Gaurkoa - Gara
Cómo tiene que edificarse el socialismo auténtico es la cuestión que aborda el autor. Niega que para «ser» plenamente haya que «tener» plenamente. Y apuesta por «tener» sin dominar y «ser» sin sumisión, para «tomar la Bastilla» nuevamente, con conciencia de libertad socialista y aspiración de protagonizar la verdadera democracia.
Cómo tiene que producirse el socialismo auténtico
que trata de levantar cabeza en una serie de países? ¿Tiene que ser un
socialismo verticalista o estatal, tal como fue inevitablemente en el
primer intento, o tiene que ser un socialismo horizontal y aceptado como
marco básico en donde la vida individual esté respaldada por una
libertad creadora y efectiva? En cualquier caso aclaremos que tratamos
de un socialismo real, no de la pantomima socialdemocrática.
Es posible, ya de entrada, hacer una afirmación básica: la valiosa
individualidad no puede existir, sin peligro de asimilación oligárquica,
sino sobre un suelo en que lo colectivo asegure la existencia de la
sociedad como un todo frente a la oligarquía. La verdadera soberanía
popular constituye el suelo imprescindible para que los individuos
puedan desarrollar sus potencialidades sin ser absorbidos por minoría
alguna. No se trata, pues, de abordar un discurso retórico, sino de
pensar seriamente en el futuro que llega entre tantos quebrantos,
maniobras adversas y no pocas confusiones.
La izquierda abertzale es una izquierda de objetivos
y democracia socialistas, al menos hasta donde alcanza la observación.
Euskal Herria se piensa por esa izquierda, presumo, como una nación de
individuos comprometidos con el socialismo y la libertad de pensamiento.
Hablamos, pues, de una democracia socialista, es decir, de una
democracia donde el acontecer democrático sea posible al no estar
intervenido por armas financieras ni constitucionales propias de la
democracia burguesa, que ha agotado ya su posibilidad de vida. La
dirección burguesa se ha disuelto en la autofagia. Por tanto, a la
dirección de una clase ha de seguir la dirección de la masa ciudadana en
cuyo seno los contrastes de pareceres no persigan la depredación social
por parte de una minoría.
Desde la óptica con que nos movemos en esta reflexión, no se puede aceptar que para «ser» plenamente haya que «tener» plenamente. La propiedad de las cosas que dan carácter a nuestra vida no es compatible con el desahucio de los menos dotados, audaces o imaginativos. Por tanto, hablamos de una propiedad limitada tanto en el espacio como en su volumen. Para «tener» con verdadera propiedad es preciso que los grandes bienes básicos, los bienes estratégicos, pertenezcan colectivamente a la ciudadanía y no puedan convertirse en armas de destrucción masiva del bienestar personal.
Ni el suelo, ni las energías naturales, ni la
máquina financiera pueden ser de propiedad privada. Quien domine el
suelo será propietario directo o indirecto de quienes lo habitan. Quien
disponga de la llave de las energías básicas podrá cerrar con esa llave
la posibilidad de la libertad económica en igualdad real de condiciones.
Quien crea que el dinero es de su propiedad decidirá siempre la forma
del mundo. Es más, quien fije con leyes rígidas el desenvolvimiento de
las ideas tendrá en su mano el veto en las instituciones.
Las leyes suelen constituir un cepo para cazar a los carentes de poder real. La ley que no tenga pueblo dentro, que se administre como colección de dictados áridos e inconmovibles por funcionarios sacrales, siempre contiene un perfil de agresión para la gente del común.
Todo lo contrario del dictamen que brota de lo asambleario, de lo acordado colectivamente. Con la mano sobre el corazón: que levante el dedo quien estime como marco de justicia la que administran y aplican los tribunales constituidos por un funcionariado que se estima como depositario de un poder ante el que nada puede la calle.
La propiedad ha de ser limitada para ser justa. Las cosas que forman parte de nuestro perfil cotidiano han de ser nuestras porque definen nuestra propia existencia. Hablando orteguianamente, nosotros somos nosotros y nuestra circunstancia. Pero los grandes motores que hacen posible esta «yoidad» -y ustedes perdonen el exceso, pues para esto me pagan- han de servir colectivamente a ese ser individual que quiere edificar su circunstancia personal.
Si no tengo trabajo, como bien colectivo, no existo. Si no tengo vivienda por el poder de otro sobre el suelo, no estoy vivo. Si no cuento con medios dinerarios por negación financiera, no estoy entero. Si no puedo expresarme por ajenidad institucional, carezco de democracia. En el cuerpo humano cada órgano persigue el ejercicio de su función, pero todo está soportado por la república a la que llamamos organismo. Los hierofantes saben todo esto; por eso han fomentado un monstruoso y debilitante individualismo a fin de que creamos posible tener propiedades que ellos rigen mediante su gran propiedad de las cosas realmente fundamentales.
Como a las abejas, nos dejan melificar en nuestra celdilla mientras ellos se declaran propietarios de la colmena. Si no aceptamos la condición de abeja, nos denominan zánganos.
El socialismo que aflora otra vez sus aguas -las
revoluciones tienen un régimen de aparición, desaparición y reaparición,
como el Guadiana- ha de primar la colectivización de las grandes cosas y
de los grandes números a fin de que cada cual pueda «tener» sin dominar
y «ser» sin sumisión. Y esto que digo respecto a los individuos es
aplicable, en alto grado, a los pueblos. Por eso creo que el socialismo
ha de aspirar a la sustitución de los estados actuales por sistemas de
gobierno en que sea posible la permanente intervención de los ciudadanos
en la conducción y vigilancia de su vida colectiva.
Ahora habrá que tomar la Bastilla de nuevo e irnos luego a bañar a las aguas del Guadiana que rebrota tras su tránsito oscuro bajo el suelo. Pero tomar la Bastilla requiere dos condiciones: que tengamos conciencia de lo que significa la libertad socialista y que aspiremos a protagonizar realmente la verdadera democracia.
No es verdad que la gran propiedad nos dé de mamar a todos. No somos unos mamones. Sobre esto último vale avisar a la tribu de los ejecutivos, cuyas alma y chequera son tan envidiadas.
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