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sábado, 22 de noviembre de 2014
Carta para Ignacio Ellacuría
Dagoberto Gutiérrez
Recordado Ignacio: La última vez que conversamos, o discutimos, no nos pusimos de acuerdo. Tú venías de Barcelona y viajabas a El Salvador y la comandancia daba los toques finales a la ofensiva de 1989.
En Barcelona habías presentado tu trabajo sobre la civilización de la pobreza y tus amigos te recomendaron no viajar a El Salvador, pero para vos eso era algo imposible. La reunión fue muy agradable; pero con cierta tensión en el aire. Fue un día jueves, lleno de luz y de normalidad cotidiana y nosotros que teníamos empeñado en la ofensiva inminente muchos años de guerra, siempre celebrábamos las reuniones contigo, porque aprendíamos el pedregoso oficio de pensar con alguien que nos decía, directamente, lo que él pensaba, aunque no estuvieras de acuerdo con nosotros, y por entonces valorábamos la construcción brillante del pensamiento y la ubicación de cada una de las ideas.
Ese día, querido Padre Ignacio, no nos pusimos de acuerdo. Recuérdate que era una mesa pequeña y la comandancia nos agrupamos casi alrededor tuyo, aunque estabas sentado a un lado de la mesa y todos queríamos escuchar que pensabas de la coyuntura y de las previsibles consecuencias mediatas e inmediatas. Te sentaste muy tranquilo, muy seguro, inundaste la mesa con una mirada, casi beatífica, sonreíste y recibiste el saludo de todos y preguntaste como estaba la situación. Te contamos lo más relevante, lo que constituía en ese momento una especie de vigas de la coyuntura, escuchaste atentamente como reflexionando, sin duda buscando los caminos que estabas construyendo, y sabiendo que nosotros erramos un equipo muy tenaz y muy convencido. Sabías muy bien que no éramos del mismo color ni del mismo tono, pero que estábamos impulsando algo en lo que todos coincidíamos, y ese día tus preguntas fueron abundantes, y como siempre incisivas, y desde un principio cuestionantes, aunque siempre elegantes y aleccionadoras. Tus preguntas eran para nosotros como una especie de timbres que nos indicaban una línea de puntos y temas que estábamos atendiendo o debíamos atender.
La reunión se estremeció cuando propusiste desmontar la ofensiva, y lo hiciste de manera serena y casi inclaudicable. Dijiste que no era necesaria, dado que tanto el Presidente Cristiani, como las Fuerzas Armadas estaban decididos a negociar y podíamos ahorrarnos muchas vidas, esfuerzos y violencia, porque ya estaban abiertos los caminos para una negociación. Luego argumentaste sobre por qué la guerra no podía prolongarse, presentando el juego de distintos intereses que abonaban hacia un fin negociado de esta, la guerra más prolongada de nuestra historia.
A estas alturas de la reunión, cuando ya habíamos tomado café, una semita silenciosa, unos sabrosos pedazos de papaya, sabías bien que habías puesto sobre la mesa un tema áspero cuyas ideas fundamentales nadaban contra corriente, pero eso nos gustaba mucho de vos, Padre Ellacuría, porque tu pensamiento siempre nos parecía diáfano, claro y convincente, hecho para mover las ideas y las voluntades, porque siempre buscabas convencer y persuadir, pero ese día jueves del mes de noviembre de 1989, un silencio tenso dominó el encuentro, no entendimos como era que una mente tan brillante dejara de captar la relación entre confrontación y negociación, o dejara de entender que nosotros como guerrilleros también sabíamos que la guerra tiene sus términos y que conocíamos la necesidad de golpear militarmente al enemigo para quebrar su voluntad. Nunca en nuestra historia, se había dado una guerra tan prolongada, tan sangrienta y tan brillante en manos del pueblo.
Te explicamos lo que sabíamos sobre el ejército, te insistimos sobre la ausencia de voluntad negociadora y sobre la presencia tenaz en los jefes militares de una búsqueda de solución militar, de ciertos movimientos en la cabeza política de Washington, que sin llegar a constituir una línea de conducta hacia el fin del conflicto, como se llamaba a la guerra, si eran movimientos hacia formas no militares del fin de la guerra.
Nosotros sabíamos que no te estábamos convenciendo, porque la duda siempre fue un método eficaz en tu trabajo de elaboración del pensamiento, y además, vos creías, Padre Ignacio, en tus amigos, y ubicabas entre ellos al Presidente Cristiani y algunos jefes militares, que nosotros también conocíamos aunque de diferente manera.
Los minutos pasaban cargados porque todos los que estábamos ahí éramos gente que asumíamos la realidad como carga y nos encargábamos de ella, y vos, que entendías esto filosóficamente, y nosotros prácticamente, y sabíamos ambos, vos y nosotros, que el estallido de auroras que se venía iba a requerir de todas nuestra vidas, porque la ofensiva era como una síntesis que multiplicaba los caminos que iban hacia adelante, ninguno de los presentes pensó ni levemente que las alas llenas de frío de la muerte te buscaban a vos, o que los vientos llenos de fuego y de oscuridad ya estaban preguntando por vos.
Recuérdate, Ignacio, que te dijimos que tuvieras cuidado al volar cerca de las velas encendidas porque podías quemarte. Esta frase no llevaba conocimiento, era, eso sí, un conocimiento del enemigo, de su fiereza, y su disposición a eliminar toda resistencia, y nosotros sabíamos que el Padre Ellacuría y sus compañeros de la UCA, en ese entonces, eran entendidos, asumidos y tratados como enemigos, por eso te dijimos esto.
La reunión se acercaba a su final. Para nosotros siempre era agradable escuchar tus razonamientos porque nosotros elaborábamos muchas ideas y tomábamos decisiones, sabíamos que la ofensiva era ya un torrente que avanzaba hacia arriba y hacia abajo, y todo estaba preparado. Nos despedimos sabiendo que tendríamos otros encuentros, que te contaríamos los resultados, que nos criticarías, pero en realidad no sabíamos nada, porque lo que vino no navegaba en ninguna cabeza de los ahí reunidos.
Una vez en el terreno, Padre Ignacio, las cosas caminaron, del lado del ejército, con un sentido rigurosamente militar, y esto es muy importante para entender el curso de los acontecimientos. Las fuerzas gubernamentales se vieron desbordadas y se sintieron superadas, por eso pasaron, en un momento aciago, a buscar enemigos en los lugares en donde no estaban. Pasaron a urdir la eliminación de estos, a entender a los ejércitos guerrilleros como una hidra que tenía una cabeza y a saber que era esa cabeza la que había que cercenar. Coincidirás que este era el mayor desconocimiento de la guerra, que venía del mayor de los miedos.
Tu muerte y la de tus compañeros fue un golpe histórico, fue un crimen, ciertamente, pero los asesinos quitaron con disparos a toda una sociedad sus mejores pensamientos y pensadores, apagaron las luces más claras y erigieron la mayor de las injusticias. No fueron solo los militares los que decidieron, Ignacio, esta decisión colectiva, porque toda una franja de la sociedad decidió deshacerse del pensamiento y la acción que vos y tus compañeros encarnaban.
Se puede pensar que hubo imprudencia de tu parte al permanecer en el lugar en el que estabas, pero es probable que esto no sea cierto, porque vos estabas convencido, firmemente convencido, que tanto el ejercito como los oligarcas, a los que éste servía, y los estadounidenses caminaban hacia la negociación. Además, y esto es clave en tu actitud, vos decidiste estar en el pueblo y con el pueblo en la hora de la más grande de sus hogueras. Tu acto de amor y entrega te puso en primera línea y frente al fuego de los enemigos.
No hay imprudencia en el honor, ni error en la entrega, porque vos, Ignacio, encarnas al pensador que responde, hasta el final, de sus ideas y de sus palabras.
Veinticinco años, Ignacio, han pasado rápido y casi invisibles. Siempre hay y habrá hombres y mujeres que te necesitan. No siempre serán los que formalmente están más cerca de vos, pero serán los que son, los que te buscan, los que te estudian, los que te leen, los que intentan pensar y estudiar junto con vos, los que saben que seguís con una luz en la mano, alumbrando la caverna.
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