lunes, 8 de abril de 2013

La última visita



La noche anterior había caído una tormenta furiosa, tal como corresponde al mes de agosto. Las calles se inundaron de agua y al final la llovizna duró toda la noche.

Dagoberto Gutiérrez

Con las precauciones necesarias, salí muy temprano de la casa y todo parecía normal, quieto y seguro. Este era el ambiente más peligroso, porque cuando todo parece inalterado, casi siempre se tienen sorpresas desagradables. Era el año 1980 y el asesinato y entierro de Monseñor Romero había tensionado todo. Sin embargo, la lucha clandestina mantenía su ritmo y cada contacto aseguraba la continuidad de una pelea inscrita ya en la guerra popular de veinte años.

Al medio día, y al nomás abrir la puerta, me la encontré sentada en una mecedora y esperándome. Era mi madre que me visitaba en mi casa clandestina de San Salvador. La vi más tranquila, más segura y más reposada que de costumbre. Su rostro reflejaba, sin embargo, una larga tensión, aunque su voz siempre sonaba muy organizada. Había aumentado de peso y como siempre tenía problemas en sus rodillas. Llevaba un vestido de medio luto, unos zapatos pachos, y de una cartera sacó una peineta para peinar su larga cabellera negra. Siempre se peinaba dejando un camino en medio. Esta parecía ser la forma más sencilla de peinarse y ella, al final, dejaba la peineta prendida en su cabello.

Así hizo ese medio día, y cuando empezó a peinarse tranquilamente, empezó a preguntarme por todo, por mi salud, por mi trabajo, por mi seguridad, por mis proyectos, por mi participación en la guerra, en fin, ella quería saber todo. Almorzamos y ella siguió preguntándome y yo respondiendo y  también preguntando. Tenía más de tres años de no ver a mi madre y lo menos que quería era que, estando ella ahí, conmigo, ocurriera un hecho desagradable. Al fin y al cabo, ese era un año muy cargado, cuando mediante la sangre y el terror, los escuadrones de la muerte intentaban ahogar la rebelión. Yo había cortado toda relación con mi familia, todo vínculo era peligroso y todo podía conducir a un golpe indeseable, por eso me sorprendió encontrarla ahí, me encantó verla de nuevo, me emocionó escuchar su voz y sus palabras organizadas, y yo sabía que esa era una visita que al mismo tiempo que me producía alegría, no era factible que se repitiera. Tengo la impresión que ella también lo sabía y eso explicaba su tranquilidad, porque había una cierta satisfacción en la conversación.

Como en los viejos tiempos, cuando yo era un niño, me acarició la cabeza, como solía hacerlo ciertas tardes. Se puso los anteojos para verme mejor. Me pareció que quería escucharme, pero ella no sabía que era yo quien quería escucharla más a ella y mirarla para siempre y sentirme acariciado por ella, como cuando era un niño.

Almorzamos y platicamos, tomamos cerveza, hizo bromas y me contó de las cosas en Chalchuapa, de cómo la policía controlaba la casa todos los días, esperando que yo apareciera en algún momento. En realidad, siempre me pareció serena, aflojó un poco las vendas que cubrían una de sus piernas afectadas por las varices.

Chalchuapa era el escenario de una gigantesca matanza y el terror corría en cada esquina. Sin embargo, los mejores luchadores se incorporaban a la guerrilla, los más dispuestos, los más comprometidos, y todo parecía que pese al baño de sangre, la  guerra se abría paso indetenible e invencible.

Mi mamá sabía muy bien que mi compromiso político era inquebrantable y su visita no tenía ningún propósito de menguar mi participación, más bien quería asegurarse que yo entendiera que ella estaba de acuerdo. Este había sido un largo proceso de convencimiento hasta que finalmente aceptó que no había otro camino que la guerra.

Me recomendó enfáticamente no acercarme por Chalchuapa y mucho menos llegar a la casa, no debía preocuparme por ellos, porque ellos saldrían bien, era yo el que corría más peligro y no debía cometer demasiados errores.

Luego del almuerzo hizo una pequeña siesta mientras yo esperaba verla de nuevo para oírla de nuevo, a las 2 y media de la tarde, decidió marcharse. Yo no sabía que esta sería la última vez que la iba a ver, pero ella parecía saber que esta era la última vez que nos veíamos, y que esta era una especie de despedida. Nos abrazamos, lloramos un poco, la cubrí de besos y salió, con mucha serenidad, con mucha seguridad.

En marzo de 1983, murió en Chalchuapa. El día de su entierro la policía acompañó el cortejo fúnebre, esperando que yo apareciera, pero yo estaba en el cerro de Guazapa. En realidad, le había dado seguimiento a su enfermedad, pero la noticia de su muerte, como es de esperar, me estremeció. Todavía lo hace y todavía la lloro, tal como lo hice ese día.

La guerra popular, con toda su dureza y crudeza, es, sin embargo, una alta escuela de espiritualidad y de amor.

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