jueves, 23 de mayo de 2013

Carta de duelo para William Huezo


William murió el martes pasado, 14 de mayo, a las cuatro de la tarde, es decir, cuando el día invade con su luz y la noche apenas se anuncia con su sombra. Era una hora de calor como la de todos estos días y William había mantenido una lucha tenaz adentro de la vida y adentro de la muerte. Siempre el enfermo daba lugar al hombre sano, dueño de sus sueños y sus utopías. Por momentos, el dolor, el infaltable dolor, ahogaba a la vida, pero siempre resurgía el hombre que lucha, el sindicalista tenaz, el abogado que usa la ley y el político que usa el poder.

Dagoberto Gutiérrez

William murió en su casa, en brazos de su esposa Mercedes y en compañía de sus hijos, podría decirse que murió en familia, pero, en realidad, murió en la sociedad, en medio de sus compañeros y compañeras de lucha. Y así como su vida huele a la resina rumorosa del conflicto social, su muerte es un ramalazo que sacude ese conflicto y estremece los senderos y los arroyuelos por donde caminan y corren las luchas pasadas, presentes y futuras.

Muere joven, a los 53 años, lleno de vigor a toda prueba, de una resistencia extraordinaria y de una entrega al trabajo sindical de 24 horas. Así era William, con gran capacidad para disentir, formado en la lucha social, con experiencia en la maniobra política y en la conspiración, de expresión suelta, con una cabeza utópica que movió siempre su sueño y su voluntad. De mediana estatura, de risa fácil, de rostro bien formado, de cabello lacio y negro, con ojos inundados por una mirada viva e inteligente, con cejas vigorosas y pestañas sueltas, con manos pequeñas y seguras. Se vestía siempre como de casualidad, sin darle atención a la elegancia pero sí a la comodidad, sin hacer ostentación ni de poder económico ni de lujo, dueño de una memoria que desgranaba con facilidad, siempre fue navegante de los mares con corrientes al pasado y corrientes al futuro. Siempre parecía tener prisa, como si supiera que el tiempo se le escurría entre los dedos y se le escondía debajo de las piedras. Utópico, como uno debe ser, siempre tenía un sueño en el horizonte al que perseguía con afán. Sus hombros anchos parecían los adecuados para cargar la carga que William asumió cuando se hizo cargo de ser un luchador social.

Esta calidad completaba su esencia humana porque William fue un sindicalista con cabeza política y un político con cabeza sindical. Esta fusión es como el encuentro de los ríos con la mar, porque una -la sindical-  es la lucha por el pan, y la otra -la política- es la lucha por el poder que se requiere para asegurarse ese pan. Así es el amorío del mar con el río, su vida es esperar al río con los brazos abiertos y la vida del río es lanzarse, con los ojos cerrados, hacia las inmensas corrientes marinas para dejar ese río y hacerse océano. Así, la lucha política es la que define al ser humano, en tanto ser humano.

William entendió esto  muy bien, con su propia cabeza y con su propia vida, y esto es lo que determina su ubicación en el altar sagrado de los luchadores a los que la Patria rinde homenaje: los que vencen a la muerte, los que alumbran los caminos y alimentan el canto matutino de los pájaros y derrotan las oscuranas. Así es William, por eso es de los inolvidables.

Su familia, su esposa Mercedes, y sus hijos Alejandro, Pamela, y Rodrigo, el más chiquito y más parecido físicamente a él, sentirán que han perdido a un padre; pero es la sociedad la que siente su ausencia.

William sigue con nosotros, con nuestros aciertos y con nuestras dudas, nuestros sueños y certezas, sigue comiendo pupusas, tamales y pan dulce con café, sigue en manifestaciones y en las calles, arropado por las banderas multicolores de las organizaciones, iluminado por el sol, respondiendo preguntas de los periodistas, en fin, viviendo, es decir, luchando.

Claro que nos hace falta, claro que nos duele, pero el amor misterioso entre la vida y la muerte no parece terminar nunca. Aunque siempre sabemos que al final es la vida la que alumbra los caminos y anuncia las auroras.

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