Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
A modo de introducción
Pero sin proponernos algo
tan inalcanzable como “paraísos”, por el contrario buena parte de la
población mundial -de la actualmente viva y de la que ya no está- tiene
una experiencia más cercana a lo que podríamos decir “infierno”: la
pobreza y la violencia, la pura sobrevivencia a los golpes con todo el
rigor que ello implica, la guerra y los efectos de sociedades
estructuradas en torno a la detentación del poder como eje fundamental
-con todos los desastres que ello trae aparejado- son el pan nuestro de
cada día de la mayor parte de la humanidad. Entre paraíso e infierno, la
gran mayoría está por lejos más cerca del segundo.
Amén
de la pobreza crónica con que muy buena parte de los humanos vive, la
violencia en sus distintas formas es otra de las lacras que marcan
nuestras vidas. Violencia, por cierto, que asume una muy amplia variedad
de expresiones: pero las diferencias socioeconómicas irritantes -el 20%
más rico del mundo dispone de 80 veces más recursos que el 20% más
pobre, por ejemplo- ¿no son acaso una forma de violencia? En general,
según los (discutibles) criterios dominantes, la violencia implica la
agresión directa contra el otro, el ataque físico, el paso a la acción
concreta. En ese sentido, la guerra por un lado, o la criminalidad, son
sus modelos por excelencia.
Entran en esta
última una serie amplia de elementos: el homicidio, el robo, el asalto,
cualquier daño a la propiedad ajena, la violación sexual, el secuestro
de personas, el tráfico de sustancias prohibidas. Existe cierta
tendencia a identificar “violencia” con “criminalidad”, con lo que se
invisibilizan/naturalizan otras formas de violencia: el autoritarismo,
el machismo, el racismo, por ejemplo. Se mide así con sofisticadas tasas
la criminalidad, pero no el racismo o la vanidad. ¿Se imaginan un
“índice de vanidad”?, ¿y uno para medir la “soberbia”? ¿Y por qué no un
“índice de irresponsabilidad medioambiental?” ¿Cuándo Naciones Unidas se
va a atrever a medir la injusticia llamándola por su nombre y no con
subterfugios tecnicistas?
Lo cierto es que la
criminalidad -entendida como cualquier delito que contraviene la normal
convivencia social- es algo instalado en la dinámica humana y que se
liga, confundiéndose, con la inseguridad ciudadana. Ha existido desde
siempre, en toda sociedad conocida, pero algo sucede en nuestra historia
que en estos últimos años tiende a crecer.
En
las últimas décadas la criminalidad ha sido un fenómeno en alza en
prácticamente todas las regiones del planeta. De 1980 a 1997 las
denuncias de actos criminales aumentaron en un 131% en el ámbito global,
lo que equivale a una tasa promedio de crecimiento anual de casi el 8
por ciento. En vez de crecer la felicidad global, crece el crimen. ¿Qué
está pasando?
En Latinoamérica (la segunda tasa
mayor de homicidios anuales del mundo duplicando la que tenía en 1980) y
en los llamados países en transición -es decir: eufemismo para
mencionar aquellos que salieron del socialismo soviético de Europa- ese
aumento coincide con la llamada “década perdida” por la falta de
crecimiento económico para la primera, y con la transformación de una
economía planificada a una de mercado en la segunda, lo que revela que
el aumento de la criminalidad tiene entre sus causas el deterioro
económico que se resintió por aquellos años en dichas regiones.
De la lucha de clases a la criminalidad desatada
Así
entendida, la criminalidad constituye un problema político-cultural con
infinidad de aristas. Es, entre otros, un problema de salud pública, y
como tal, la epidemiología la estudia con preocupación. Para la
Organización Mundial de la Salud un índice normal de criminalidad medida
por muertes violentas intencionales se encuentra entre 0 y 5 homicidios
por 100.000 habitantes en el período de un año. Cuando ese índice de
homicidios se ubica entre 5 y 8 la situación se considera delicada, pero
cuando excede de 8 nos hallamos frente a un cuadro de criminalidad
“epidémica”.
En muy buena medida, lo que
cuenta en estos fenómenos es la percepción que tienen las poblaciones al
respecto. ¿Dónde se vive mejor: en Pekín (China) o en Zurich (Suiza),
en Estocolmo (Suecia) o en una aldea del departamento de Totonicapán
(Guatemala), en un monasterio budista del Tíbet (Nepal) o en ciudad de
México, la ciudad más poblada y contaminada del mundo?
La
respuesta a estas preguntas está más allá de los índices concretos, de
los fríos números a que una ciencia social aséptica nos tiene
acostumbrados. La calidad de vida de una población implica supuestos
culturales, si se quiere: filosóficos. De eso se trata en definitiva:
del proyecto en juego. Aunque el DF sea un infierno urbano, quizá para
un poblador de una aldea rural pueda ser un sueño por todas las bondades
que le ofrece en términos materiales, pero no para un habitante de
Zurich acostumbrado a la calma y al orden. Sin dudas, la valoración de
la calidad de vida es siempre relativa. En Estocolmo (Suecia), los
índices de inseguridad ciudadana son bajos, de los más bajos del mundo,
su “calidad de vida” está entre las más altas… pero ese país -donde se
otorgan los premios Nobel, incluido el de la Paz (Henry Kissinger por
ejemplo, o Barak Obama ¿son imbéciles los suecos?), y donde su primer
ministro Olof Palme fue asesinado en la calle, como puede pasar en una
“peligrosa” ciudad del Tercer Mundo- es uno de los grandes productores
de armas. Y suecos son algunos de los grandes bancos que constituyen el
Fondo Monetario Internacional, causantes, por ejemplo, del colapso
financiero que vivieron años atrás países ex socialistas -“en
transición”, para usar el vocabulario de moda- como Ucrania, Hungría y
Letonia. Pero ningún sueco se percibe como violento. Por el contrario,
esa población se siente primera defensora de la paz mundial. En un
sentido lo es, sin dudas, y el ciudadano sueco común así lo percibe,
pero la violencia está más allá de la pulcritud de sus calles y de la
desaprobación del trabajo infantil que pueda tener en su constitución.
(En Centroamérica, por cierto, alrededor del 2% del producto bruto de la
región lo producen menores, es decir: el 25% del ingreso familiar
urbano. ¿Quién tiene la “culpa”?)
En algunas
comunidades mayas-quiché del departamento de Totonicapán -donde se
encuentra la segunda reserva de pinabetes más grande del mundo- en la
golpeada nación centroamericana de Guatemala (con 245.000 muertos en su
reciente guerra interna), los actuales índices de criminalidad son tan
bajos como los del mencionado país escandinavo, siendo que a nivel
nacional toda Guatemala exhibe una tasa de homicidios de 45 por 100.000,
una de las más altas de América Latina. ¿Dónde se vive mejor? ¿Será más
feliz un totonicapaneco o un sueco?
Si en
Argentina la ciudad de Santa María de los Buenos Aires -que de “buenos”
parece no tienen mucho sus polucionados aires, una de las capitales más
contaminadas del mundo- es, según una reciente medición, la ciudad
latinoamericana con mejor calidad de vida, habrá que ver si los
habitantes de las siempre crecientes villas miseria (las favelas, los
precarios barrios urbano-marginales que ya se cuentan por millones)
entraron también en la encuesta. En Buenos Aires, tan culta como París o
tan bella como Roma (¿?), ¿se vive mejor que en esas aldeas de
Totonicapán? Habrá que ver a quién se le pregunta, claro…
Por
supuesto que hoy, en un mundo absolutamente globalizado desde los
patrones eurocéntricos dominantes, los criterios para juzgar la realidad
están ya establecidos: todo el planeta “entiende” las cosas con la
lógica triunfante, la de la sociedad establecida desde el libre mercado
que fija el Norte próspero. La paz y el respeto con el medio ambiente de
un campesino de Totonicapán por supuesto no cuentan; la “calidad” de la
vida está más cerca del número de vehículos de que se tiene que de la
cantidad de árboles por ser humano con que se cuenta. ¿Se vive mejor en
Zurich que en un monasterio tibetano? Difícil decirlo, sin dudas. Según
el patrón dominante, sin dudas la ciudad suiza tiene la más alta calidad
de vida del planeta. ¿Se necesita ser el banco del orbe para ello?
Bueno, siendo así… no parece muy sólida ni sustentable la idea de “alta
calidad de vida”, porque no todos podemos ser el banco del mundo.
¿Cuántos países en el planeta pueden autoproclamarse neutros? Y hoy por
hoy estamos convencidos que usar todos los aparatos que la tecnología
del capitalismo dominante ha generado nos hace más felices. No hay dudas
que en todo esto hay debates abiertos, que el discurso hegemónico puede
y debe ser puesto en entredicho.
Lo cierto es
que la criminalidad crece, eso es inobjetable. Crece en todo el
planeta, pero como decíamos más arriba, las regiones más deprimidas
económicamente son las que han mostrado los índices de crecimiento más
fabulosos. ¡Y la criminalidad con pobreza es agobiante! Uno de cada
cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo y del
mercado de trabajo. De ahí, seguramente, es más fácil esperar problemas
que soluciones. A propósito, señala una investigación de la Universidad
Nacional de México sobre dicho país que “la base de apoyo social del
narcotráfico comprende a más de 500.000 personas. Mientras no haya una
política económica y social para reducir la pobreza ser difícil revertir
la situación” [de la inseguridad].
En tal
sentido, la ola de inseguridad ciudadana que se va expandiendo por todos
lados, constituye una marca de nuestro tiempo, del fin del siglo XX e
inicios del nuevo milenio. Pero la percepción que acompaña ese fenómeno
es la que cuenta: el país europeo donde se denuncian más robos de
automóviles, de bicicletas, de allanamientos a viviendas y de robos
contra la propiedad personal en general, es Suiza, lo cual no significa
que sea donde más delitos de este tipo se cometen sino: 1) donde más se
confía en los cuerpos de seguridad para denunciar los ilícitos y en los
correspondientes sistemas de justicia que se encargan de arreglarlos, o
2) donde la idea de propiedad privada ha calado más hondo (Suiza… el
banco del mundo, no podía ser de otra manera. Dijo Bertolt Brecht al
respecto: “es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo”).
Mientras que la capital mexicana es el centro urbano con más cámaras
públicas de vigilancia policial en América Latina, con alrededor de
12.000, contando al mismo tiempo con 82.000 agentes de policía, para ser
el mayor grupo policial entre las ciudades latinoamericanas, no por
todo ello la percepción de la capital azteca es de seguridad
precisamente (es la ciudad del mundo con mayor número de secuestros per
capita). Pero si hablamos de calidad de vida, México es la ciudad con
mayor número de librerías de Latinoamérica. Cómo entender/medir eso de
“¿dónde se vive mejor?”
Es decir que la
inseguridad, en muy buena medida, va asociada a cómo se la percibe, al
imaginario colectivo que de ella existe. Lo cual, en nuestros días, y
siempre en forma acrecentada significa: la inseguridad ciudadana depende
de cómo la construyen las agencias mediáticas, imprescindibles poderes
constructores de la “realidad social” de hoy.
¿Es
el democráticamente electo presidente venezolano Hugo Chávez un
dictador sanguinario? Los dictadores no ganan elecciones democráticas
una tras otras, por supuesto, con un pueblo que los ama, los endiosa
incluso. Ni los musulmanes son unos “fanáticos fundamentalistas
sedientos de sangre” (casualmente tanto en Venezuela como en buena parte
de Oriente Medio, musulmán por definición, están las reservas
petroleras más grandes del mundo), ni el narcotráfico ni la violencia
urbana son el principal verdadero problema en Latinoamérica. Pero eso es
lo que dicen incansablemente los medios comerciales, día a día, minuto a
minuto. “El narcotráfico y otras formas de asociación que generan
violencia social les ofrece la coartada perfecta a los Estados Unidos
para tener una presencia constante en la región, presencia que es cada
vez más militar, a tono con las políticas represivas y de mano dura que
prevalecen”, analizaba agudamente Rafael Cuevas.
Lo
que menos necesitamos en los sufridos países de América Latina es “mano
dura”; pero eso es lo que a menudo prevalece como política pública para
“combatir” la criminalidad. Esa visión apunta a un tratamiento
básicamente policial de todo el problema, enfatizado medidas como el dar
más facultades a la policía o a los cuerpos de seguridad -y en algunos
casos a las fuerzas armadas- para tareas de orden interno (el “gatillo
fácil”), permitir el encarcelamiento aún por infracciones menores para
dar ejemplo de dureza (la llamada tolerancia cero), considerar delito
los signos de pertenencia a pandillas, bajar la edad de encarcelamiento,
acelerar los juicios por este tipo de delitos -pero no para juzgar a un
empresario evasor de impuestos o a un funcionario público corrupto-,
implantar castigos más severos, pedido de pena de muerte, criminalizar a
la “juventud pobre”, y por extensión, a todas las zonas urbanas pobres.
Ahora bien: estudios serios sobre los países del istmo centroamericano
que han venido aplicando mano dura en estos años demuestran que las
cifras de inseguridad ascendieron, y el número de miembros de las
“maras” aumentó. Similar a lo que sucedió en Colombia con el tristemente
célebre Plan Colombia (luego Plan Patriota): con una militarización
extrema del país, la producción y tráfico de coca no disminuyó sino que,
por el contrario, aumentó, y la sociedad colombiana en su conjunto no
se pacificó sino que continúa siendo de las más violentas del orbe.
Abordar
estos complejos problemas sociales no es tarea fácil, sin dudas; pero
la versión policíaco-militar no soluciona nada. Eso ya está largamente
demostrado.
Esta desatada inseguridad ciudadana
(en Latinoamérica en particular, con tasas de las más altas del
planeta) tiene costos para el conjunto de la sociedad, en términos de
los sistemas de salud, seguridad y justicia. Se estima que el 14% del
producto bruto de la región latinoamericana se pierde por la violencia,
casi tres veces más que en los países del Norte donde las pérdidas por
tal motivo son menores al 5% de su producto. Esas pérdidas superan
ampliamente en muchos países de la región al total de su inversión en
las áreas sociales. Junto a ello se hallan muchos otros costos difíciles
de medir, pero muy concretos: los costos intangibles, costos invisibles
aunque de gran efecto como la sensación de inseguridad, el miedo, el
terror y el deterioro de la calidad de la vida cotidiana. En definitiva,
podría abrirse la pregunta si en toda esta epidemia de violencia que
nos envuelve no hay proyecto político, no hay direccionalidad.
Para
salir rápidamente al paso de la acusación de “teoría complotista” que
se podría estar filtrando en esta afirmación, es importante no perder de
vista, dos consideraciones:
1) Es difícil que
haya un plan maquiavélicamente urdido que ponga en marcha cada “mara”,
cada matanza de bandas rivales de narcotraficantes o cada teléfono
celular robado que tiene lugar en cada esquina de estas castigadas
sociedades. Pero hay un nivel en que se descubre una intencionalidad más
macro tras todos estos fenómenos. Algo así como: “a río revuelto,
ganancia de pescadores”. La ganancia, definitivamente, no es para las
grandes masas populares. ¿Podemos creernos realmente que el problema de
fondo de las empobrecidas sociedades de la región lo constituyen bandas
de criminales, o ellas son sólo la punta visible de un iceberg
infinitamente más grande? En todo caso, este auge de crimen tiene varios
factores a la base: la pobreza y exclusión social como principal. Y
políticamente, luego de las guerras sucias que se vivieron en la década
de los 80 del pasado siglo y los planes neoliberales de achicamiento de
los Estados nacionales, este clima de inseguridad perpetuo sirve a los
poderes para seguir controlando a las grandes masas. A ello contribuye
de manera armónica el llamativo auge también descontrolado de las nuevas
iglesias evangélicas que saturan la región. Dicho en otros términos -y
aunque esto lo quieran presentar como “pasado de moda” en el ámbito de
las ciencias sociales-: para entender esta explosión de criminalidad y
violencia hay que apelar al concepto de lucha de clases. Eso no ha
desaparecido, aunque su formulación teórica está hoy invisibilizada.
¿Cómo entender estos complejos fenómenos político-sociales si no es a la
luz de estas luchas a muerte en torno al poder? ¿O vamos a pensar que
hay cada vez más “gente de mal corazón” que, por deporte, se dedica al
hampa?
2) Una sociedad tan latinoamericana como
todas las de la región (tomando ron y bailando música caribe
“sabrosona”, lejos de la fisonomía de un país nórdico, que es lo que
tenemos como modelo casi obligado de “seguridad”) no presenta en
absoluto estos índices de criminalidad: Cuba.
Cuba: ¿dictadura o paraíso?
Nadie
dijo que en la isla no haya expresiones de violencia ciudadana, incluso
habiendo aumentado en los últimos tiempos, tal como han llegado a
reconocer medios oficiales. Aunque en la prensa que ataca
sistemáticamente a la revolución nunca se habla de ello, es un hecho
incontestable que el grado de criminalidad en Cuba es inferior incluso
al de los países que consideramos más seguros en el planeta, es decir:
los escandinavos.
Retomamos aquí lo dicho más
arriba: la realidad político-cultural es, cada vez más, lo que
construyen los medios masivos de comunicación. Cuba tiene una tasa de
homicidios anuales inferior a 5 por 100.000 personas, pero la prensa
comercial jamás lo dice.
En Cuba hay infinidad
de problemas, a no dudarlo (como los hay en todas partes, por cierto).
Una vez más, entonces, la pregunta: ¿dónde se vive mejor? Vale recordar
que en el Norte próspero y desarrollado se habla de “calidad de vida”;
en el Sur, pobre y oprimido, en todo caso se habla de su posibilidad.
Cuba, con enormes problemas estructurales, bloqueada, agredida
continuamente, tiene una cantidad de índices de calidad de vida similar a
los países llamados desarrollados (esos que manejan los bancos del
mundo, deciden las guerras e imponen las modas que estamos obligados a
seguir). El de la seguridad ciudadana es uno de ellos.
Por
supuesto que hay hechos violentos, jóvenes agresivos, actos delictivos.
De hecho, medios oficiales reconocen que la crisis económica en que se
hundió el país desde principios de los 90 del siglo XX con el “período
especial” ante el colapso soviético y las medidas que se implementaron
para salir de ese atolladero, abrieron paso a manifestaciones de
“individualismo, egoísmo, incivilidad, marginalismo y violencia
cotidiana”. Pero las tasas de seguridad ciudadana siguen siendo bajas,
muy bajas. Cuba es un lugar seguro.
Es muy
importante destacar esto, porque hoy por hoy, producto de la
manipulación mediática de la que nadie puede escapar, la “realidad”
dominante del mundo, y no digamos de Latinoamérica, es la violencia
desatada, la criminalidad que pareciera no dar respiro, el crimen
organizado que se presenta como más poderoso que los mismos Estados.
Ante ello es imprescindible hacer ver que allí hay mucho de falacia,
pues un país como Cuba, sin “tolerancia cero” ni “mano dura” contra el
crimen, presenta un clima de seguridad del que está a años luz cualquier
país vecino de la región (con índices de homicidios de 50 por 100.000
habitantes en más de un caso).
En la isla no
hay evidencias de la existencia de pandillas juveniles, las temibles
“maras” que llegan al colmo de paralizar todo un país, como
recientemente ocurriera en Honduras, u obligaron a militarizar las
favelas de Río de Janeiro en el 2007, paralizando prácticamente toda la
ciudad, ni hay una “crónica roja” que hace festín -y buen negocio- con
el sensacionalismo de la nota sangrienta, amarillista, pues si un delito
toma estado público y llega a los diarios, la nota se redacta con una
prosa didáctica como parte de una política preventiva. El consumo de
drogas prohibidas es sumamente bajo (ése es un verdadero problema de
salud pública, por tanto político nacional, que hay que atacar con
inteligencia, y no cayendo sobre el campesino de los países productores
al que se le queman sembradíos). Si se quiere atacar realmente la cadena
de distribución y el tráfico de las sustancias prohibidas, toda la
parafernalia militarista con que los poderes “persiguen” mafiosos en los
países de la región no parece estar dando resultado (¿curiosamente?).
Al menos, no termina con el negocio… a no ser que el resultado buscado
no sea ese precisamente, sino controlar sociedades.
Cuba,
hay que decirlo, no está “en manos del narcotráfico”, como sucede en
tantos Estados “descertificados” por la Casa Blanca (¿cuándo la
Organización Mundial de la Salud “descertificó” de la lista de “países
saludables” a Estados Unidos por principal nación del mundo en presencia
de tóxico-dependientes?) Ante un caso sonado de narcotráfico La Habana
efectivamente sí actuó y se detuvo el delito, fusilando al principal
responsable, el general Arnaldo Ochoa en 1989. De hecho no hay tráfico
de drogas ilegales en la isla, por tanto bandas que se ocupen del
negocio. Ni por tanto -¿será lo que se espera finalmente?- planes
militares tipo Colombia ni Mérida para enfrentar ese “apocalipsis”.
Cuba
está llena de problemas, de contradicciones; si queremos ser más duros
incluso: de mezquindades y flaquezas. Pero si la imposibilidad de
caminar tranquilas (sin violación sexual a la vista) y tranquilos por la
calle es el gran déficit de las sociedades actuales -de las de América
Latina en especial, pero no sólo, pues el fenómeno va expandiéndose en
forma global-, si andar de noche pasó a ser un drama de proporciones
gigantescas dada la inseguridad reinante, si en cualquier esquina nos
pueden asaltar o sabemos que no tenemos que entrar en “zonas rojas”
(rojas, no por socialistas…, valga la aclaración) porque una mara ya no
nos dejará salir en paz, si gastamos tantos recursos en seguridad
(alambradas, policías privadas, sistemas de alarma, cárceles de máxima
seguridad, vehículos blindados, guardaespaldas, telecámaras y perros
guardianes, etc., etc., etc.), si todo eso es el principal problema de
nuestros días, la “dictadura” cubana no lo presenta. Una dictadura que
cuida a su gente… ¡Vaya dictadura!, ¿no?
Y
decir que la gente quiere huir de la dictadura no es buen argumento,
porque de todos los países latinoamericanos su empobrecida población
sigue huyendo a diario hacia el ¿paraíso? del norte, pese a que en el
camino se encuentre con una matanza como la reciente de Tamaulipas, en
el límite de México con el american dream.
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