La
emigración que es siempre un fenómeno de gran complejidad, adquiere
para Cuba una dimensión política inusual y perfiles kafkianos. Si bien
los que emigran desde la Isla disfrutan del privilegio de ser acogidos
sin reparos en Estados Unidos, también lo es que no pueden reintegrarse a
su país. La desmesura de uno y otro tratamiento no obedece a afectos
norteamericanos hacía los isleños ni al deseo de las autoridades cubanas
de sancionar a sus nacionales, sino a la naturaleza de un conflicto que
impone su propia dinámica.
Aunque no existen
cifras oficiales, los emigrados cubanos deben superar el millón de
personas (un 10 por ciento de la población). Suponiendo que la partida
de cada una de ellas impacte en otras cuatro, se trataría de un fenómeno
que involucra a alrededor de cinco millones, lo que es casi la mitad de
los habitantes. Ningún análisis de la problemática social y política
cubana y ninguna estrategia de desarrollo pueden ignorar tales
realidades. Seguramente el Congreso y la Conferencia del Partido,
adelantaran reflexiones.
Las preguntas
recurrentes son: cómo y cuándo tan complejo asunto se resolverá. Lo
curioso es que tales interrogantes ya han sido respondidas. Se trata de
normalizar las relaciones con las personas que han emigrado y aquellas
que realizan trámites para hacerlo, crear las bases jurídicas para ello y
realizarlo todo de modo soberano, transparente y ajustado a derecho.
En
1978, a menos de 20 años del triunfo revolucionario y del inicio de las
oleadas migratorias, en momentos de enorme tensión con Estados Unidos y
de auge de la contrarrevolución, cuando la emigración estaba altamente
politizada; con lucidez y determinación, Fidel Castro auspició y condujo
los primeros y todavía únicos diálogos con la emigración. Lo hizo de
modo abierto y transparente, con inclusividad y sin discriminaciones y
obtuvo resultados concretos. Entonces, no se necesitaron intermediarios y
no se tomó en cuenta para nada al gobierno de Estados Unidos ni a las
organizaciones contrarrevolucionarias de Miami y, en unos pocos días se
lograron más resultados que todos lo alcanzados en los 33 años
posteriores.
En aquellas jornadas, las
autoridades cubanas, a solas con los emigrados, sin curas ni
embajadores, reflexionaron acerca de la amnistía o el indulto de un
elevado número de prisioneros que fueron puestos en libertad y, sin
dilación avanzaron hacía medidas para la reunificación familiar, la
inmediata normalización de las visitas y de contactos académicos,
religiosos, culturales y de otro tipo. Entonces nadie podía esgrimir el
argumento de que tal cosa se hacía en busca de ventajas económicas.
Debido
a aquellos pasos y al compromiso personal de la alta dirección del
país, parecía que la normalización estaba al alcance de la mano cuando
en 1980 tuvo lugar el éxodo del Mariel, fenómeno que relanzó y politizó
de modo negativo la problemática migratoria en su conjunto. No obstante
en otra muestra de iniciativa e imaginación, las autoridades cubanas
maniobraron y en 1984; precisamente en el área más difícil, alcanzaron
el primer entendimiento sustantivo con los Estados Unidos: el Acuerdo
Migratorio de 1984.
Con los entendimientos de
los diálogos de 1978 y los acuerdos migratorios de 1984, pareció que la
normalización migratoria era posible. No ocurrió así debido a que en
marzo de 1985 salió al aire la llamada Radio Martí a lo cual Cuba
ripostó con la suspensión de la ejecución del acuerdo migratorio de 1984
y meses después, Reagan emitió una Orden Ejecutiva que suspendió la
emigración desde Cuba.
En 1994, en el contexto
de la crisis generada por la caída del socialismo, el incremento de las
salidas ilegales, así como del secuestro de naves y aeronaves, Cuba
decidió “despenalizar la emigración por medio propios” lo que provocó la
llamada “crisis de los balseros”, ante lo cual se efectuaron nuevas
conversaciones migratorias de las que surgió un acuerdo mediante el cual
la administración estadounidense se comprometió a descontinuar la
práctica de admisión automática de los cubanos y devolver a Cuba a todas
las personas detenidas en alta mar. De ahí surgieron luego los “pies
secos y mojados.”
Lo cierto es que la parte
más antigua de la emigración, comprometida con el anticastrismo y con
suficiente poder económico para presionar a las administraciones
norteamericanas es el mayor obstáculo que enfrentan los gobiernos de
Estados Unidos y Cuba para avanzar en sus relaciones y de alguna manera
es un factor que influye en los manejos internos del tema migratorio en
Cuba.
No sería sensato esperar a una solución
del diferendo con Estados Unidos para avanzar en la normalización de las
relaciones con la emigración y regularizar en Cuba los procedimientos
para emigrar; es a la inversa.
Tal vez para
avanzar en la solución del diferendo con Estados Unidos y sanear la
situación política nacional, el país deberá dar pasos resueltos respecto
a la emigración y tal como se hizo en 1978, aplicar iniciativas audaces
e imaginativas, concebir leyes que formen un marco jurídico apropiado,
integrar a los emigrados al país y diseñar políticas correctas.
Seguramente el Congreso encontrará los mejores caminos. Allá nos vemos.
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