Capítulo 1
Un macabro hallazgo
El hallazgo de un casquillo de una ametralladora AK-47 fue el principio de todo: el crimen de los tres diputados salvadoreños, y su conductor, lo habían cometido policías. La noticia de ese múltiple asesinato estremeció hasta los más inconmovibles por la lección de crueldad humana que se descubrió en una finca de las afueras de la ciudad de Guatemala.
El teléfono celular de Atila sonó dos o tres veces. Rodrigo Ávila Avilés, un ingeniero industrial quien con poco más de 40 años era ya un veterano policía y también jefe por segunda vez de la institución policial salvadoreña, miró su teléfono. La comunicación se originaba en Guatemala, donde la tierra se había tragado a cuatro salvadoreños, tres de ellos representaban a su país ante el Parlamento Centroamericano (parlacen).
Lunes 19 de febrero del 2007, 7:10 de la noche. Rodrigo Ávila respondió, apresuradamente. Ese coleccionista de gorras, insignias y emblemas de todas las policías del mundo reconoció la voz de Erwin Johann Sperisen Vernon, jefe de la Policía de Guatemala, un cuarentón como él, educado en Estados Unidos. Erwin Sperisen soltó sus primeras palabras como si lanzara cuidadosos dardos.
—Lo siento, mano. No sé cómo decírtelo. Realmente no sé cómo hacerlo... Pero tengo que informarte que apareció el carro en que viajaban los diputados de tu país. De verdad, mano, lo siento. El carro está incinerado y hay cuatro cuerpos quemados—, le dijo Sperisen a Ávila.
El jefe de la Policía de El Salvador miró, por los cristales de su oficina, la gigantesca embajada de Estados Unidos en San Salvador, localizada en el exclusivo barrio de Santa Elena. Cuando escuchó aquello, su rostro se tornó sombrío. Desde varias horas atrás estaba animado de un puntilloso, aunque muy lógico, deseo de saber algo de los diputados desaparecidos, pero esta noticia no era, precisamente, lo que quería escuchar.
El espigado y atlético jefe policial llevaba horas siguiendo los rastros de los tres diputados de su país ante el parlacen. La noticia que llegaba desde Guatemala colocaba a los legisladores en la antesala de la muerte. Hasta el más descreído sabía eso.
Los pasillos de las principales oficinas de seguridad del Gobierno de El Salvador estaban agitados. La desaparición de los legisladores había corrido como pólvora entre los responsables de la seguridad salvadoreña. Desde el presidente Elías Antonio Saca hasta los principales comisarios de la Policía, pasando por el canci-ller Francisco Laínez, estaban enterados de que los tres legisladores no acudieron a los encuentros personales que debieron sostener. Mucho menos llamaron, telefónicamente, a sus familiares para notificar su llegada a Guatemala. Eso empeoró la situación y alentó las suspicacias y las solicitudes de ayuda de sus familiares para localizarlos.
Los tres legisladores, y su conductor, viajaron, desde la mañana de ese 19 de febrero, en un Toyota Land Cruiser hasta ciudad de Guatemala. Se sabía que siguieron la ruta Panamericana que une los dos países y que cruzaron la frontera común. Pero, a las 7:10 de la noche de ese lunes, literalmente, nadie sabía de ellos.
Ninguno de los diputados se registró en el hotel Radisson como lo tenían planeado. Tampoco respondían sus teléfonos. Por eso es que, desde las 3 de la tarde, y ante una serie de solicitudes de las esposas de los parlamentarios, Ávila se comunica con Sperisen y le pide cooperación para tratar de localizarlos.
En altos círculos del Gobierno salvadoreño existía una alerta general. Desde mucho tiempo atrás, la carretera que une a los dos países se había convertido en el peor de los escenarios de asaltos, vejámenes y asesinatos de salvadoreños en tránsito. Por eso es que para localizar a los diputados ante el parlacen intervenían casi todos los miembros del gabinete de seguridad del Gobierno de Saca.
Cuando Ávila escuchó el breve informe de su colega guatemalteco, se le secó la garganta. Sabía la trascendencia del primer informe que le llegaba desde Guatemala sobre el destino de un vehículo Toyota Land Cruiser con placas salvadoreñas P 186-171, en el que viajaban Eduardo José d'Aubuisson Munguía, de casi 33 años, el hijo menor del fallecido mayor Roberto d'Aubuisson Arrieta, un militar anticomunista, principal figura y fundador del entonces partido oficial salvadoreño Alianza Republicana Nacionalista (arena). Eduardo d'Aubuisson no solo era amigo personal de Ávila. Su hermano, Roberto, diputado de arena ante la Asamblea Legislativa, era, desde mucho tiempo atrás, uno de sus mejores amigos.
En el vehículo también viajaba William Rizziery Pichinte, un productor de escobas y sombreros, nacido en la ciudad de Cojutepeque, localizada a 34 kilómetros al oeste de San Salvador, cuya fortuna había crecido rápidamente. Pichin- te había llevado una camioneta, matriculada a nombre de su esposa Carmen. Días antes, D'Aubuisson y Ramón González le habían pedido a él que los transportara hasta Guatemala porque pretendían acudir al inicio de las sesiones ordinarias del parlacen, cuya sede se encuentra en la capital.
El tercer parlamentario era José Ramón González Rivas, un ingeniero agrónomo, quien, por mucho tiempo, fue el hombre que administró al partido arena. El cuarto desaparecido era Gerardo Napoleón Ramírez Castellanos, el conductor y guardaespaldas, por muchos años, de Pichinte y su familia.
Todos ellos habían salido desde las 7 de la mañana de San Salvador. Pichinte, González y D'Aubuisson se reunieron en un restaurante, en el fronterizo departamento de Ahuachapán, con el resto de diputados salvadoreños ante el parlacen, todos ellos de diferentes agrupaciones políticas. Allí desayunaron y salieron en una caravana de cuatro vehículos. Lo extraño era que los compañeros de los diputados designados por arena no llegaron a su destino. Las habitaciones del hotel de D'Aubuisson, Pichinte y González estaban vacías cuando Sperisen dio la primera explicación de que eso sucediese.
La travesía de los diputados fue antecedida por una solicitud formal ante las autoridades guatemaltecas para que policías escoltaran la caravana de vehículos, debido a la inseguridad en las carreteras de ese país. William Pichinte había recolectado información entre sus compañeros para hacer la solicitud y contribuir con el trámite. Esa fue la primera vez que se hizo una petición de esa naturaleza, pero la llamada telefónica de Sperisen a Ávila presagiaba que algo había realmente salido mal.
Por eso es que cuando Rodrigo Ávila escuchó al jefe de la Policía guatemalteca hablar de un vehículo quemado y cuatro cadáveres calcinados lo único que atinó a decir fue: «¡A la puta!». Luego, nerviosamente, le preguntó a Sperisen: «¿Los cuerpos son de los diputados?»
Sperisen guardó unos segundos de silencio y, casi arrastrando las palabras, respondió: «No sé si los cuerpos quemados son los de los diputados. De lo que sí estoy seguro es que mis hombres me informan que el vehículo es el mismo que buscábamos. Las placas lo confirman. Eso es lo que dicen mis hombres que están en el lugar».
Sperisen le describió a Ávila el sitio del hallazgo. Relató que los bomberos fue-ron los primeros en llegar a un solitario recodo a unos 4 kilómetros de la carretera hacia El Salvador, a la altura del kilómetro 36. El vehículo todavía humeaba.
Al escuchar todo, Ávila le dijo a Sperisen que, tan pronto como pudiera, se marcharía para Guatemala y que le avisaría cuando estuviese en la capital, situada a 230 kilómetros al norte de San Salvador.
Cuando acabó la comunicación telefónica, Ávila, quien se encontraba en su despacho rodeado de algunos de sus principales colaboradores, llamó al ministro salvadoreño de Gobernación, René Figueroa, y le transmitió la mala noticia que había recibido de Guatemala. «¡Dios mío!», fue la respuesta de Figueroa, mientras trataba de digerir aquel informe sobre el vehículo quemado. El ministro ya conocía las primeras alertas sobre la desaparición.
La noticia sobre el hallazgo corrió rápidamente. Pronto la supo el presidente salvadoreño, Elías Antonio Saca, quien ordenó que Ávila viajara a Guatemala en el helicóptero presidencial, una moderna aeronave con la capacidad para volar de noche y aterrizar en lugares insospechados.
Después de un cruce de varias llamadas telefónicas, Ávila alistó el equipo humano que lo acompañaría. Pidió a algunos jefes policiales que viajaran con él. Eso sí: solicitó a su secretaria que convocara a un médico forense. Después de escuchar a Sperisen, pensó lo peor. No podía hacer otra cosa que convocar a un experto en necropsias.
Mientras se preparaba el viaje, radioemisoras y televisoras salvadoreñas comenzaron a resbalar las primeras informaciones que se recibían. Entonces, la desaparición de los diputados ya no fue más un secreto oficial.
Que los tres diputados salvadoreños viajaran, ese 19 de febrero del 2007, en el mismo vehículo Toyota Land Cruiser color beige hacia Guatemala fue una verdadera casualidad.
Eduardo d'Aubuisson tenía su viejo Ford 4×4 en el taller mecánico. Por eso llamó a William Pichinte para pedirle que le permitiera viajar con él. Ramón González, que siempre andaba de buen humor, también poseía sus propias motivaciones: una de sus hijas estaba a punto de dar a luz y por eso decidió dejar su vehículo en San Salvador. González quería que fuese ocupado por su esposa para trasladar a su hija hacia el hospital ante una emergencia anunciada.
Guatemala no era un país ajeno para D'Aubuisson. Su padre vivió varios años en ese país, huyendo de sus enemigos políticos. Desde ahí planeaba sus mayo-res conspiraciones anticomunistas y luchas contra Gobiernos estatistas que no eran de su agrado. Fue en Guatemala donde nació el partido arena. Además, Eduardo d'Aubuisson era un administrador de empresas graduado en la afamada Universidad Francisco Marroquín. Quizá por eso es que, dos días antes de viajar a Guatemala, analizaba con su hermano Roberto la posibilidad de establecer una empresa importadora de vehículos usados como una manera de fortalecer la economía familiar.
D'Aubuisson sufrió, muy joven, un accidente automovilístico que le dejó una cojera permanente tras soportar, después, 37 operaciones quirúrgicas. Eso no lo inhibió. Mucho menos lo acomplejó. Era un joven extrovertido y siempre estaba de buen semblante. Muy pronto sacó su mejor talento político hasta llegar a presidir a la Juventud de arena.
Ramón González también mostraba una larga trayectoria en el partido que había colocado ya a cuatro presidentes de la República. A sus 53 años era para arena uno de sus hombres claves. Sobre todo porque manejaba las finanzas internas. Aunque rehuía las apariciones públicas, todos sabían que Monchito era uno de los personeros más respetados por todos los presidentes y dirigentes que habían pasado por la agrupación de derecha más importante de El Salvador.
William Pichinte poseía una fábrica de escobas y sombreros en El Salvador. También quería montar un negocio similar en Guatemala, donde tenía varios amigos empresarios y otras viejas amistades. En los últimos años la buena fortuna se la acercó a Pichinte. Sus negocios caminaban bien, al igual que su trabajo político, aunque no era un hombre de confianza del presidente Saca en el 2007.
Pichinte la noche anterior de hacer el viaje hacia la ciudad de Guatemala pidió sin sobresaltos a Gerardo, su conductor, que llenara de combustible el tanque del vehículo porque saldrían muy temprano de Cojutepeque.
Por todo eso es que, cuando el helicóptero presidencial salvadoreño levantó vuelo desde el helipuerto de la Casa de Gobierno, poco después de la 9 de la noche, muchos esperaban que pronto llegaran informes sobre lo que, realmente, sucedía en las afueras de ciudad de Guatemala.
Los más angustiados eran los familiares de los diputados, porque varios medios de comunicación manejaban, públicamente, la tesis de desaparición de los legisladores centroamericanos. Rompiendo fuegos, algunos periodistas hasta relataban detalles de la aparición del vehículo humeante con cuatro cuerpos calcinados. La sociedad salvadoreña comenzaba a mostrarse horrorizada. En la Casa de Gobierno salvadoreña las circunstancias llevaban los sentimientos al ritmo de los miedos.
En la aeronave presidencial, adecuada con 12 plazas para pasajeros, viajaron, además de Ávila, el secretario de Comunicaciones, Julio Rank; José Luis Tobar Prieto (Toto), el segundo al mando de la Policía salvadoreña; Jorge Giammattei, asistente de Ávila; varios investigadores; un médico forense y el diputado salvadoreño Roberto d'Aubuisson, hermano de Eduardo, a quien alguien le dijo, poco antes de subir al helicóptero: «Tené huevos, hermano».
Antes de sentarse en aquella aeronave, Ávila se aseguró de que una de sus armas estuviese debajo de la pretina del pantalón. No solo él viajaba armado. La verdad es que la orden suya fue colocar, dentro del helicóptero presidencial, un verdadero arsenal que incluía ametralladoras, pistolas y mucha munición.
Poco tiempo después, el helicóptero presidencial salvadoreño descendía en el aeropuerto militar de La Aurora, donde el ministro de Gobernación de Guatemala, Carlos Roberto Vielmann Montes, y el jefe de la Policía, Erwin Sperisen, esperaban a los salvadoreños para llevarlos al sitio donde apareció el vehículo en el que viajaban los diputados. El número de placa de la camioneta era la mayor delación y adelanto de que un hecho grave había sucedido ahí.
Casi de inmediato todos ellos, salvadoreños y guatemaltecos, abandonaron el aeropuerto y llegaron a un terreno baldío de la finca La Concha, en el municipio de Villa Canales, a la altura del kilómetro 36 de la carretera que conduce de Guatemala a El Salvador.
Cuando los salvadoreños llegaron ahí, la escena era dantesca, monstruosa. Sobre todo cuando se miraban los cuerpos calcinados. Dos de las víctimas se encontraban cerca del vehículo. Otros dos se encontraban dentro, aunque no estaban totalmente quemados.
El lugar estaba repleto de periodistas y autoridades que levantaban, con la ayuda de luces especiales, los indicios más importantes de todo lo que había acontecido en ese lugar. Los funcionarios salvadoreños debieron hacer esfuerzos para no mostrar el horror que les causaba todo aquello. El diputado Roberto d'Aubuisson prefirió quedarse atrás, lejos de las miradas de los periodistas que caminaban por el lugar a trompicones. Aunque casi todos esperaban el desenlace de los resultados de los médicos forenses sobre las identidades de los muertos, los susurros eran de espanto. Había una fuerte excitación en el lugar, aunque en Guatemala la violencia vuelve habitual lo inverosímil.
Los asesinos escogieron el sitio perfecto para eliminar a las cuatro personas. La vivienda más cercana está a un kilómetro. Se trata de una calle desolada que está rodeada por cafetales. Distantes se miran algunos pastizales y se observa, a los lejos, los vehículos que recorren la carretera Panamericana en Guatemala. Lo más cercano es la aldea El Jocotillo que está localizada a varios cientos de metros.
Cuando médicos forenses guatemaltecos, peritos en la escena del crimen, especialistas en explosivos e incendios, químico-biólogos del Ministerio Público de Guatemala y otros trataban de hacer su trabajo, Rodrigo Ávila, el jefe de la Policía salvadoreña, caminó, cuidadosamente, por el lugar. Sabía que no podía intervenir en el lugar por problemas técnicos forenses. Además, aquella no era su jurisdicción. Pero es un hombre que sabe interpretar la escena del crimen.
En medio de la nube de especialistas y periodistas, Rodrigo Ávila miró un casquillo de bala. Como pudo se agachó sin provocar sospechas, tomó aquella vainilla y la introdujo en su bolsillo, discretamente. Poco después aparecerían ocho vainillas más.
Era un casquillo de bala calibre 7.62 que se utilizan en los fusiles AK-47, Kaláshnikov. Ávila se apartó un poco del lugar y con una lámpara examinó, cuida-dosamente, las características de la vainilla.
Lo que miró en ella llamó su atención. Ávila sabía que, tres meses antes, la Policía guatemalteca había comprado armas y municiones soviéticas. También recordó que, varias semanas atrás, el subjefe de la Policía guatemalteca, Javier Estanislao Figueroa Díaz, le había regalado una caja pequeña de municiones para AK-47, durante un encuentro que sostuvieron ambos.
Esa pequeña caja la guardaba Ávila en su casa. Entonces se escabulló, tomó el teléfono celular, procuró que nadie lo escuchara y llamó a Celina, su esposa, a San Salvador, y le dijo que por favor buscara en un clóset una caja de balas, color café, que le había obsequiado Figueroa. Ávila estaba ansioso. La mujer le respondía que no encontraba la caja de balas. Él la apuraba y también guiaba desde el teléfono.
Cuando Celina le dijo que ya le tenía consigo, entonces Ávila le dijo que sacara una bala y le leyera la leyenda impresa en la base.
—WRS 98 y al otro lado se imprimió Wolf—, le mencionó Celina.
—Gracias, después te explico—, le respondió Rodrigo y cortó la llamada telefónica. «¡Bingo!», dijo. Sabía que el hallazgo era la primera gran pieza para descifrar el enorme rompecabezas.
Ávila siguió hurgando en el terreno. También trataba de examinar que los médicos forenses guatemaltecos hicieran bien su trabajo. Poco después, José Luis Tobar, el subjefe de la Policía salvadoreña, se le acercó y le dijo: «Jefe, yo creo que son policías quienes los mataron».
—Yo también y después te diré por qué– replicó Ávila, mientras se frotaba el bolsillo para cerciorarse que la vainilla de la bala siguiera ahí.