miércoles, 22 de julio de 2015

La guerra social: Código y Clave. XI Parte



Dagoberto Gutiérrez*


El Conflicto estallado.

La guerra social es tratada como un problema de delincuencia y los delincuentes, que son ubicados casi siempre en los abismos de la sociedad como gente fuera de la ley y del orden, son enfrentados y perseguidos por la Policía Nacional Civil y hasta por la Fuerza Armada. Por momentos, se habla de una ola delincuencial que amenaza y hasta rompe la paz social, establecida después de la guerra. Y cuando el ejército se incorpora a la lucha contra esta delincuencia, el problema aparece como un fenómeno fuera de control de la policía.

Poco a poco va apareciendo una coherencia y coordinación en la conducta de los diferentes grupos delincuenciales que actúan en el territorio, se va definiendo una especie de mando o dirección ubicada al interior de los centros penales. Aparece un modus operandi económico basado en una renta, establecida a sangre y fuego, como ya lo hemos dicho anteriormente. En definitiva, de todo ese accionar delincuencial, un poder real emerge con abundante claridad. Se trata de un poder que controla un territorio físico, social y psicológico, un poder que establece directrices de convivencia en los territorios y que es obedecido sin límites gracias al uso y control de la fuerza. De esta manera, este poder establece prescripciones que son obedecidas por una población cada vez más extensa y en territorios también en crecimiento.

El fenómeno se cultiva en un neoliberalismo floreciente en donde el Estado, como un aparato interesado en el bienestar de los votantes, ha desaparecido y se ha convertido en una pieza muy útil del mercado dominante. Así, estas fuerzas que estamos describiendo ocupan el territorio abandonado por el Estado y asumen el control que este Estado no ejerce. A todo esto es a lo que llamamos poder político que es el ejercido sobre una población.

Estas fuerzas, que vienen de ser simples grupos, se convierten en un poder cuando toman el control de la vida de las personas en los territorios, y como tal poder, adquiere dimensión política como factor de ordenamiento de la vida social de miles de personas en un territorio pequeño, abandonado, crucificado por el mercado, y una población sin esperanzas.

A toda esta fenomenología es a lo que estamos llamando guerra social, concepto que requiere ciertas precisiones en sus entornos y también en sus entrañas.

Es una guerra porque tratándose ciertamente de un conflicto, es decir, de una relación de intereses diferentes y confrontados, es uno de esos que no ha sido atendido ni entendido, y mucho menos, solucionado. Todos sabemos que cuando un conflicto no es abordado ni atendido va ganando en madurez y en conflictividad, y a su punto más elevado y más álgido es a lo que se llama guerra. No existe, entonces, diferendo entre guerra y conflicto porque la guerra es un conflicto social y político no resuelto.

Se trata de un proceso prolongado en el tiempo, que dura más de 20 años, y cuyas raíces se sitúan en los momentos finales de la guerra civil cuando, como hemos dicho, se sientan las bases para un modelo económico brutal y excluyente. Y la prolongada construcción de estas fuerzas sociales ha establecido un poder con fuerza económica, política, ideológica y militar. Este poder se enfrenta y confronta con el Estado, y ya no solo desde el terreno de la persecución del delito, sino como una decisión política tomada en las actuales circunstancias por las que atraviesa el país.

Cuando el Estado pierde control social y es sustituido por fuerzas delincuenciales, este Estado aparece como incapaz de resolver la conflictividad social. Entonces surge el camino del trato directo y hasta el entendimiento, el acuerdo y las negociaciones, con estas fuerzas que siguen siendo tratadas como delincuenciales, que no pueden ser superadas ni vencidas en el terreno, pero que se han convertido en sujetos de entendimientos y de tratos.

Sabemos que cuando no se puede derrotar a un adversario o enemigo, entonces, y solo entonces, hay que hablar con él y hasta negociar, porque ésta, la negociación, sigue siendo un proceso de confrontación que depende de una correlación de fuerzas alcanzada, y solo negocian los fuertes. No está basada ni en la confianza ni en la fraternidad sino en la necesidad del logro de acuerdos verificables para abordar o solucionar un conflicto.

Hemos dicho que se está frente a fuerzas con capacidad militar y esto comprende procesos de armamentización, de compra de armas y muy probablemente de entrenamiento en su uso. Este armamento se usa para establecer el control sobre el territorio, es la base de la coacción, pero también para resolver las disputas entre bandas, y últimamente para enfrentar al Estado. En este último aspecto parece ser que estamos frente a una decisión tomada, de manera muy calculada y consciente de sus significados y repercusiones.

Cuando el gobierno les declara la guerra desata el mecanismo de la preparación para esta guerra y, es más, se anuncia la formación de batallones militares especiales destinados a aniquilar a las bandas, pero, por supuesto que los militares profesionales sabrán que, en todo caso, se tratará de una guerra sui generis, que no tiene nada que ver con la guerra civil porque el enemigo a aniquilar no se encuentra en las montañas sino en las comunidades, junto a su familia, conviviendo con la gente y como cualquier vecino. Entonces, el uso de helicópteros, artillería, fuerzas helitransportadas, no parece de muy fácil ejecución en este tipo de guerra. Si se tratara de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, se estaría frente a un eventual conflicto muy prolongado.

Estas son problemáticas específicas para unas fuerzas armadas profesionales, cuya movilidad, preparación y organización, forman parte de su trabajo normal en donde se preparan para la guerra, precisamente, en tiempos de paz.

Cuando los blancos de sus ataques militares son los agentes de la PNC y los soldados de la Fuerza Armada, estamos justamente en una confrontación con el Estado y en un proceso de enfrentamiento con niveles ascendentes, generando más confrontación, más fuerza, y algo que es muy importante y que hay que tenerlo siempre presente, generando más poder político de parte de estas fuerzas que, al mismo tiempo que delinquen, tienen capacidad para golpear militarmente a la fuerza pública.

Estamos viendo a un gobierno cuyos aparatos represivos e ideológicos tienen problemas de operatividad que hasta ahora no han sido resueltos. En este sentido, no nos estamos refiriendo a la violencia porque ésta constituye la esencia del funcionamiento de todo Estado que usa, precisamente la violencia, las 24 horas del día, para asegurar lo que se llama orden público, lo mismo que el acatamiento de la ley, el cumplimiento de las sentencias, y en fin, la imposición de una voluntad y de unos intereses que se suponen son los del poder soberano.

Cuando hemos hablado de la guerra social no estamos, por esto mismo, abordando el tema de esa violencia que es permanente, ordinaria, aunque no siempre resulta visible ni comprendida por los seres humanos que la sufren todos los días en gran cantidad de formas, por lo que pueden considerarla hasta natural, insuperable e inevitable.

El poder de las pandillas tiene un valor ideológico porque expresa la supremacía del desorden sobre el orden, de la fuerza sobre la norma y de esta fuerza como fuente de prescripciones. Para toda aquella población que habita en los territorios controlados, estas pandillas son la autoridad que norma la vida las 24 horas y que paso a paso controla áreas crecientes de la vida comunitaria y al mismo tiempo más territorios. Ante este fenómeno, el Estado no parece ni aparece interesado en recuperar el control de esos mismos territorios, y pareciera entender que recuperar el control significa asumir responsabilidades gubernamentales de las que el aparato estatal se ha deshecho desde que la guerra civil terminara.

Es importante establecer la diferencia de todo este fenómeno descrito con la guerra civil del siglo pasado. Resulta necesario precisar que aquella guerra fue pensada, organizada y dirigida por la pequeña burguesía intelectual, que los ejércitos que actuaron estaban constituidos por guerrilleros con nivel de profesionalidad en los aspectos militares y políticos. Que a la base de estos ejércitos funcionaban organizaciones políticas con proyectos políticos e ideológicos bien definidos. Que estas fuerzas buscaban el fin de la exclusión política y de la dictadura militar de derecha montada en el país desde 1932. Que desde un principio, estas fuerzas guerrilleras se enfrentaron al Estado oligárquico y no a la población. Que las relaciones entre la guerrilla insurgente y la población fueron siempre un cuidadoso proceso y que cuando se produjeron relaciones no convenientes o errores, en este terreno, se pagaron casi siempre con altos costos políticos. Que la guerrilla insurgente siempre contó con un fuerte prestigio internacional que le ganó el respaldo de países y gobiernos en América, Europa, y en otras partes del mundo, así como la solidaridad de todos los pueblos y el respaldo del pueblo salvadoreño que siempre fue el factor determinante del curso de la guerra.

Es necesario tener muy claras las diferencias entre los dos conflictos, porque aunque tengan nexos históricos no tienen identidades que hasta ahora puedan ser demostradas.

*Vicerrector de la Universidad Luterana Salvadoreña

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