
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Si somos incapaces de preservar la especie humana, ¿qué objeto tiene salvaguardar las especies vegetales?
Wangari Muta Maathai
En
otros términos: triunfaron ampliamente las fuerzas del capital en su
versión más ultraconservadora. Y todo indica que ese triunfo cambió las
cosas para largo. No “terminó la historia”, como se pretendió algunos
años atrás; pero la naturaleza del cambio en juego es, definitivamente,
muy profunda, y revertirlo se ve como algo muy lejano en estos momentos.
Como
parte de ese triunfo, hoy por hoy inapelable, se da un proceso muy
particular consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas
vencedoras, del discurso que, unos años atrás, era patrimonio de las
izquierdas políticas. Pero de ninguna manera esto tiene lugar por una
evolución progresista de la situación internacional, por un mejoramiento
de las condiciones humanas generales. Este cambio, sutilmente, puede
terminar funcionando como una mordaza contra cualquier forma de
descontento, de protesta.
Los derechos
humanos, en tanto forma de reivindicación de los principios que
fundamentan la igualdad entre todos los miembros de la especie humana,
tienen ya una larga historia, y no son, en realidad, patrimonio del
pensamiento de izquierda. Surgieron con la burguesía moderna. El mundo
moderno, la concepción política y social de la industria capitalista,
tiene como punto de partida justamente los derechos humanos. Claro que
–valga la salvedad– estos derechos (los llamados “de primera
generación”) son de carácter individual, atañen al ciudadano, a la
figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan fecundo en
la historia –los iluministas franceses, los padres fundadores
norteamericanos, ubicados todos en los finales del siglo XVIII–
concibieron un mundo de las libertades del individuo, superando así los
lastres todavía feudales, monárquicos y teocéntricos con que se movían
las sociedades europeas de ese entonces, y sus respectivas colonias al
otro lado del Atlántico. Pero de ninguna manera estos derechos, la
formulación teórica de esos principios, su visión fundamentalmente
jurídica, puede conectarse con lo que, un siglo más tarde, estaría
proponiendo el marxismo, el socialismo como corriente política.
La
Declaración Universal de los Derechos del Hombre dieciochesca
(machista, ni siquiera se menciona a la mujer) no contempla como un eje
fundamental la estructura económico-social. El acento estaba puesto
totalmente en el ciudadano como ente político: libertad de expresión, de
asociación, de locomoción. Debieron pasar años –y correr mucha sangre–
para que las diferencias económicas fueran consideradas igualmente como
algo atinente al ámbito de los derechos humanos generales (los llamados
derechos colectivos, derechos “de segunda generación”); y mucho más aún
para que se consideraran los llamados universales (“de tercera
generación”): derecho a la paz, a un medio ambiente sano.
De
todos modos, por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su historia, el
campo de los derechos humanos sigue estando asociado fundamentalmente a
la esfera político-civil. Si bien no es una especialidad jurídica, todo
apunta a esa identificación. En una aproximación rápida –y sin dudas
superficial– puede llegar a identificárselos con democracia –hoy día
palabra ya muy desgastada, que a base de tanto manoseo significa todo y
no significa nada. En su nombre, por ejemplo, puede invadirse otro país y
matarse seres humanos–.
Si bien en los países
latinoamericanos ha ido tomando en los años recientes un cariz de
denuncia, el tema de los derechos humanos no necesariamente está ligado a
los proyectos políticos de izquierda. De todos modos, su formulación
puede conllevar algo de contestatario, en tanto abre una crítica contra
una situación dada (cualquiera fuere, sin incluir allí forzosamente una
lectura de la sociedad en términos de luchas de clases: denuncia
cualquier tipo de discriminación, de injusticia). De acuerdo al contexto
en que se haga, levantar la voz contra el Estado como violador de
derechos humanos puede tener un sentido de profunda acusación, y por
tanto, de proyecto de transformación. En Latinoamérica, más aún en las
pasadas décadas cuando los Estados contrainsurgentes se constituyeron en
los peores violadores de derechos humanos, violadores del derecho
primero a la vida incluso, levantar la voz contra esas tropelías era
profundamente subversivo. En esas latitudes los poderes dominantes
criminalizaron los derechos humanos, y hoy no es infrecuente ver que se
los liga –interesadamente, por supuesto– a la idea de “defensa de los
delincuentes”, así como años atrás se los ligaba a “defensa de
guerrilleros subversivos”. Pero los derechos humanos no tienen
forzosamente el color de la izquierda.
Protestar,
o incluso demandar al Estado porque permitió, por ejemplo, la
construcción de un aeropuerto muy cerca de una ciudad dado que eso hace
molesta la vida cotidiana de sus habitantes por el ruido excesivo
(escenario posible en un país escandinavo, digamos), no conlleva ninguna
semilla de transformación social. Es, simplemente, una protesta
respecto a algo que atenta contra la calidad de vida. Como vemos,
entonces, el campo de los derechos humanos es tremendamente amplio y
puede dar para un enorme abanico de posibilidades.
Plantear
cambios profundos, o incluso plantear cualquier cambio, ha sido hasta
ahora una afrenta intolerable para los poderes constituidos, que son
siempre conservadores, en cualquier parte del mundo. Sin embargo hoy, en
esta fase de triunfo absoluto del capital, se da este fenómeno del
avance de un pensamiento que recoge la idea de derechos humanos; es
posible decir en voz alta todo aquello por lo que hace algunas décadas
se masacraban poblaciones completas. En ese sentido podríamos estar
tentados de considerar que ha habido un progreso cultural, político.
Tenemos el derecho a exigir respeto a la vida tanto como condiciones
dignas de vida; por tanto todos podemos expresar abiertamente tener
derecho a vivir en paz, a no ser discriminados por ningún motivo, a
expresar sin temor nuestra opción sexual o nuestra preferencia
religiosa. Cosas quizá impensable en el marco de la Guerra Fría, donde
una visión maniquea de la realidad no permitía estos matices,
importantísimos sin duda, y donde todo se reducía al modelo económico en
juego: o se estaba con un bloque ideológico o con el otro, lo demás no
contaba.
Pero insistamos con la idea: podemos
estar tentados de considerar que hay una sustantiva mejoría en la
condición humana. Hoy, en medio de una ya extendida cultura de derechos
humanos, no se podría linchar impunemente a una persona negra –como
pocas décadas atrás todavía hacía el Ku Klux Klan en el sur de Estados
Unidos–, y hasta, por el contrario, un afrodescendiente puede ocupar la
Casa Blanca; o nadie agrediría públicamente a un homosexual por su
condición de tal –al menos en Occidente– sin consecuencias. Aunque se
los siga explotando de manera inmisericorde, nadie se atrevería a
mencionar en público algo insultante contra los pueblos originarios del
continente americano, y en cualquier país de Latinoamérica ya no
sorprende que su presidente sea una mujer. No hay dudas que se ha dado
un paso adelante, por lo menos en lo declarado. Lo “políticamente
correcto”, siempre de la mano de la idea de derechos humanos, se ha
impuesto en forma universal.
Sin embargo –y
esto es lo que debe puntualizarse con preocupación– en nombre de los
derechos humanos (asimilándolos al discurso de la democracia) se pueden
esconder situaciones de la mayor injusticia. En su nombre se puede hacer
cualquier cosa. Sólo para ejemplificarlo con algo que ya hemos
olvidado, pero que sigue siendo una herida abierta: en Kosovo, en plena
Europa, hace apenas un años se masacró a población civil llegándose a
hablar con toda tranquilidad de “bombardeos humanitarios” (sic) en
nombre de los derechos humanos. O en su nombre, por ejemplo, se puede
llamar a la “resolución pacífica de conflictos” (un conflicto gremial,
digamos) allí donde en realidad no hay conflictos sino reivindicaciones
legítimas.
El discurso de los derechos humanos
es universal; pero por ello mismo es tan amplio que da lugar a todo. Es
el Estado quien debe, en principio, garantizar su cumplimiento. Pero si
las políticas impuestas por la globalización del capital van contra el
Estado: ¿a quién se lo exigimos entonces? Si se toma al pie de la letra
lo que los derechos humanos nos confieren como facultades para la
población, y se exige en consecuencia –aunque no sepamos claramente a
quién exigirle–, si se los pone en práctica, por fuerza se abren
confrontaciones: si todos tenemos derechos a una vida digna, sin dudas
alguien demasiado “afortunado” en la distribución de las riquezas tendrá
que renunciar a sus derechos a la propiedad; si todos tenemos derecho a
la paz, hay que terminar con la industria bélica y la hegemonía
militarista estadounidense (pero, ¿cómo lo hacemos?); si todos tenemos
derecho a un medio ambiente sano, ¿cómo cambiamos el modelo de
desarrollo insostenible en curso que inexorablemente nos lleva a una
catástrofe medioambiental global?, ¿a quién se le exige ese cambio?
Con
todo esto, en definitiva, queremos decir que en la forma en que se
concibe todo el campo de los derechos humanos existe el riesgo
(insistamos: existe el riesgo, lo cual no significa que ello pase
siempre) de quedarse en un discurso vacío, sin incidencia en la
realidad.
Mucho de las agendas de la izquierda
de hace un par décadas es asumido hoy como plataforma de los grandes
factores de poder, incluidos los derechos humanos. ¿No es, como mínimo,
llamativo este corrimiento?