Luis Armando González (*)
SAN SALVADOR-En situaciones sociales críticas sale a relucir el tema de los valores. Y es que sobran quienes ven en las crisis sociales un problema de valores, tomando a estos últimos como causantes de las primeras. Quizás lo razonable sea entender las cosas de manera opuesta; es decir, ver la crisis en los valores como resultado de problemas sociales graves e irresueltos. Lo que sucede es que hay una dinámica circular en virtud de la cual la crisis en los valores termina repercutiendo en la crisis social, agudizando sus expresiones más perniciosas.
Es por ello que tiene sentido preocuparse por unos nuevos valores que reemplacen los (anti) valores vigentes, nacidos al calor de un pronunciado proceso de deterioro social sobre el cual repercuten. Ahora bien, no es realista esperar que unos nuevos valores se implanten, en lugar de los (anti) valores vigentes, sin esfuerzo. En parte, los esfuerzos por la difusión y arraigo de nuevos valores han fracasado porque no se toma en cuenta lo firmes que son, en la conciencia y los hábitos personales y grupales, los (anti) valores predominantes.
Así pues, lo que se impone es una tarea de barrido –de erradicación, de limpieza— de esos (anti) valores. La crítica radical de los mismos es la mejor herramienta para ello. ¿Cuáles son los (anti) valores predominantes en El Salvador que tienen que ser erradicados?
Antes de destacar esos (anti) valores se tiene que decir que todos ellos fueron expresamente fomentados en décadas anteriores desde esferas estatales, mediáticas y empresariales. Es decir, no surgieron por generación espontánea, sino que se los promovió y proclamó como los valores por excelencia, como los orientadores de la conducta deseable. Por la contra, no asumir esos (anti) valores y las conductas derivadas de ellos fue visto como algo negativo, como algo que estaba en contra de lo aprobado socialmente.
Uno de esos (anti) valores es el del “tener” como sinónimo de “ser”. Es un (anti) valor fuertemente arraigado en la cultura salvadoreña, pero que en el marco de la reforma neoliberal de los años 90 fue llevado a extremos sin precedentes. Tener dinero, tener propiedades, tener vehículos… Esto se fomentó hasta el hartazgo. Se asoció ese tener con el ser más persona, con la idea de que quienes poseían bienes caros, lujosos o exquisitos eran “superiores” a quienes no tenían nada o tenían bienes menos caros o menos lujosos.
Lo anterior se complementó, en segundo lugar, con la creencia de que quienes poseían lo más caro o exquisito eran, además de superiores, exitosos y triunfadores. En el lado contrario, estaban los perdedores y fracasados. A todo el mundo se le enseñó que no había nada peor para alguien que ser –además de saberse y sentirse— perdedor y fracasado. La prueba fehaciente de estar en este bando era no poseer los bienes que simbolizaban, precisamente, el éxito en la vida, comenzando claro está con el dinero suficiente.
En tercer lugar, gracias a un trabajo publicitario masivo, se alentó la creencia –junto con los hábitos correspondientes— de que el éxito no sólo era algo valioso en sí mismo, sino que era “bueno” y loable conseguirlo a cualquier precio. Más aún, se fomentó la idea de que el éxito alcanzado por el camino más corto –es decir, el éxito fácil— era algo que en verdad merecía los mejores elogios.
Nadie simbolizó este ascenso veloz al éxito como los futbolistas que se convirtieron en estrellas de la noche a la mañana. De pronto, jugadores latinoamericanos salidos de barrios populares nadaron en dinero. Este ejemplo –junto con el de artistas— cundió como un estilo de vida envidiable.
En El Salvador, la vocación por el éxito fácil se masificó impresionantemente. Desde los años ochenta, aparecieron en escena individuos y grupos que se fueron enriqueciendo siguiendo el camino más corto, moviéndose entre las fronteras de lo legal y lo ilegal. Eso fue celebrado y fomentado desde ámbitos estatales, mediáticos y empresariales que aplaudieron la emergencia de los “nuevos ricos”. Todo el mundo quiso pertenecer a este círculo. Los pobres envidiaron a los nuevos ricos y querían ser como ellos. No hubo mejor caldo de cultivo que ese para la proliferación del crimen, que se convirtió en el camino más corto para el éxito fácil.
Con la fiebre del éxito fácil y la pasión por el poseer bienes suntuosos, se impuso la idea de que todo estaba sujeto a la compra-venta. Desde las bienes materiales hasta los espirituales. La educación no escapó a esta regla de oro mercantilista. Obviamente, compran los que pueden; y los que tienen más dinero compran lo mejor y lo ostentan. Así, asistir a instituciones educativas caras fue también signo de éxito y superioridad.
Por último, no se trató sólo de tener éxito, sino de ostentarlo. En los últimos veinte años, la ostentación ha sido la mejor seña de identidad de quienes pertenecen a la clase de los triunfadores. Residencias esplendorosas, gigantes, lujosas y equipadas con la mejor tecnología; vehículos de la mejor categoría, todoterreno y deportivos; turismo a lugares exquisitos, en la costa o la montaña; implementos personales –ropa, relojes, pulseras, perfumes— de marcas prestigiosas y caras…. Todo esto para ser mostrado a los demás como ejemplo de lo que se puede tener cuando se ha alcanzado el éxito. Todo esto para ser mostrado a los demás como muestra de lo lejos que se encuentran quienes lo tienen de las personas comunes y corrientes.
En fin, se trató de creencias, hábitos y patrones de conducta realmente bochornosos y bajos. Se trata de una verdadera lacra cultural y social. Pero se arraigaron en la cultura salvadoreña. Se convirtieron en parte del humus cultural de nuestra sociedad.
Son (anti) valores que deben ser erradicados y suplantados por otros como la solidaridad, el respeto a la dignidad humana, la preocupación por los más débiles, la decencia pública y privada, la equidad, la vergüenza ante la miseria ajena, conmoverse por el sufrimiento de los otros… No es tarea fácil la erradicación de los (anti) valores vigentes aún ahora en nuestra sociedad. Pero es una tarea impostergable. Una tarea en la cual el sistema educativo debe jugar un papel activo, crítico y vigilante.