Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Aunque
también se atribuye la génesis de la palabra a tiempos mucho más
remotos: se relaciona con un levantamiento popular de sicilianos contra
el ejército francés en el año 1282, a partir de un hecho doméstico (la
violación y muerte de una joven italiana a manos de un soldado francés)
que desató el espíritu de venganza popular al grito de "Morte alla
Francia, Italia anela" ("Italia quiere la muerte de Francia"), frase que
habría terminado siendo el acrónimo de la palabra "mafia". Quizá es
imposible comprobar la veracidad del episodio; lo importante es que
condensa las dos características definitorias de la asociación: la
defensa del honor, y la venganza como método de "resolver" conflictos,
siempre en la lógica de la secretividad del grupo.
Con
el paso del tiempo el término fue derivando hacia un uso generalizado
equivalente a "grupo de hampones"; e incluso, simple y llanamente "grupo
cerrado", "pandilla", "cenáculo" con un dejo de marginalidad y ligazón a
algo de algún modo ilícito. Hoy día decir mafia es sinónimo de grupo
con poder, de camarilla decisoria, y lejos está de referirse sólo a los
hampones sicilianos.
Los Estados modernos, a
partir de la globalización que los ha establecido ya como norma
universal dejando de lado -o sepultado sin más- culturas tradicionales,
en términos generales son administrados por partidos políticos más o
menos abiertos; o, en menor medida, por partidos únicos, o bien por
monarquías. Pero en todos los casos se rigen por reglas consensuadas,
por leyes, que son las que establecen los límites al ejercicio de sus
poderes. El poder político, si bien siempre lejano a la incidencia real
de las mayorías -aunque se ejerza el voto como práctica supuestamente
democrática respetando la voluntad de las mayorías- está sujeto a
regulaciones que van más allá de las personas que lo encarnan.
Sin
embargo, desde hace ya unas décadas, existe un fenómeno curioso que
vemos afianzarse cada vez con mayor fuerza: es el establecimiento de
mafias en los aparatos político-estatales de muchos países. Ello no es
privativo sólo de lo que -obviamente desde un prejuicio- se podría ver
como propio del sur, del Tercer Mundo, países con "déficit" democrático,
según los patrones impuestas por las "democracias desarrolladas" del
Norte. Se lo encuentra por todos lados: en las ex repúblicas soviéticas,
en los Estados Unidos de América, en África, en Bangladesh o en
Guatemala, en Argentina o en Rusia. Grupos de poder con manejos no muy
distintos al de los hampones sicilianos: mafias que se constituyen en
poderes paralelos dentro de los Estados, que cooptan a éstos y terminan
siendo gobiernos paralelos, con mayor poder que el oficial.
El
caso de ninguna manera es nuevo, pero ahora puede señalárselo como
llamativo dada su enorme frecuencia y extensión. Si la consigna de la
revolución bolchevique de 1917, cuando se abría la esperanza de
construir un mundo nuevo, llamaba a consolidar "todo el poder a los
soviets" -es decir: gobierno de los pobres, de los consejos
obrero-campesinos, intento de democratizar genuinamente la toma de
decisiones-, el momento actual va en dirección contraria. Ahora el poder
se concentra cada vez más en menos manos; manos que, con criterios
mafiosos, se adueñan de los Estados y pisotean la legalidad -queda claro
que legalidad no es sinónimo de justicia: es la legalidad instituida
por los sectores dominantes, impuesta como la única legalidad posible-. O
sea: concentración absoluta del poder discrecional, impune, sin
límites, en grupos regidos por lógicas en cierta forma delincuenciales.
El narcotráfico -uno de los renglones más grandes en orden de volumen
económico a nivel mundial- no es ajeno a este fenómeno; en defi
nitiva,
el capitalismo de fines del siglo XX y comienzos del presente se nutre
cada vez más de aportes de capital manejados mafiosamente.
Podría
intentarse explicar la tendencia a partir de una serie de causas
interconectadas: victoria de los ideales neoliberales, empobrecimiento
hasta la casi destrucción de los Estados nacionales (en el Sur,
facilitando el ingreso de los capitales del Norte en una marea
privatista que no se detiene), fracaso de la democracia representativa y
del sistema de partidos, tolerancia y/o apología de la impunidad en el
marco de una cultura del triunfalismo individualista y hedonista,
contribución de los medios de comunicación a construir mitos de éxito y
ascenso social vertiginoso, panegírico del "éxito" económico sobre
cualquier cosa.
El capitalismo ultra
desarrollado que vivimos hoy día, en su fase de imperialismo planetario
donde el mercado financiero (la pura especulación) superó a la
producción, ha perdido los ideales fundacionales de la ética
capitalista: trabajo honrado, ahorro, esfuerzo. El puritanismo
protestante de 300 años atrás es ya historia; el modelo de triunfalismo
actual es, antes bien, mafioso. Se endiosa el ascenso vertiginoso, se
premia la especulación, se entroniza el grupo de amigos y los favores
políticos.
Si bien no se puede decir que todo
el sistema capitalista en su conjunto funciona así, vemos que es una
marcada tendencia que se va repitiendo en forma extendida. Seguramente
el desarrollo cumbre del capital en su hiper concentración monopólica no
tiene otra alternativa que esto; en su fisonomía especulativa,
gangsteril incluso, que el neoliberalismo promueve, el estilo mafioso es
casi una punto de llegada obligado. La libre competencia, razón de ser
de los albores del mundo moderno, ha ido reemplazándose por una
monumental centralización.
El "estilo mafioso"
-si así podemos llamarlo- va destronando el libre juego institucional.
Es un fenómeno curioso: por un lado avanza el proceso civilizatorio,
inundando la vida con leyes, reglamentos y regulaciones, y al mismo
tiempo se consolida un poder monstruoso que muestra con evidencia
meridiana la vigencia de la sentencia del griego Trasímaco de
Calcedonia: la ley es lo que conviene al más fuerte. Para muestra, un
botón: "Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo.
Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando
no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos", dijo con desprecio
John Bolton, funcionario de alto nivel de Washington.
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