispuesta a esperar con tenacidad al ser amado y dispuesta, con profundo empeño a hacerle una ceremonia del adiós, a quien fuera el gran compañero de su vida, en el contexto de la más pura tradición de su región.

La mujer joven es interpretada por una Zhang Ziyi, aún no seducida por Hollywood; la hermosa actriz que viene a comportarse como un alma buena, casi con la ingenuidad de una niña salvaje de Rousseau, quien ama y seduce en el silencio, bien sea al propiciar encuentros ocasionales en el camino, prepararle com esmero sus mejores platos, o decorarle com gran delicadeza el aula, con figurativas aplicaciones que pone sobre el papel de seda, con el que tapa los vanos de la ventana.

La vieja quiere que el cadáver de su marido recorra de nuevo esos caminos que permitieron el encuentro amoroso, para que el difunto nunca olvide su camino a casa, trás esos momentos en los que la adolescente se acerca de una forma muy sutil y cariñosa.


Así nos hacemos testigos de un amor tan fiel, que soporta con firmeza el violencia de la tormenta, tanto física como la política, el exilio de un compañero que piensa diferente a la gran masa, aún a riesgo de morir de amor, con lo que sin proponérselo sacude a la burocracia de su pequeña colectividad para que vuelvan a recibir a su amado allí, quien durante cerca de cuarenta años, se comporta como un maestro preocupado por transmitir conocimientos dentro de su comunidad, de tal forma que los antiguos alumnos, llenos de gratitud no dudan de venir desde distintas regiones del país para llevar en andas el cadáver de un hombre que les ha dedicado su vida, para hacer posible la procesión por un camino que ha de atravesar un río, una montaña y una carretera para que el alma del docente, cuyos restos son depositados al frente de la escuela y del viejo pozo, a donde la chica iba a recoger el agua, no olvide nunca el camino a casa.

Y entonces, tras ese colorido flashback de un recuerdo transgeneracional, motivado por la visión de una alegre fotografía de uno de los acontecimientos más importantes de los padres del narrador, el momento de su boda, volvemos al tiempo del dolor, gris, en blanco y negro, en el que realizada la ceremonia, la vida continuara su curso, para llegar a un final, que nos deja una grata sensación en el corazón.

Y tal vez repitamos con Antonio Machado su elegía a ese otro magnífico pedagogo, que tuvimos aquí en España, don Francisco Giner de los Ríos:

Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
¿Murió? . . . Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.

Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.

Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.

¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa.

. . . Oh, sí, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,
a los azules montes
del ancho Guadarrama.

Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos, donde juegan
mariposas doradas . . .

Allí el maestro un día
soñaba un nuevo florecer de España. 

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