martes, 5 de agosto de 2014

Dios en el banquillo de los acusados


Julio Herrera (Desde Buenos Aires)


Se dice que la prostitución es el oficio más viejo del mundo, y eso es falso: es el crimen.

Porque, si aceptáramos como verídica la teoría de la creación, encontraríamos que la llamada Era cristiana no comenzó con el advenimiento de Cristo, sino cuando Caín mató a su hermano Abel, es decir, cuando la tercera persona de la creación mató a la cuarta. Desde ése día, y hasta nuestros días, el mal ha asesinado al bien, y el crimen ha imperado omnipotente sobre la tierra, porque Dios no se ocupó en pedirle cuentas de su crimen a Caín sino que se encarnó en él, y el crimen se hizo soberano en la humanidad. Y esto es comprensible, pues según el Génesis, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza.

Desde el Génesis, -y tal vez hasta el apocalipsis- la creación se tornó en un calvario para los seres realmente humanistas que, como Cristo, pregonaron el “Amaos los unos a los otros”. La Biblia nos demuestra que Adán y Eva fueron castigados por el Dios Padre por haber consumado su amor. Su idilio primitivo fue castigado con el más cruel de los castigos: el exilio. Porque para el presunto “Dios del amor”, el amor es un pecado, es la fruta prohibida.

Es a causa de la creencia en un dios que los creyentes se han envilecido tanto. La teoría del pecado original hace del hombre un humilde condenado desde su cuna, condenado por un dios sin piedad. Condenado sin habérsele permitido defenderse de un crimen que le fue impuesto, llamado “pecado original”, y del cual solo es la víctima, y sin haber visto jamás el rostro del juez que lo condenó por ese presunto crimen. Al abrir los ojos a la vida solo halló el castigo junto a su cuna. Fue condenado sin ser oído, sin derecho de apelación, y eso, en nombre de “la justicia divina”.

¿Cómo un condenado así puede creer puede creer en un dios y en la justicia divina?

No existe más omnipotencia que la del crimen en toda la historia de la Era cristiana. Cristo mismo, aun siendo el hijo de Dios fue vencido por ella. Ese redentor fracasado, -como todos los redentores populares,- no logró escapar a la condena a muerte impuesta por el Dios Padre por haber desobedecido su implacable ley de: Mataos los unos a los otros.

Es por eso bastante significativo que “la Santa Cruz,” -o sea el cadalso de Cristo- sea el símbolo del cristianismo que adora más al arma del crimen que a la víctima. Si Cristo hubiera muerto apuñalado, los cristianos portarían en el cuello un puñal como un ícono, y la iglesia cristiana lo adoraría en sus altares, como hoy adora la cruz.

Y aparte de que la religión católica fue impuesta a sangre y fuego por la “Sagrada Inquisición”, también podemos encontrar en las propias páginas de la Biblia que el Alma Mater del cristianismo es criminal desde su origen: fue exigiendo el holocausto de su hijo Isaac que Dios puso a prueba la fidelidad de Abraham, así como fue con la imposición de la fatalidad, la lepra y todas las calamidades que Dios puso a prueba la fidelidad del santo Job. Y vale recordar que Luzbel fue expulsado del imperio celestial por el Todopoderoso por haberse opuesto a la egolatría totalitarista del ser supremo. (“Obediencia debida” le llamarían los militares argentinos).

En nuestras bien llamadas “democracias judeo-cristianas” nunca se cometen asesinatos y masacres con tanta euforia e impunidad como cuando se cometen en nombre de Dios o de la religión. Nada endurece tanto el corazón como el sentimiento religioso. Declarar “guerra santa” es el sofisma inventado por el sionismo, el islamismo y el cristianismo para justificar sus genocidios fratricidas. Se diría incluso que la maldad y el crimen son las virtudes teologales del cristianismo, es decir del cretinismo. No es casual la inscripción del lema “In God we trust” en los billetes de dólar cuando observamos que la medieval pena de muerte aún sigue vigente en casi todos los Estados Unidos, país que se nos presenta como modelo de civilización pero que produce y exporta modernos y sofisticados armamentos de destrucción masiva que reemplazan la primitiva carraca de Caín.

¡Cómo lloraría hoy el Cristo que pregonaba el “Amaos los unos a los otros” si viera que en su nombre los cristianos se matan y la democracia cristiana los extermina en defensa de intereses egoístas e inhumanos!

Dondequiera que miremos retrospectivamente observaremos que la historia de la humanidad ha sido sólo un incesante genocidio, y peor aún: un fratricidio. Es en nombre de la religión hebrea que “el pueblo elegido de Dios”, el pueblo judío, extermina a su hermano palestino, así como es en nombre de Dios que las tiranías de la “democracia judeo-cristiana occidental” exterminan a los opositores al omnipotente imperio de mercaderes multinacionales en defensa de sus mezquinos intereses financieros. Hoy el “Big brother” capitalista del norte asesina a su hermano socialista del sur. El orgullo de su doctrina hegemonista posee a los yanquis, como a los judíos el orgullo de su idiosincrasia mezquina y sanguinaria.

Es de siniestros Torquemadas, de Escribá de Balaguers y de Tomás de Aquinos que el podium celestial está lleno. Pero almas bondadosas y altruistas como Martin Luther King, Camilo Torres, Salvador Allende o el arzobispo Romero son excomulgadas por el Vaticano e inadmisibles a la siniestra diestra del Dios todopoderoso. El imperio celestial, como el imperio yanqui, están poblados de siniestros Pinochets, de Reagans, Nixons, Bushes y Hitleres, de criminales política y religiosamente correctos. Cabe suponer que si el Vaticano no ha canonizado a Judas Iscariote no ha sido por horror a su vida de traidor y de canalla sino por envidia de ella.

Por otra parte, Dios mismo es una amenaza para los creyentes en él. Dios es terrorista puesto que su soberanía está basada en el chantaje del fuego eterno para los herejes de su imperio omnipotente. De ahí que no hay en los creyentes un sincero amor a Dios sino temor a Dios, y no agradecen en su corazón los bienes que creen haber recibido o que recibirán, sino que tiemblan ante los males que Dios pueda desencadenar sobre ellos Por eso los creyentes son esclavos miserables del más vil de los ídolos: el miedo. Dondequiera que miremos no veremos sino “hombres” de rodillas ante Dios, es decir ante el miedo. He ahí su “adoración”, he ahí porqué los creyentes le levantan templos, no para honrarlo sino para aplacarlo. ¿Qué es un donativo religioso sino una tentativa de soborno a Dios? El ruego de “Señor, ten piedad de nosotros” es una súplica estéril ante la implacable crueldad del todopoderoso, omnipotente, indolente y cruel, como todos los tiranos. Además, por otra parte, exigir a la humanidad la adoración ciega e incondicional es la obra más insultante y humillante del ególatra “Creador Supremo” La amenaza intimidatoria del fuego eterno para quienes no cumplan con el primer mandamiento –amar a Dios sobre todas las cosas- es solo un vil chantaje de sometimiento y de despotismo aleve. Porque ¿es acaso sensato y noble el exigir a nuestros hijos su adoración solo por haber sido sus progenitores?

Cada cual es responsable de sus propios actos, y ésta ley cubre por igual a los padres, a los tiranos, a los dioses… y a los dioses tiranos.

¡Pobre Dios “todopoderoso”, tan enfermo de dependencia afectiva! ¿No son entonces sus creyentes quienes deben tener compasión de él cuando dicen “Señor ten piedad de nosotros”? Porque, viéndolo bien, es bastante dudosa la omnipotencia y la misericordia de un Dios Padre que necesita del chantaje afectivo, de la extorsión y el terror para perpetuarse en el poder, como cualquier vulgar tirano terrenal.

Y sin embargo todos los creyentes en ese “ser supremo” despótico e implacable, humillados y resignados se obstinan en bendecir y loar la “justicia divina” cuyos caprichos sufren como Job en su estercolero, o como Jonás en el vientre de la ballena. Tal vez por eso Luzbel, -el pionero de la rebeldía ante la teocracia- es más odiado que temido por esa fauna de serviles y genuflexos que son los creyentes católicos.

El credo católico, así como el credo neoliberal, han probado al mundo que la democracia y el cristianismo son moralmente utópicos mientras estén basados en paradigmas y sofismas inhumanos y fratricidas. La humanidad, tan miserablemente engañada por los mercaderes de pueblos y de conciencias, tiene no solo el derecho sino el deber de perder la fe en los dioses, en el clero, en los políticos y en todo lo que había ingenuamente confiado.

Bien valdría la pena que en realidad existiera ese mitológico “Supremo Creador”, sólo para tener el soberano placer de escupirle el rostro.

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