martes, 23 de julio de 2013

EL SALVADOR. Las razones del fracaso




José M. Tojeira

Recientemente se ha publicado en español un libro de dos catedráticos, Daron Acemoglu del M.I.T., y James Ronbinson, de Harvard, titulado “Por qué fracasan los países”. El trasfondo es relativamente sencillo. Según los autores cuando las élites de los países son profundamente extractivas, y las instituciones que construyen o impulsan les benefician en su afán de acaparar riqueza, los países no se desarrollan. Si las élites promueven instituciones más inclusivas, el desarrollo es mucho más fácil de alcanzar.
Si aplicáramos esa tesis a El Salvador la causa de nuestro subdesarrollo estaría precisamente en que nuestras élites son profundamente extractivas y no invierten en instituciones inclusivas.

 Una revisión de algunas de nuestras instituciones no nos deja duda. El tener, por ejemplo, dos sistemas públicos de salud muestra la tendencia extractiva de nuestras élites empresariales. A los que consideran “indispensables” para sus negocios y para el contexto en el que sus negocios se desarrollan se les incluye en el Seguro Social. Los “desechables”, en los que la empresa privada no tiene mayor interés, salvo a  la hora de captar sus remesas, son enviados al sistema del Ministerio de Salud, notablemente inferior en su servicio en comparación con el Seguro. Si la empresa privada piensa que son más indispensables para sus negocios quienes trabajan en el sector servicios, y los campesinos les resultan relativamente “desechables”, la solución está a la mano: Un salario mínimo de 104 dólares para los trabajadores agropecuarios y otro de 224 para los trabajadores urbanos del sector servicios. Nuestras élites, que extraen su riqueza del trabajo de todos, no piensan que todos deban tener los mismos beneficios sociales ni que sus derechos humanos básicos deban ser cubiertos de la misma manera. Eso de la universalidad, deben pensar, resulta muy caro, y prefieren discriminar entre “indispensables” y “desechables”.

Y además las élites económicas han logrado algo todavía más importante: echarle la culpa a los políticos de lo que en buena parte es fruto y resultado de su egoísmo corporativo. Continuamente se ataca a los políticos como causantes de nuestros problemas y tragedias. Y aunque no haya que exculparlos de muchas de sus acciones realmente negativas, lo cierto es que la falta de solidaridad y de políticas inclusivas ha dependido las más de las veces de la cerrazón empresarial a universalizar derechos básicos. No hace muchos meses el presidente de ANEP trataba de aterrorizar a la clase media diciendo que si se incluían en el Seguro Social a las trabajadoras remuneradas del hogar, colapsarían los servicios médicos del Instituto mencionado. Mientras los empresarios costarricenses aportan más que el doble de los nuestros al Seguro Social, nuestros líderes económicos prefieren ahorrar a costa del sudor de los pobres. Las élites económicas costarricenses son un poco más inclusivas que las nuestras y nuestro vecino centroamericano invierte más en la gente, sin tanta discriminación como en El Salvador.

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Aunque de momento nuestras élites económicas hayan conseguido dirigir las críticas de la población más a los políticos que a los millonarios, lo cierto es que esa falacia no se puede mantener en el tiempo. El dominio de los económicamente poderosos parece reproducir en nuestro país aquello que decía el papa Pío XI que era el resultado de la ilimitada libertad de los competidores: sobreviven “sólo los más poderosos, lo que con frecuencia es tanto como decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia”. La fuga de capitales en El Salvador hacia paraísos fiscales la calcula la ONG Global Financial Integrity en 8.700 millones de dólares en los diez años que van desde el 2001 al 2010. Y no son nuestros políticos los que sacan el dinero del país en esas cantidades.

Nuestras élites económicas deberían recapacitar. En vez de desgañitarse atacando a los políticos, es necesario que miren con mayor atención las instituciones que han propiciado en el país y que nos mantienen en la práctica como si fuéramos un país de castas. Tanques de pensamiento como FUSADES, deberían analizar nuestras instituciones, desde las educativas y las de salud hasta ese modo de tasar el salario mínimo, y reflexionar sobre si ese modo tan brutal e irrespetuoso con la dignidad humana es el mejor camino para el desarrollo. Está bien que nos digan cómo manejar los bienes transables y que critiquen a los gobiernos cuando no sepan apoyar la productividad. Pero que se callen sistemáticamente ante la existencia de instituciones tan profundamente clasistas y discriminadoras como las que tenemos en el país, desdice de los títulos universitarios que tienen y de los apoyos que tuvieron para conseguirlos.

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