martes, 23 de junio de 2015

Guerra Social: código y clave. VIII


Dagoberto Gutiérrez

La migración salvadoreña en los Estados Unidos ha producido ya las bandas juveniles en diversas ciudades estadounidenses. Se trata de grupos armados que controlan territorios urbanos, que se disputan territorios con otros grupos, que se enfrentan violentamente a la policía y que, poco a poco, empezaron a ser deportados hacia El Salvador.

Las autoridades estadounidenses sabían que la solución del problema de las pandillas juveniles armadas en sus ciudades no pasaba por la expulsión de sus miembros a sus países de origen. Pero, tal parece que las policías o autoridades de ese país no pensaron otra salida más inteligente, y aquí aparece el contacto más explosivo que conformaría una situación aún más conflictiva en nuestro país.

Los expulsados llegaron a país que no conocían; pero que además no los reconocía, venían de otro país que tampoco los reconocía, y se trataba, entonces, de una especie de jóvenes parias rechazados que se encontraron con jóvenes salvadoreños que también eran extranjeros en su propio país, porque se trataba de jóvenes excluidos de la educación, también del trabajo, de la economía, del mercado, del deporte, en fin, excluido de todo aquello que pueda considerarse comunidad.

Estos jóvenes estaban ya organizados en grupos que le aseguraban, en primer lugar, la pertenencia, que les daba identidad, el poder para hacerse escuchar, y la acción para hacerse presentes. Todo este proceso significaba un sendero lleno de violencia, de sangre y de muerte, instalado en un territorio pequeño e intenso.

El encuentro y coordinación del factor estadounidense y del factor local le dio impulso al proceso social de formación de una fuerza juvenil que se enfrentaba a un determinado orden que no los reconocía. El escenario de todo este proceso era el neoliberalismo ortodoxo y salvaje que se implantó en nuestro país, una vez la guerra terminó y la sociedad fue convertida en un mercado total, y segmentos enteros de la población fueron marginados como parte natural de este proceso.

Todo el fenómeno empezó a ser calificado de delincuencia común, porque, en efecto, su accionar violento o no violento implicaba delitos cometidos contra la propiedad y contra la vida de las personas. Desde un principio nos encontramos con un accionar ubicado en zonas urbanas y en zonas periféricas de la capital y otras ciudades importantes. Las informaciones iniciales establecían que se trataba de organizaciones y no simplemente de grupos casuales o dispersos.

Estas organizaciones tenían férreos códigos de conducta, procesos de formación y una jerarquía de mandos y jefaturas establecidas y mantenidas a sangre y fuego. Además, era notorio un proceso de crecimiento, como si los jóvenes periféricos buscaran, aceptaran y prefirieran ser parte de un régimen con una violencia hacia adentro, que los afectaba a ellos, y una violencia hacia afuera, que afectaba a las comunidades donde operaban.

Estos dos rostros de estas organizaciones establecían los fundamentos de un orden diferente al establecido en el país por las clases dominantes y asegurado por la coacción de las leyes. Estas organizaciones estaban implantando un orden diferente y propio basado también en la coacción y en sus propias normas, que actuaba en la periferia de la ciudad, pero que pasados suficientes años empezó a extenderse a las zonas rurales.

En este punto hemos de recordar que la migración hacia los EEUU afectó a importantes áreas de las zonas rurales, y que no pocos de los deportados retornaron a sus lugares de origen, y empezaron afanosamente a trabajar en la organización de sus organizaciones en los caseríos, cantones y poblados y que ellos conocían, y así fue como un fenómeno que era inicialmente muy urbano, se extendió a las zonas rurales y siguió creciendo eficientemente.

A estas alturas del fenómeno nos encontramos con la relación de una fuerza local y otra proveniente de los Estados Unidos, pero ocurrió que a estos dos factores se vinculó el tercer factor expresado en el fenómeno narcotráfico.

Todos sabemos que Estados Unidos es el mercado óptimo de casi toda la droga producida en el planeta. Por diferentes rutas y medios, las drogas llegan a ese gigantesco y apetecido mercado. Se trata de un imperio económico que cubre e influye al capitalismo en el planeta, que penetra a la banca internacional, a las industrias y a las empresas de todo pelaje. Nada que huela a capitalismo escapa a sus tentáculos, y Centroamérica es un área de paso de las drogas producidas hacia el mercado del norte.

De todas maneras, esto implica territorios y no solo fronterizos, aunque estos son lo principal. Pero, además, la influencia de este capital tiene capacidad para controlar otros capitales, y no solo en los países pobres y empobrecidos como EL Salvador. Lo cierto es que el fenómeno que es actualmente una perversión tiene todo los adornos y atributos para resultar cercano a las organizaciones a las que no estamos refiriendo.

En todo esto hay razones prácticas porque a estas alturas, estos grupos han llegado a controlar territorio urbanos y también territorios fronterizos, y resultan así importantes para el aseguramiento de rutas de paso o para la distribución local de la mercancía.

Puestas así las cosas, tenemos ya un escenario bastante claro de una situación que estructuralmente se apoya en los siguientes factores, los cuales serán abordados a continuación.


San Salvador, 23 de junio del 2015.

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