
Nechi Dorado (Desde Buenos Aires, Argentina. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
El
pueblo era tranquilo hasta la noche en que la fatalidad comenzara a
descargar su furia sobre el caserío pobre. Esa mayoría siempre
silenciada, naturalizada, que se convierte en la imagen de lo sucio,
despreciable, vergonzante para el ideario colectivo en cualquier
sociedad pseudo civilizada.
Cuando estalló la
absurda Guerra Civil, la abuela Digna, tuvo la posibilidad de salir del
país buscando un horizonte inexistente. Partía rumbo al lugar donde los
sueños prometían hacerse realidad y la mentira tenía instalada su corte
palaciega.
Expulsados de su tierra, salieron
con ella en una barcaza herrumbrada su hija Bernarda y dos nietos,
Toñito y José, ambos hijos de su otra hija asesinada cuando el odio se
compara a clavos enmohecidos en la columna vertebral del olvido,
perforando desde el corazón hasta los talones. Salieron como crudos
sobrevivientes del espanto huyendo hacia lo que sería la nada.
En
la crianza de los niños, Bernarda, hacía mucho tiempo que cumplía dos
roles, madre-abuela, tumba humana del dolor entremezclado con mil por
qué sin respuesta. Esa tarea cayó sobre su humanidad el día que
violaron, para seguidamente asesinar a su hija, María de la Cruz,
abriéndole el vientre para arrojar a los perros esa figura amorfa que
latía en su seno casi adolescente, cuando un escuadrón de la muerte
dispuesto a implantar el orden a punta de bayoneta entró al pueblo
desatando la masacre. Orden que ordenaba ser ordenados, ordenándose
ordenadamente y asumiendo como algo natural el despojo, el asalto contra
la dignidad y la justicia que se dibuja asequible para todos.
La
diáspora se produjo una noche, luego que tres de los hijos de Digna
rumbearan al monte, desordenando el dogma establecido, mientras otros
dos ordenadamente se enrolaran en las filas militares. Ninguno pensó que
les tocaría matarse entre ellos, el hambre tiene la facultad de enredar
las raíces de la razón enterrándolas bajo la misma tierra que los viera
nacer, ignorando el mandato de las venas que comparten sangre.
La
desmembrada familia, cargó sólo con los recuerdos. Lejos de la patria,
Digna, continuó con la crianza de los niños en condiciones de extrema
pobreza, con la muerte pisándoles los talones pero de otra manera, sin
bayonetas, sin gritos amedrentadores. El sicario, allí, era el abandono
más cruel que justificaba su accionar dando lugar al pensamiento
indicativo que el asesino era el pasado y sus secuelas.
Toñito
creció lleno de resentimientos. Él fue quien vio cuando asesinaron a su
madre y vio ese pedacito de carne volando hasta caer en las fauces de
la manada. Y vio a María de la Cruz, madre, tendida en el polvo de la
calle, con sus ojos de noche con forma de almendra mirando hacia la
nada. Y vio a su abuela pegadita a ellos y vio el rostro del odio y vio a
los monstruos riendo, disputándose el trofeo yaciente en el piso, boca
arriba. Vio el adiós para siempre, no deseado.
No
escuchó más a su madre recitando a Roque Dalton “siempre vieron al
pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/ fracturado/
tumefacto/ asfixiado/ violado…” Nunca olvidó esa estampa del horror,
así como tampoco el paso de los años borrara de su recuerdo los rostros
de esas bestias. Toñito se convirtió en un muchacho difícil. Las
noticias que recibían desde la patria numeraban nuevos muertos, causando
el dolor de los otros asilados por las mismas circunstancias.
Así
crecieron esos niños entre lágrimas, odio, dolor. Confundidos al punto
de no saber cuál era la alquimia de los sentimientos que pujaban
desgarrando el seno de las familias expulsadas.
Una
noche, un auto policial se detuvo frente a la puerta de la humilde casa
de la familia desmembrada. Digna daba vueltas en su cama, algo la
inquietaba sin saber a qué se debía su sobresalto.
Cuando sintió los golpes sobre la puerta, se abalanzó hacia allí. Una voz inquirió – Buscamos a los padres de Toño Funes.
-Fueron
asesinados, señor, soy su abuela ¿ocurrió algo con él?, respondió la
mujer en medio de un temblor helado por la premonición que susurraba que
algo feo había sucedido nuevamente.
-Debe acompañarnos, ordenó el ordenado.
Al
llegar al sitio donde estaba detenido Toño, el muchacho miró a su
abuela antes de dirigir su mirada hacia el piso sucio del calabozo,
tragándose una lágrima. Resaltaban en su piel morena los tatuajes que
cubrían casi todo su cuerpo, cono si cifraran una historia. Uno de ellos
estaba compuesto por cinco letras que resumían todo el dolor del
muchacho: Madre.
Compartían espacio en ese
cuerpo esmirriado, números, símbolos, figuras contradictorias donde
coincidía un ángel con las alas rotas y un demonio sonriendo dejando al
descubierto sus colmillos. Debajo del primero se leía “hermano”.
Digna
intuía que algo estaba diciendo sin voz, su muchachito adorado, rebelde
como fuera su padre, con los ojos aindiados de su madre. Verlo la
retrotraía a la visión de su hija partida en dos en el mismo pueblo que
la viera nacer.
-Mire señora, su nieto
pertenece a una pandilla donde son todos escoria, basura, faltó que
alguien pusiera orden en su vida, gritaba un oficial mientras miraba con
asco la negritud de esa abuela con raíces indígenas y el dolor
instalado en sus ojos tristes de tanto llorar ausencias definitivas.
-Supiera
usted, señor, el dolor que carga mi muchacho y sin dudas todos ellos a
los que llama escorias. Supiera que ser indígena no es humillante, es la
brasa que ilumina a nuestra historia pisoteada.
-¡Estos
indios no se domestican más! Que se pudran acá, lo hubiera cuidado
antes, gritó con ira el supuesto ordenador de vidas, asalariado de la
fuerza con armas en la cintura.
-No pude hacer
alguien de su gusto, exclamó Digna, tampoco ustedes nos ayudaron. Desde
que pisó esta tierra sólo sintió la vergüenza por su raza en este mundo
donde el bien se pinta con colores claros. Nosotros no elegimos estar
acá, fuimos expulsados por la incomprensión que toma forma de guerra que
los pueblos no deseamos. Mi niño es el resultado de la tragedia humana
que muy pocos quieren asumir.
-Ustedes tenían,
entre otros, el poder para insertarlo, pero prefirieron cerrarles las
puertas de la escuela tanto a Toñito como a sus amigos. ¿Será que
buscaron sostenerse unos a otros en este mundo hostil? Siguió
respondiendo Digna.
La abuela salió del lugar,
el muchacho, “escoria pandillera” quedó detenido, el odio ganó su
enésima batalla. A la mañana siguiente, volvieron a golpear la puerta de
la humilde vivienda.
-¿La familia Funes? Somos
del Hospital del estado, venimos a avisarle que Toño murió. Esos
jóvenes siempre terminan matándose entre ellos, señora. Lo sentimos
mucho. Buenos días, dijo un hombre antes de retirarse del lugar.
Digna
se desparramó sobre lo que alguna vez encontrara en la calle y se
dijera sillón. Algo iba dibujando una telaraña en su cabeza y nuevas
arrugas en su rostro arrugado. Volvía la imagen de su hija, el pequeño
pedacito de carne en las fauces de los mastines y Toño, su Toñito, con
esos tatuajes hasta en la cara como tapando su agonía infinita.
Sintió
la voz de María de la Cruz recitando desde muy lejos, en el tiempo, a
Dalton: “siempre vieron al pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/
colgado/ apaleado/ fracturado/ tumefacto/ asfixiado/ violado.
-Ya
deben estar juntos los tres, murmuró Digna, mientras las lágrimas
corrían como granos de sal sobre las heridas del alma. Bernarda abrazó a
José mientras el llanto iba golpeando las puertas de las casas vecinas.