Alejandro Castiñeiras
Acepta,
en cambio, sin vano alarde, las tareas menudas y pesadas, aquéllas, que
solo pueden cumplirse con eficacia cuando una viva y callada fe hincha
el pecho. En el hombre, joven o viejo, que enlaza amorosamente su
existencia a la del Partido, y sin el cual el Partido no podría
subsistir como organismo dinámico y creador. Es la roca inconmovible,
asiento firme del poderío partidario. Sin su persistente concurso la
lucha se haría onerosa, difícil, casi imposible. ¿Quién ocuparía
cotidianamente su puesto en el frente de batalla? ¿Qué tesoro sería
menester para llenar, con fuerzas mercenarias, el lugar que el ocupa
jubiloso e infatigable, limpia el alma de impuras ambiciones?
Lo
he visto, movido por idéntica finalidad creadora, en Barracas, en Nueva
Pompeya, en Liniers, en La Boca, en Saavedra, en Villa Devoto; trabaja
con igual empeño en los barrios lejanos como en los céntricos. Cual si
fuera un ser modelado por la mano invisible del ideal, tiene hermanos
que sienten y piensan solidariamente donde el ideal hace germinar sus
huestes.
Lo he visto, en los instantes de
agitación electoral, cuando la contienda enardece los espíritus, plegar
con tranquilidad fecunda el volante o la boleta que, luego, otros se
encargarán de distribuir en el barrio. Lo he visto, en medio de la bulla
cordial del Centro, escribir en los sobres, una tras otra, con la misma
prolijidad que si escribiera una carta a la madre o a la novia, las
direcciones de millares de electores. Lo he visto, con o sin birrete de
papel, salir con el pincel y el balde lleno de engrudo, iniciar la gira
nocturna recorriendo decenas de cuadras, ingeniarse para dar al cartel
ubicación estratégica y terminar la ruda faena cuando ya la palidez de
las estrellas preanuncia la hora en que ha de comenzar, en la fabrica o
en la oficina, la conquista del sustento.
Y es
él quien encabeza, alegre y resuelto, el grupo formado a puro cántico en
la desvalida esquina del suburbio; el grupo que nace ralo para ir
adquiriendo, en sucesivos empalmes, la tonante grandeza del torrente que
invade las calles y avenidas. Y es él, cuyos músculos no conocen el
cansancio, quien mejor levanta y agita la enseña partidaria en las
grandes jornadas socialistas. Y en sus labios, más que en otros, los
acentos de "La Internacional" vibran como un llamado cuya armonía
enciende el entusiasmo en todos los corazones.
También
lo he visto lejos, a centenares de kilómetros del marcante tráfago de
la capital. Allí donde el desamparo es mayor, donde la justicia suele
estar ausente, donde el temor de todos denuncia el valor de unos pocos,
donde la voz del caudillo es ley que el comisario acata, donde la
mansedumbre pueblerina o la indiferencia incivil o la miopía colectiva
aísla, cuando no fustiga, al hombre que se siente libre para proclamar
su ideal, sin jactancia, con la tranquilidad que acuerda la convicción
profunda.
Allí, el militante anónimo se
transfigura en héroe. Su fervor proselitista constituye un desafío
intolerable. Encandila a los búhos de la política lugareña con su
luminosa fe en un ideal que la estulticia circundante no alcanza a
comprender. ¡No importa! En ese medio su figura se yergue para señalar,
con la palabra o el ademán, la ruta emancipadora a la legión sufrida que
aun dormita arrullada por el atraso.
Lo he
visto, desafiando firme las iras adversarias, en el lejano Norte, en
tierras por las que ambula el coya con su poncho raído y multicolor; lo
he visto en la región de Cuyo, entre parrales y acequias, bajo el
límpido cielo que recortan los picachos andinos, conquistar posiciones
para el Partido, sin flanquear ante la insolencia oficializada; lo he
visto en Tucumán ganar conciencias proletarias dentro y fuera de los
ingenios; lo he visto en Córdoba trabajando para ahuyentar del llano y
de la serranía la enervante influencia eclesiástica; lo he visto
recorrer, como peregrino de un gran principio, la inmensidad de la
provincia de Buenos Aires y llevar nuestra palabra de chacra en chacra,
en Santa Fe y Entre Ríos. Y así en Corrientes, para librar al pueblo de
la estéril gresca entre autonomistas y liberales; en Santiago del
Estero, para extirpar la mala hierba política que, como la otra, la que
invade los campos resecos, crece rampante y espinosa; y en La Pampa,
cada vez más nuestra; y en el Sur lejano, donde
el frío no paraliza la acción, y en Misiones y en Chaco, donde fue menester sufrir para poner el primer jalón partidario.
Sobre
el pilar seguro de la legión anónima y fiel levanta el Partido su
majestuosa arquitectura. Son esos afiliados, cuyo nombre quizá ninguna
historia registre, los que animan con su labor tesonera el panorama
político argentino. Son ellos los que dan recia consistencia a nuestro
movimiento, los que van abriendo senda en medio de la selva de
prejuicios. Gracias a ellos las puertas de nuestros Centros, en toda la
extensión del territorio, están siem0pre abiertas para dar paso al
hombre dispuesto a enaltecer su vida con un hermoso ideal. Gracias a
ellos el volante corre de mano en mano; el sobre con su boleta llega a
destino; el cartel anunciador halla espacio en el muro, de un extremo al
otro de la República.
No podría decir si ha
leído a Marx o a Engels, si la dialéctica hegeliana lo obsesiona o si se
ha zambullido en la historia para descifrar sus leyes. Tampoco podría
afirmar si es rico su caudal doctrinario o si tan solo conoce nuestra
Declaración de Principios. Pero sabe, con plena conciencia, que forma
parte del "ejército aguerrido" que Marx y Engels soñaron crear para
evitar que nuestra doctrina degenerase en una vana especulación
filosófica o ridícula contienda académica entre corifeos. Se siente, más
que nada, hombre de acción, por modesta que ella sea, y no pontífice de
un dogma esotérico. Gusta contemplar el fulgor de las estrellas, pero
cuida donde pone el pie para no caer en el hoyo, como cuenta Laercio que
le ocurrió al filósofo Tales.
Esta de más
averiguar si ha entrado en nuestras filas tras minucioso análisis
doctrinario o si fue el corazón quien dio el impulso. Lo cierto es que
"su meta y su acción histórica están prefijadas clara e
irrevocablemente, en su situación y en la sociedad burguesa actual".
Las
ráfagas heladas de la duda no amenguan su voluntad constructiva, así
como el soplo ardiente de la pasión no perturba el ritmo de su
pensamiento teórico. La derrota no lo amilana ni la victoria lo
enceguece. En las horas buenas y en las malas ocupa el puesto que su
conciencia le señala. Calla, si lo tiene, su fervor revolucionario,
esperando tranquilo que se presente la oportunidad para que otros lo
descubran. Obrando así, no pide a gritos un lugar en las barricadas,
pero sabrá, sin duda, hacer frente al peligro el día que sea necesario
salir a su encuentro.
Vivo símbolo de la acción
diaria y práctica, veo en él la fuerza básica sin la cual resulta
difícil toda conquista trascendente. El socialismo no es un romance para
ser cantado por poetas ni un dogma propicio para divagaciones sutiles.
El socialismo es una doctrina realista, es un esfuerzo colectivo y
razonado que reclama el concurso cotidiano de hombres capaces de pensar,
sentir y actuar con sinceridad.
Nada nuevo se
escurre en este ideario, nacido al conjuro de un sentimiento. Bien lo
sé. Pero es el caso que he querido recordar al militante que abre las
puertas de su Centro, al que atiende la biblioteca, al que prepara el
material de propaganda, al que toma el balde y el pincel para embadurnar
los muros vecinales, al secretario que redactará las actas, al tesorero
que en estas épocas de salarios magros tendrá doble fajina para obtener
fondos... En una palabra, a todos los que hacen algo de lo mucho que es
necesario hacer para dar cada vez más vida y empuje a nuestro
movimiento. Porque después de haber escrito sobre las ideas de tanto
socialista ilustre, era necesario que evocara la existencia de esos
modestos soldados del ideal, reconociendo con Macterlinck que "no hay
vidas pequeñas: cuando la miramos de cerca, toda vida es grande".
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