Dagoberto Gutiérrez
El Salvador es un país en proceso de formación en el que todavía
reverbera el colonialismo, antiguo y nuevo, la dependencia intelectual,
la ausencia de identidad y lo que se llama rumbo histórico. Esto último
está determinado por un proyecto que vincula, con mayor o menor
intensidad, a los diferentes intereses que se mueven y mueven a la
sociedad.
Lo que está ocurriendo en la actual coyuntura es la expresión viva de que el discurso que ha predominado en nuestra historia ha llegado a su fin, y lo que llamamos crisis histórica está exigiendo la construcción de nuevos mitos para sustituir a los que han sido despedazados ante nuestros ojos por los fogonazos de la realidad. Aunque esto pudiera entenderse como un signo trágico que puede conducir al vacío, resulta que es, en realidad, el anuncio del quiebre, saludable por cierto, de un régimen, una economía, una filosofía, una política, y una manera determinada de entender y asimilar la realidad.
Cuando la sociedad se da cuenta que todo, o casi todo, lo que hemos venido diciendo o pensando sobre nosotros mismos resulta ser inexacto y hasta falso, indica que hemos llegado al momento en donde hemos de construir una nueva historia y que ésta tiene que ser la real y la verdadera. Porque cuando reconocemos que somos el país más vulnerable del mundo con el pueblo más pobre, con la economía más débil y los más agudos problemas geopolíticos del continente, estamos justamente en el punto de partida de un camino que nos puede llevar, a fuerza de realismo e inteligencia, a un nuevo momento histórico, o a la derrota, por agotamiento de factibilidades, de aquel proyecto de país llamado El Salvador.
Estamos en un cruce de caminos y al final de una ruta que empezó en 1821, en donde se montó un Estado inspirado en las corrientes europeas de la época y en los intereses predominantes de los criollos dominantes en ese momento. Décadas después se han derrumbado los débiles cimientos sobre los que se pretendió construir un país, un Estado y una serie sucesiva de gobiernos totalmente parcializados a favor de los más poderosos y en contra de los más débiles. Siempre se trató de un país privado o de propiedad privada de oligarcas que nunca hicieron de la ley y el derecho el criterio rector, que ignoraron siempre los procedimientos democráticos, y que nunca tuvieron en su empobrecida cabeza política ni la más mínima gota de patriotismo ni de visión nacional.
Siempre se montaron Constituciones desde 1824 para guardar las formas y las formalidades, pero nunca valieron nada, y siempre fueron las Constituciones Materiales, es decir, el conjunto de condiciones reales, las que han determinado la vida real del país real; aunque la Constitución formal, es decir el documento escrito, el que se ha presentado como rector de una vida aparentemente democrática.
La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) ha asumido el papel histórico de recordar y acordar aspectos mínimos, realmente mínimos, de una coexistencia democrática. En ningún caso se trata de una subversión o de una amenaza; más bien es una conducta conservadora que salvaguarda el orden jurídico acordado, aprobado y reconocido. Pero, sin embargo, como se trata de un orden formal y no real, ocurre que la realidad, que siempre es tenaz, le está pasando la cuenta a la forma, y la verdadera lucha entablada es justamente la que se da entre una Constitución como orden formal, que es la vigente, y una Constitución rectora, que es la realmente inexistente.
La sentencia sobre el decreto legislativo 1041 del 30 de abril del 2006 es, por ahora, el punto más alto de esa confrontación que ha producido turbulencias y agrupamientos históricamente esperables; de modo que la Sala de lo Constitucional aparece enfrentada a la CSJ y al agrupamiento de los partidos políticos que usufructúan el aparato del Estado, y no están dispuestos a menguar sus utilidades y ventajas en nombre de ninguna Constitución o constitucionalidad. Aquí estamos, precisamente, ante un régimen político que usa la ley como su instrumento y la pone a su servicio para legalizar la maniobra capitalista de la mayor ganancia posible, y otro régimen político que se somete al derecho. Esto último es lo que se conoce en el discurso tradicional como Estado de Derecho. Pues bien, ese Estado inexistente es el que pugna por nacer y aparecer en los pliegues de las sentencias de la Sala de lo Constitucional.
Como nunca antes en nuestra historia, todo el discurso formal sobre la legalidad y la legitimidad democrática aparece danzando, desnudo y medio borracho en la plaza pública, callejuelas y caminos polvorientos, en tanto que el momento histórico permite tejer con mano fina, puño seguro y cabeza serena, el nuevo tejido de un nuevo Estado que organice de otro modo, precisamente popular, el poder político, el que haga posible que tanto la ley, la justicia y la democracia sean reales, es decir, que sean vividas como tales por la gente; mientras que el pueblo ejerza y goce los derechos que le correspondan.
El agotamiento del régimen político antiguo ha sido posible por la lucha del pueblo y por sus contradicciones esenciales y, de nuevo, se trata de que ese mismo pueblo sepa aprovechar este momento histórico de agotamiento de un proyecto injusto, ilegal y depredador, para levantar sobre nuevas bases, el nuevo país, sobre nuevos acuerdos que permita a cada sector mantener sus esencias, conservar sus diferencias, para trabajar en común nuevos acuerdos políticos, que alimenten una alianza política con contenido popular, que sea amplia en su participación y profunda en su proyecto programático.