La impunidad es ese fantasma que encontramos en el espejo cuando nos buscamos ahí como sociedad. Solemos maquillarlo, pero jamás desaparece.
I
La absolución del abuelo de Katya Miranda ha retorcido las entrañas de lo moral y lo justo en El Salvador. Asistimos a la noticia de la absolución de Carlos Miranda entre el pasmo y el absurdo. El hombre fue acusado de secuestrar a su nieta en 1999. Katya Miranda fue asesinada el 4 de abril de ese año, tenía 9 años, su cadáver apareció en la playa, había salido un día antes con su papá, murió en un rancho familiar, también había sido violada.
Katya Miranda pudo ser mi hermana, o la suya. Katya pudo ser su hija, o su nieta. Por eso la conmoción, por eso el pasmo y por eso la indignación mediática ante la absolución del abuelo; ya antes, en 2011 fueron exonerados otros implicados en su asesinato.
Katya es el símbolo de impunidad con el que entramos al siglo XXI, después de una guerra. Los niños salvadoreños habían estado muriendo en la guerra civil, en las guindas, en las masacres pero nadie imaginó que la apacible posguerra nos mostraría las fauces de la violencia normalizada: violar, matar a una niña, a una pariente.
Ese monstruo nos revolvió las entrañas y Katya, como símbolo, inspiró obras de arte, poesías, festivales, movilizaciones. Pero nada más. Fue símbolo, alegoría, pero su caso no fue resuelto con justicia.
II
Cuando a mediados de este año se destapó el escándalo del desvío de 10 millones de dólares donados por el gobierno de Taiwán durante la presidencia de Francisco Flores, saltó de nuevo el fantasma de la impunidad. Esto no se podía quedar así, debía haber un castigo ejemplarizante, es decir, procesarlo para que hubiera un precedente de justicia.
Pero el escándalo dura lo que dura la tránsito a la normalización.
Así que un día, en mis redes sociales, pregunté cuáles son los actos de impunidad en la Historia salvadoreña que recordamos. Cada generación tiene su acto de impunidad emblemático, por lo que me dediqué a elaborar una lista de 10 principales, con ayuda de los comentarios recibidos. El orden de la enumaración no está relacionada a su importancia, pero intenta seguir una noción cronológica.
La mayoría de personas que participó en este ejercicio de memoria coincidó en estos traumas históricos.
1. El magnicido de Manuel Enrique Araujo.
Presidente de El Salvador, asesinado en 1913 en el Parque Bolívar, ahora plaza Cívica. Metáfora del encuentro de la Modernidad con nuestra historia, fue asesinado por dos indígenas que no hablaban español y vestían occidentalmente (pantalón, sombrero, zapatos, corbata). Estos autores materiales fueron fusilados. Pero no se conocieron los autores intelectuales. El asesinato ha sido recogido en varios textos literarios y en 2013 en una jornada sobre el centenario del asesinato, ningún invitado, todos académicos, dijo si hay una investigación sobre el asesinato.
2. La matanza de 1932.
Las cifras de la masacre de indígenas y campesinos oscilan entre 10 mil y 30 mil, según diversas investigaciones. En algunos pueblos como Izalco o Nahuizlaco la vox populi señala aún lugares que fueron usados como fosas comunes, muchas.
3. El asesinato de las mujeres que se manifestaron en 1922 por el voto femenino.
La matanza fue realizada por el ejército de caballería; El Museo de la Palabra y la Imagen tiene fotografías relacionadas al tema.
4. La masacre de estudiantes universitarios el 31 de julio de 1975.
Símbolo de las matanzas estudiantes que cometió el Estado represivo en esa década.
5. El paradero del cadáver de Roque Dalton, asesinado por miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo el 10 de mayo de 1975.
Roque Dalton se convierte también en símbolo de los miles de mujeres, hombres y niños que fueron desaparecido forzosamente durante la guerra civil, y en sus albores, y de los que aún no se conoce paradero. Las organizaciones no gubernamentales como CoMadres o Asociación ProBúsqueda de niños y niñas buscan los paraderos de miles desaparecidos, ya sea la ubicación de su residencia actual en el caso de los vivos, o del de su cadáver u osamenta en el caso de los asesinados.
6. El asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, ejecutado el 24 de marzo de 1980 mientras consagraba la hostia en misa.
Su causa de canonización ha sido retomada por el Vaticano desde la llegada del Papa Bergoglio.
7. La masacre del Mozote, ejecutada por el Batallón Atlacatl del Ejército Nacional el 10 de diciembre de 1981 en Morazán.
A esta masacre se suman las demás reportadas por el Informe de la Comisión de la Verdad.
8. El asesinato de los jesuitas, el 16 de noviembre de 1989, durante la ofensiva "Hasta el tope".
Los seis sacerdotes jesuitas Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baro, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno y el salvadoreño Joaquín López, además de la cocinera Elba Julia Ramos y su hija de 15 años Celina Mariceth Ramos. El asesinato fue ejecutado por el ejército nacional en un ataque extremo de operación antiintelectual de parte del Estado.
9. Los fraudes cometidos desde el Estado o la empresa privada, ya sea Finsepro-Insepro, Anda, empresas privadas pertenecientes a Minsitros, como el caso de Maza, y otros más. El mensaje de la justicia salvadoreña es estructural: háganlo, no pasara mucho. Aquí se inscribe el inspirador de este conteo, Francisco Flores.
10. Su caso personal.
III
Esta lista de casos recurre a lo emblemático, puede crecer, y se suman otros como la destrucción del mural de catedral en diciembre de 2011, o la desaparición/destrucción del archivo de Tutela Legal del Arzobispado, o el robo de los fondos de búsqueda de Probúsqueda, en 2013.
Para englobar muchos actos impunes de la lista, la Ley de Amnistía, que ha permitido que muchos autores intelectuales o materiales de crímenes de la guerra civil puedan vivir en El Salvador sin ningún inconveniente legal o no puedan ser extraditados en caso de ser juzgados en el extranjero, o que no se abran los archivos de la Fuerza Armada.
Pero mi asombro fue que muchos de los casos de impunidad que quienes colaboraron recuerdan no fueron casos de interés nacional, como los mencionados, o de gran cobertura mediática. Muchos refirieron sus casos personales: Mi tío, mi hermano, mi hermana, mi mejor amigo...
Asesinados o desaparecidos desde 1970 hasta nuestros días, muchas de las personas que conozco, algunas con lazos estrechos de amistad y cariño, tienen un luto no resuelto, un luto que duele más cuando pasa por el filtro de la justicia salvadoreña, o sea que deriva en la impunidad.
La posguerra nos abrió un escenario más cruento, nos enfrentamos a un sistema judicial endeble y nos llevó al abismo del sobreseimiento.
Cuántos casos hay de desaparecidos y asesinados después de la firma de los Acuerdos de paz, en 1992, que son sobreseidos. Es decir, el sistema considera que no hay pruebas pertinentes, que los recursos del estado son nimios, y sobresee un caso, o sea lo archiva; y en el caso salvadoreño el archivo consolidad al olvido. Se olvidan. Fólderes de papel con esa palabra escrita, una palabra que pesa y hunde en el dolor y la incertidumbre a muchas familias.
La posguerra es un monstruo que se come el futuro de este país, más de siete asesinados diarios, desaparecidos diarios, muchachos y muchachas que salieron a la escuela y no llegaron, madres y padres que pensaban volver a la casa y no volvieron, otros asesinados en sus propias casas, muchos que aparecen en pedazos, otros que flotan en un río.
Esa es nuestra impunidad cotidiana.
La normalización de la violencia, la naturalización de la cifra: Hoy hubo 35 muertos, dicen los medios. Otros días titulan: Se negocia baja de asesinatos en tregua. Y así. Todos esos números son personas que dejaron de existir por obvias decisiones arbitrarias, y son sombras que acechan casas, que no se sientan más a la mesa, que no vuelven a reír en cotidianidad, que destrozaron los rumbos de las vidas de quienes los amaban.
Recordamos a nuestros asesinados o desparecidos pero no hemos logrado que la memoria se convierta en herramienta contra el olvido, contra el olvido y la desidia institucional. El sistema judicial nos da la espalda. Yo tengo 32 años y aún no sé, 23 años después, quién mató a mi padre. Mi historia no es única. El luto no resuelto es un asunto generacional.