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jueves, 9 de octubre de 2014
La champa y la mujer
Armando Salazar
Un producto del ingenio guerrillero que hizo más llevadera la vida en los campamentos de Chalatenango
Uno de los avances o inventos introducidos en la vida de la guerrilla en Chalatenango fue la utilización de la tela de nailon para elaborar hamacas y pequeñas e individuales tiendas de campaña guerrilleras, las llamadas champas.
El antecedente primario de introducción de este accesorio vital pudiera haber sido realizado por Juan Carlos, el técnico de Radio Farabundo Martí, a quien le decíamos el “Doctor ñaca-ñaca”, que en alguna de las entradas de repuestos de transmisores u otros accesorios sofisticados, llevó la novedad al campamento en Los Picachos, en La Montañona.
Además, una hamaca de ese tipo contribuyó a resolver en parte el masivo ataque de pulgas. La mayoría de veces estas provenían de los pueblos donde se hacían las compras de abastecimiento. Y sin misericordia las pulgas hacían sentir sus picadas principalmente en la noche, en espacios secos, lo que también exigía un ritual previo de revisar minuciosamente el pantalón con prioridad y apretar con los dedos las costuras internas hasta escuchar el continuo chasquido del destripamiento de los benditos ácaros. Era una rutina individual necesaria, con distintos tiempos colectivos.
Pero a esa novedosa hamaca no se le puso mayor atención en el trajín de las explosiones.
Es muy probable que la tela inicial haya sido un resistente “dracón” que la madre de Juan Carlos le recomendó comprar en la comercial “Salandra”, entonces ubicada en el centro de San Salvador, al oriente de lo que fuera la papelería Hispanoamérica. “Ella fue la de la idea” ante la apresurada inquietud de su hijo para usar algo liviano como hamaca, tendido o sábana en las estancias guerrilleras.
Entonces, dicho material resistente habrá sido colgado como hamaca por primera vez en el “Toldo Maldito” de la radio a principios de 1983, lugar donde pernoctaba la mayoría del personal de producción, técnico, logístico y de servicios de la emisora, donde con persistencia emanaba un vaho a pedos, patas chucas, sobacos y secreciones genéricas. Dichas emanaciones se concentraban más su densidad en horas nocturnas, cuando había que cerrar las pestañas laterales del toldo por la inclemencia de las lluvias o las ráfagas de viento a mil 600 metros de altura.
Pero el invento no se masificó seguramente hasta años después, dando un salto de calidad a la tela nailon, que superó las pesadas hamacas de cordel y las champas de plástico. Poco después, cada guerrillero tenía prácticamente su dotación individual de hamaca y champa de nailon, dejando solamente el grueso plástico industrial para uso como “tendido”, ya solo para dormir sobre hojarascas, pedreros o tapescos. Fue sustituido. Las champas eran ya portátiles, porque el nailon trabajaba principalmente como un resistente paraguas triangular, en invierno y verano, en cualquier parte que se instalara, en plan o ladera.
Seguramente los “urbanos” compraban los rollos enteros de la tela sintética, negra, verde o azulada con el cuento de adquisiciones para alguna producción industrial, pero que finalmente su destino era aminorar la carga en las mochilas guerrilleras en peso o bulto.
Fue un gran invento, un gran avance para el descanso diario o la alta movilidad del guerrillero, haya sido en las unidades de combate, de mando, instalaciones u hospitales. Posiblemente solo algunos campamentos altamente clandestinos mantenían las champas instaladas, cubiertas por la espesa vegetación.
La única limitación posible de esta nueva champa era que si durante una tormenta el nailon se tocaba o se le rozaba por dentro, gotas de agua comenzaban a filtrarse al interior y hacían la gran mojazón en cobijas y utensilios guerrilleros.
Hecha esta pesada “descripción técnica” de la novedad, otra cosa muy aparte era la diversidad de situaciones que sucedían al interior de las champas y hamacas.
De las hamacas, algunas o algunos incluso encargaban hechuras más amplias de la doble hoja, capaces de resistir las sofoquinas libidinosas de algún acompañamiento. Además que sacudían los árboles y sus ramas, antes del amanecer tenían que ir a las quebradas a lavar la ropa, para sostener la imagen y contener las murmuras.
Aunque eran hechos sucedidos algunas veces en el aire, aún se mantenía el dicho que en guerra “cualquier hoyo es trinchera” o, a la inversa, “de cualquier palo me agarro”. En todo caso, la práctica humana en esos días reiteradamente comprobaba que “un calzón jala más que una yunta de bueyes”.
Hubo casos diversos. Se rememora la pasadita de un compañero de seguridad de la Radio que de pronto, en medio del trinar de los grillos en la noche, empezó a dar gritos en la champa. Se armó el alboroto en el campamento y ya todos buscando parapetos con fusil en mano. Solo pasados unos minutos de tensión se informaba que al compañero se le acalambró una pierna cuando estaba en lo mejor y lo último con una compañera.
Pero también hubo otro fantástico proverbio que se generalizó en las tropas guerrilleras durante las épocas de lluvia: en invierno “La champa es igual que la mujer: nomás se toca, empieza a gotear”. Podía caer un tormentón, pero si no se tocaba, no goteaba nada.
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