ALAI AMLATINA
El Presidente de la República sí es responsable de la imagen de desprecio a la vida que México proyecta; la masacre de San Fernando, una muestra.
En el mes de febrero de 1995 recibí una llamada telefónica de José Ángel Gurría, el secretario de Relaciones Exteriores de los primeros meses del gobierno de Ernesto Zedillo. Airado, me reclamaba por una nota publicada en la revista Siempre! en la que se predecían el maltrato, las vejaciones y los abusos de autoridad de los que serían víctimas los migrantes centroamericanos en sus intentos por llegar a Estados Unidos cruzando primero la frontera del río Suchiate.
México había firmado con Estados Unidos un convenio mediante el cual nuestro país se comprometía a ejercer un rígido control para reducir el paso de indocumentados y recorrer de sur a norte el territorio nacional hasta alcanzar el llamado sueño americano, en realidad una pesadilla de consecuencias con frecuencia letales. El país accedía a hacer a Estados Unidos parte del trabajo y lo haría con la mayor crueldad. La reclamación de Gurría venía acompañada de una amenaza: se quejaría a la Presidencia de la República y exigiría una aclaración a la directora de la revista. Beatriz Pagés respondió a la instancia con el ofrecimiento de publicar una entrevista con el secretario en la que éste respondiera a los señalamientos de la nota editorial. Gurría no aceptó.
Quince años después el asesinato en un rancho de San Fernando, Tamaulipas, de setenta y dos indocumentados procedentes de Centro y Sudamérica causa espanto, indignación y rechazo en el mundo entero. Aunado a la inaudita violencia en la guerra contra el crimen organizado –más de 28.000 muertos en menos de cuatro años-, este crimen agrava la imagen de México como uno de los países donde se registra el más espantoso desprecio a la vida.
Como en aquella reclamación de José Ángel Gurría –el gobierno de México no tiene intención de matar ni vejar a ningún indocumentado, sostenía el secretario—, hoy puede decirse que no, que el Presidente Felipe Calderón no ordenó la muerte de esos hombres y mujeres masacrados, hasta donde lo explican las procuradurías de la República y de Tamaulipas por una de las bandas del narcotráfico. Sin embargo, aquella previsión de 1995 sigue vigente como una indignante realidad: el maltrato que México reclama al norte para sus connacionales es el mismo, o peor, que el que reciben los migrantes del sur. Dieciocho mil personas centro y sudamericanas han sido secuestrados en territorio mexicano, otras en número indeterminado han sido asesinadas o víctimas de extorsión, del más inclemente irrespeto a su dignidad humana, y no sólo por parte de las bandas de delincuentes y de trata de personas, sino por la propia autoridad. México censura a las autoridades de los estados norteamericanos cuyas leyes consideran un delito la permanencia de indocumentados en su territorio, pero para la ley mexicana de migración ese hecho constituye una falta que amerita cárcel o expulsión. Se criminaliza a los migrantes.
Con razón los representantes diplomáticos y los funcionarios consulares de los países de los que procedían los migrantes asesinados –Brasil, Ecuador, Honduras, El Salvador, Guatemala— exigen a México no sólo una investigación a fondo de la masacre de San Fernando, sino también un cambio en la forma en que se trata a los indocumentados, a quienes se veja, se maltrata o se asesina de las formas más brutales, peores incluso que las sufridas por los mexicanos en estados Unidos.
Un mal chiste sería considerar los hechos de San Fernando como el remedio ideal, en la óptica del gobierno, para evitar la migración del sur: los aspirantes a llegar a Estados Unidos dejarán de pensar en el riesgoso tránsito hacia el norte por el temor a encontrar la muerte.
Si así ocurriera, como también sucedería de suspenderse el éxodo de mexicanos a los Estados Unidos, se produciría en nuestros países un estallido social debido a la contención de un flujo cuya explicación ineludible es la falta de oportunidades para el desarrollo, la carencia de empleo dignamente remunerado y la desesperación de millones de seres víctimas de la peor de las injusticias: la miseria y el hambre. Y de esas muertes, aunque no las haya ordenado el Presidente de México, Felipe Calderón sí es responsable; lo es de esos hechos vergonzosos y de la triste, lamentable imagen que se proyecta de un país sumido en la desigualdad y la injusticia, y por añadidura con la fama de sanguinario que el mundo no puede dejar de advertir.
Salvador del Río es Periodista y escritor mexicano
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