lunes, 31 de diciembre de 2012

Sangre, hambre e impunidad


Benjamín Cuéllar (*)

SAN SALVADOR - El 2012 reitera el mensaje que durante dos décadas no se ha querido escuchar: la falta de justicia propicia inseguridad ciudadana y exclusión social. Las mayorías populares salvadoreñas han sufrido esa realidad, fundada en el trato preferencial para delincuentes de “altos vuelos”. No comenzó el 20 de marzo de 1993, pues ese privilegio ha existido siempre; pero ese día, con la aprobación de una de las amnistías más aberrantes en el mundo, se fortaleció la tolerancia estatal que favorece a quien viola la ley siempre que tenga poder o apoyo de alguien con poder.

Terminada la guerra, la sangre siguió corriendo ya no por razones políticas pero sí –en buena medida– por esa decisión política que legitimó ejecuciones, desapariciones forzadas, torturas y masacres que continuaron produciendo víctimas. En un documento del Consejo Nacional de Seguridad Pública de inicios de 1998, se dijo que generaban “una preocupación especial los altísimos niveles de homicidios dolosos, los cuales han mantenido una cifra promedio de 7,211 por año entre 1995 y 1997”.

Esa terrorífica cifra bajó a 2,270 en 1999. ¿Cómo? ¿Cesaron las venganzas por hechos ocurridos antes y durante la guerra? ¿Paró la “justicia por mano propia” o “por encargo” mediante especialistas abundantes y baratos que quedaron tras el fin del conflicto? ¿Negociaron con las cabezas del crimen organizado para “no hacer olas”? ¡Quién sabe! Ese secreto nunca se filtró como ocurrió con la “tregua” de marzo del 2012.

La reducción de hace años rondó los 5,000 homicidios: un 70%; la actual los 1,700: un 40%. Pero lo conseguido en 1999, se comenzó a revertir en el 2003 cuando el presidente Francisco Flores inició la campaña electoral enarbolando la “mano dura” contra las maras para lograr, así, que su partido recuperara la preferencia de los votantes y mantener los privilegios de sus dueños. El presente descenso de la curva mortal será una oportunidad para el país si no se manosea con fines partidistas y no es producto de la entrega de la autoridad estatal a poderes ocultos.


Flores hizo lo último para dar paso a su sucesor, Antonio Saca, quien ahora es reconocido por Mauricio Funes como alguien con “muy buenos números” y con derecho a “lanzarse como candidato presidencial”, pues “la ley no se lo impide”. “Si lo hace –remató Funes– es bueno para el espectro político”. ¿Será? Saca presidió el Gobierno que le heredó a Funes un saqueo superior a los 63 millones de dólares, fruto de la ineptitud y la corrupción –según sus palabras– en el caso del antes bulevar Diego de Holguín y ahora monseñor Romero; el bulevar –dijo Funes– “de la vergüenza, de la desidia, el abandono y por qué no de la corrupción”.

Esos 63 millones y muchos otros más, bien podrían haber sido utilizados para medicinas en los hospitales. Pero mientras se sigan perdonando la violencia y la corrupción, la evasión y la elusión, el país seguirá lleno de sangre y hambre. Eso es lo que deja la impunidad del crimen organizado.

(*) Columnista de ContraPunto

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