En los últimos años se ha ventilado mucho el tema del narcotráfico en el país. Hace menos de tres meses la Policía Nacional Civil (PNC) giró un operativo que dio como resultado el hallazgo de barriles con dinero, procedente de la venta de ilícitos, y otros con droga que no había sido distribuida y vendida.
Hablar de narcotráfico en El Salvador es sacar a la luz de manera implícita el crimen organizado y la corrupción. También supone reconocer la existencia de estructuras sumamente poderosas e intocables, algunas, incluso, cobijadas bajo la sombra de redes y grupos económicos influyentes. Estas redes del crimen organizado han sido identificadas en toda la región centroamericana, lo que ha supuesto un mayor empeño en las autoridades nacionales para limpiar y sanear las instituciones, incluida la misma PNC, instancia que ha iniciado la persecución y captura de personas pertenecientes y/o vinculadas a estas agrupaciones: grupos de crimen organizado, de extorsión, de exterminio y, hoy en día, de narcotráfico.
Al reconocer la existencia de estas bandas se sobreentiende el poder que estas poseen para penetrar en las estructuras de la sociedad civil, para intervenir en la toma de decisiones y para controlar zonas estratégicas del territorio nacional. Hay que señalar que estas agrupaciones no actúan solas, sino que más bien utilizan grupos delincuenciales que se les subordinan, los cuales desestabilizan a la sociedad e imponen sus propias leyes, intimidando y violando los derechos humanos de los salvadoreños y salvadoreñas, socavando aún más la estabilidad del país.
El narcotráfico es considerado como una amenaza para los procesos democráticos de las sociedades, por su carácter corruptor, a nivel político, y desarticulador, a nivel social. Lo más delicado de estas redes es la fuerte vinculación con grupos de poder influyentes ––sean estos políticos o económicos––.
Entre los casos más sonados en el país de funcionarios públicos vinculados al narcotráfico, se encuentra el ex diputado William Eliú Martínez, quien perteneció al ya desaparecido Partido de Acción Nacional (PAN), y que fue capturado en Panamá. Se le procesó por el envío de 36 toneladas de cocaína, valorada en 105 millones de dólares.
Otro, es el caso del diputado suplente por el Partido de Conciliación Nacional (PCN), Roberto Carlos Silva Pereira, quien tiene una investigación en el país por tráfico ilegal de personas, soborno y lavado de dinero. Sin embargo, dichas indagaciones aún no se han judicializado, tal como lo aseguró Howard Cotto, subdirector de Investigaciones de la PNC.
Silva huyó de El Salvador luego de ser desaforado por la Asamblea Legislativa para que se le investigara por actos de corrupción. El ex diputado se encuentra en Estados Unidos pendiente de ser extraditado. Mientras tanto, las autoridades guatemaltecas lo requieren por ser el principal sospechoso en la planificación y ejecución del asesinato de los diputados del Parlacen y su motorista, en febrero de 2007.
La Fiscalía de Guatemala cree que Silva financió el asesinato como una venganza política con la ayuda del político guatemalteco Manuel de Jesús Castillo, alias, “Manolillo”. Con los casos Silva y “Los Perrones” las autoridades se han quedado cortas con las investigaciones, son otros los países que indagan y no las autoridades nacionales.
En este sentido surge la siguiente interrogante: ¿Por qué persiste el silencio y la complicidad en estos casos? ¿Qué se esconde detrás de Silva y “Los Perrones”? ¿A quiénes no les conviene que se inicien los procesos judiciales en contra de estos?
Lo anterior debe llevar a reflexionar a la sociedad en su conjunto sobre un tema muy espinoso: el posible uso del narcotráfico en las campañas electorales para lavar dinero o para ganar influencia e impunidad política. Han pasado más de tres años, cuántos más hay que esperar para ver a estos criminales tras las rejas.
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