
Entrevista a uno de los históricos comandantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), recientemente fallecido
Santiago Zavala - ContraPunto
Si fuera hermano de la religión esa tarde de septiembre de 2013 habría jurado que la visita de ese gigante bueno con apariencia de veterano budista era providencial. Que Santos Lino Ramírez olió la reprimenda editorial que me había ganado un par de días atrás y estaba dispuesto –casi a empellones- a contarme su historia de corajudo que un día decidió rebelarse contra policías, guardias, militares y, sobre todo, contra esa poderosa bestia que desayuna zumo del sudor de los pobres y enciende puros con billetes de 100 dólares.
Conocido en la Guerra Civil como Comandante César, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) –una de las cinco organizaciones que dio vida al FMLN- Santos me contó aquella tarde de septiembre de 2013 que nunca logró acostumbrarse a la norma que le obligaba a sobrevivir con las miserias que caían de la mesa de Joaquín Palomo, el dueño de la Hacienda California donde él y su familia trabajaban en las cortas de algodón. La vida en Tres Calles (San Agustín, Usulután) era así: se debía ser esclavo de un terrateniente que golpeaba mucho y pagaba poco a sus jornaleros que vivían el infierno de los mosquitos y los venenos de la siembra.
La temporada de corta de algodón duraba cinco meses; en ese tiempo los recolectores debían guardar dinero y provisiones para sobrevivir los siete meses restantes del año. Frijol, arroz, maíz, y medicamentos para las enfermedades que llegaban con el invierno eran los productos primordiales que debían estar en la canasta de los campesinos salvadoreños de la segunda mitad del siglo pasado. Cada recolector ganaba 1.25 ($0.15) colones por cada quintal de algodón que llevaba al encargado de la finca. Si pesaba más de 100 libras el administrador siempre pagaba poco: estafaba al trabajador para quedar bien con el patrón.
En aquella entrevista de más de cinco horas el excomandante guerrillero recordó que junto a su familia acumulaban hasta 20 colones cada quincena. Era un trabajo titánico que empezaba a las 3 de la mañana cuando caminaban desde Tres Calles hasta la finca algodonera donde los esperaban con un desayuno de sultán: un poquito de frijoles con una tortilla. Cinco minutos más tarde los agrupaban en cuadrillas de 30 trabajadores –unas 20- y durante tooodo el día sudaban el bocado que el patrón les había convidado.
La rutina anual a veces era modificada por los mismos jornaleros que decidían dormir en el suelo de la finca –los más afortunados tenían una hamaca- para quitarse de encima los seis kilómetros de recorrido; el camino ganado, sin embargo, era descontado con creces por los mosquitos que infectaban el paludismo a los empleados o los envenenamientos que provocaban los químicos usados para matar los gusanos que pudren el algodón. Sus hermanos Fredy y Raúl fueron dos víctimas de las desgracias que las cabañas encerraban.
- Gastábamos más en curarnos que el pago que nos daban. Le pasaba a la mayoría de familias- dice Santos Linos en tono melancólico mientras bebé el café acidito y cruza la pierna.
Huyó de ese infierno a los 14 años gracias a que su hermano mayor le consiguió empleo en una farmacia en San Vicente, donde aprendió a preparar pomadas mágicas como la penicilina, o la bella donna; aguas estrambóticas como la menta, siete espíritus, aguas floridas y además era el encargado de la bodega. Del jornal con sueldo de hambre pasó a ser asalariado en condiciones un poquito diferentes en aquellos años vividos en blanco y negro.
Después fue a trabajar a un almacén como vendedor de ropa. Ganaba 70 colones al mes por lo que empezó a estudiar en la escuela nocturna; sin embargo, su hermano mayor le propuso postular como policía donde iba a ganar el doble.
-Tengo un amigo que te puede ayudar a entrar-, recuerda Santos que le dijo su hermano. Y así fue: mientras los rebeldes jóvenes franceses montaban en un altar a Jean Paul Sartre y a Albert Camus, buscaban bajo el pavimento de París la arena de la playa y empujaban la revolución sin balas, cours, camarade, regardez le vieux monde est derriere toi, Santos llegó a la Policía Nacional a pasar un examen cruel: correr durante varias horas una cancha de fútbol hasta que cerebro, piernas o estómago le reventaran. De 200 aspirantes solo aprobaron 80; el resto se desmayaban, vomitaban o cayeron rendidos en las botas de los generales.

Los primeros seis meses de 1968 aprendió a capturar delincuentes, defensa personal y fue enviado por su estatura y porte colosal aCheleCsar la división antimotines de la PN cuya principal misión era reprimir a punta de garrote las manifestaciones de los sindicalistas y de los que estaban hartos del garrote y la zanahoria.
-Pero no pude hacerlo, mi conciencia no me daba para eso- recuerda Santos con la taza de café medio vacía y el ruido de los pasos en las gradas que madera que están sobre él. Y es que el avasallante descontento social que presenció en las avenidas de San Salvador le traía como jalado de los cabellos la memoria de los años de cruel sufrimiento en la corta de algodón y las primeras patadas de caballo que soportó de la Guardia Civil en Usulután.
Cuando se graduó lo designaron a una delegación en Santa Ana. Pero estuvo poco tiempo: con sendas medallas ganadas en campeonatos de tiro, su experticia como francotirador, avezado en la defensa personal, su bravura y extraño deseo de luchar fue uno de los pocos policías escogidos para “reventar” en la guerra de las 100 horas contra Honduras. Fue bajo el mandato del terrible Mario Gutiérrez, conocido como Pechada, que marchó a integrar una línea de fuego sobre la rivera del Río Goascorán; en pocas palabras, él y sus compañeros eran carne de cañón para que a los soldados hondureños les entrara, al verlos, apetencias asesinas. ¿Iban a ser presa fácil de los fusiles enemigos? Seguramente no, pero en palabras llanas su misión distraer mientras los chafarotes salvadoreños entraban a Tegucigalpa para matar sin piedad en nombre de Francisco Morazán.
-Nos formó y nos dijo: “los escogimos porque son los más cabrones, los más perros, no tienen asco para matar”-, dice Santos con el rostro más cansado después de tremenda narración. El 14 de julio cerca de las 6 de la tarde la guerra estalló con estampidas de salvadoreñas que huían de la Mancha Brava y que en sus bocas traían horribles cuentos: violaron sus hijas, mataron a sus hijos, les robaron dinero, tierras, pertenencias, los sacaron casi desnudos amenazándolos con machetes. –Nunca había sentido tantas ganar de matar como esa noche-, concluye con la furia contenida.
Esa noche Santos Lino y su escuadra estrenaron fusiles G3, obuses 105 y 120 gracias al patrocinio del sempiterno financista de guerras en cada rincón de todo el mundo: Estados Unidos de Norteamérica. La batalla fue fugaz: las tropas salvadoreñas invadieron Honduras, tomaron posiciones pero por intervención de la OEA la guerra terminó.
El retorno a la cotidianidad llegó con un castigo: en el frente el temible Pechada insultó y golpeó a Santos porque lo creía dormido, pero el policía le respondió con una puteada, lo intimidó y lo amenazó: “¿Qué le pasa hijo de la gran puta? Otra vez que vuelva a hacerlo no respondo”. Lo había hecho recular hasta la comandancia –cuando terminó la guerra reportó en el Estado Mayor que lo había intentado matar-, me dice con gesto de “¿¡se imagina a semejante cobarde!?” En tiempos comunes el castigo a la rebelión era el fusilamiento pero los militares salvadoreños estaban contentos porque se sentían victoriosos así que lo indultaron.
En 1972 Napoleón Duarte ganó las elecciones con la mesa limpia. Arturo Armando Molina estrujó el triunfo de la oposición aglutinada en la Unión Nacional Opositora (UNO) y con el fraude llegó al poder. Grandes movilizaciones sociales salieron a la calle y desde los partidos perdedores trató de fraguarse un intento de golpe de estado que terminó con el líder democristiano en el exilio y la represión de los que protestaban.
Policías, militares y guardias nacionales estaban atentos al toque de queda decretado por el gobierno. Santos Lino y 30 más salieron a custodiar la calle que conduce a Metapán con la orden literal de disparar a todo lo que se mueva en la noche. El resto de cuerpos de seguridad ya se habían adelantado: en el horizonte escucharon unos disparos y los gritos de quienes sospechaban eran campesinos que, por lo común, no tenían ni la más mínima idea de la restricción ambulatoria. Unas cuantas horas más tarde un grupo de civiles caminaba cerca de los agentes, el jefe ordenó disparar, pero el que iba a convertirse en el comandante César lo cuestionó: ¿Y por qué no dispara usted? Esa noche nadie de ese grupo disparó porque unos no tuvieron valor, mientras otros temieron pecar contra inocentes.
Al regresar a la delegación se toparon con una nueva orden: había que golpear y escupir a un fulano que habían detenido por ser opositor al gobierno. Hacen fila: unos lo patean, otros lo escupen, otros prefieren darle puñetazos hasta que llegar el turno de Santos que tajante dijo al jefe policial: “No lo voy a hacer”. El siguiente era el inspector Rodolfo Vega que tampoco quiso hacerlo.
-Me tenían como rebelde y hasta peligroso-, señala Lino hasta que en 1973 lo despidieron de la Policía no sin antes darles guerra: después de un patrullaje el jefe le pidió entregar las armas, pero él preguntó por qué tenía que hacerlo y qué falta había cometido, pero nadie supo explicarle el motivo. Como nadie le aclaró lo que pasaba se sublevó durante tres días hasta que llegó el director general de la PN.
Fuera de la PN Lino obtuvo empleo en la fábrica Cueros Artificiales S.A., en Soyapango. Ganaba 2 colones por las ocho horas laborales. Una quincena después de llegar se hizo amigo de Víctor Mendoza, sindicalista que después lo llevó a las filas del ERP.
Eran casi las 4 de la tarde y Lino ya había recibido más de cinco llamadas. Me dijo que debía marcharse pero que íbamos a volvernos a encontrar para conversar sobre el siguiente capítulo de la historia. Le llamé varias veces, insistí hasta que me explicó que había desmejorado de salud. Pasaron los meses y la plática pendiente siguió en el congelador. Hace dos meses me enteré que el cáncer logró lo que no pudieron militares, guardias ni policías: vencerlo.
Fotos tomadas de: Asociación de Veteranos Rafael Arce Zablah