Para superar el esquema de clases sociales antagónicas descrito por Marx, son los prejuicios lo que debe ser deshecho pues, al ser inefables y difusos, adquieren mayor poder
Antonio Martínez
Después de las batallas y demoliciones que apuntalan las transformaciones colectivas, detrás de las cortinas que los variados discursos del encubrimiento extienden sobre las diversas realidades de muchos países emerge, incómoda, amenazante, una conciencia que parece inexorable: la civilización humana, como un todo, ha fracasado.
La democracia, con tanta ilusión predicada en el mundo occidental, parece incapaz de evitar el desarrollo de aquellas perversiones por las cuales el viejo Aristóteles manifestó su oposición a ella: no sirve, o no somos capaces de ella, porque no hemos podido contrarrestar la desigualdad entre los hombres – tras la cual los dominadores escudan la desigualdad positiva, artificial, creada para sojuzgar, para forzar a los débiles a múltiples tipos de servidumbre - y su desarrollo produce vicios que terminan conduciendo esta forma de organizar la sociedad al caos, la demagogia y, finalmente, a la tiranía.
La tecnología actual genera beneficios para relativamente pocos seres humanos, junto con deterioro ambiental y transgresiones de toda naturaleza. Es frágil en cuanto a sustentabilidad, porque la estructura de conciencia capitalizada que predomina en todas las naciones y la mayoría de los individuos que las conforman, determina su utilización como medio para dominar, controlar y oprimir a las personas, sea desde las empresas o instituciones, sea desde los gobiernos y sus apéndices militares y de inteligencia.
Hasta nuestros días, las revoluciones han sido una respuesta común contra la opresión y la injusticia en cualquier parte del mundo. Sin embargo, las historias nacionales demuestran, más bien, que los llamados movimientos revolucionarios sólo actualizan nuevos ciclos de desigualdad, privilegios injustos y violencia creciente, sin que tal dinámica parezca tener solución de continuidad. Completado el ciclo, la condición de los oprimidos es muchas veces, si no siempre, tan indigna, o incluso más, que al inicio del proceso transformador.
Pareciera, entonces, que no hay salida posible y que, cualquiera sea el camino que se escoja, siempre habrá, necesariamente, opresores y oprimidos.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Cruzarse de brazos y dejar que todo siga como está, como ha sido siempre y como siempre será?
Al contrario.
Los humanos, todos, nos hemos movido, desde que existen indicios históricos, en función de un paradigma de fuerza. La imposición de una voluntad determinada, particular o colectiva, sobre el resto de las voluntades ha sido la constante, tanto en épocas de paz como en épocas de guerra. A medida que ha “progresado” la civilización y la organización social ha adquirido mayor complejidad, revueltas, alzamientos, inestabilidad, promesas y esperanzas van y vienen, con diferencias de grado, en cada tiempo y lugar, en mayor medida mientras menos sociedad exista. Sin embargo, a través de todos los aparentes cambios permanece incólume la presencia de la fuerza, abstracción personificada en el hombre fuerte, el caudillo, líder o führer, cuya base de sustentación suele ser un ejército.
Cuando esta fuerza se materializa en forma de revolución, con su correspondiente liderazgo, ¿qué trae consigo?
Un nuevo ciclo de esperanza y cambios – sobre todo en las condiciones de vida material de algunos particulares -, dificultades, enfrentamientos, desencanto, decadencia, opresión y . . . la revolución siguiente, apoyada de nuevo en la fuerza. Este paradigma es el mismo siempre. Quienes usufructúan las ventajas del sistema hacen que la fuerza funcione sin que sea evidente, amparados en las condiciones de carencia y alienación que saben en sus oprimidos. No obstante, se trata de un paradigma que debe ser sustituido, porque sus resultados son contrarios a la dignidad del ser humano. Esta es la tarea importante que se nos plantea, lo que se debe hacer: cambiar el paradigma humano.
Tal sustitución no puede darse a través de revoluciones armadas. Las mismas están condenadas al mismo tipo de fracaso que ha acompañado a todos los movimientos humanos de semejante tenor, pues su propósito es desatinado. Pretenden superar la fuerza a través de la fuerza, reivindicar a los oprimidos, castigar a los opresores, mas lo único que llegan a producir es fuerza, violencia y exclusión, y nada cambia, salvo los actores, porque el castigo o la aniquilación que el ansia de reivindicaciones nunca tarda en impulsar, en lugar de edificar, ofende, al menos en la forma en que usualmente ha sido entendido y puesto en práctica. El problema, quizá – sic, sólo como provocación, porque esto tampoco es un descubrimiento reciente - no es material, sino de conciencia, de espíritu.
La proliferación permanente en cualquier sociedad de la violencia y la intolerancia, de las redes de prostitución en todas sus variantes, del tráfico de personas, armas y drogas, del trabajo esclavizado y otras realidades cuyo despliegue y crecimiento impide la salud del tejido social, hace insuficientes las instituciones, y devela su carácter excluyente.
Las revoluciones no pueden hacer desaparecer estas manifiestaciones, porque para que las sociedades humanas progresen se requiere un cambio de conciencia, un desplazamiento y una sinceración de los valores – no necesaria ni únicamente en sentido nietzscheano - para tornarlos auténticos, un abandono de actitudes y conductas reproductoras de la desigualdad y la explotación. Entre los mayores errores del camino revolucionario está la creencia en que la fuerza puede transformar la conciencia.
Debería rechazarse, por insuficiente, toda revolución política que proponga modos de reivindicación que, en la mayoría de los casos, antes que resolver el problema, sólo reactivan el mecanismo de la fuerza, hacen girar la rueda de la imposición, incapaces de romper el ciclo cuyo desarrollo propicia los afanes de cambio; por su intermedio nunca llegan a deshacerse las contradicciones: la fuerza no se deshace con fuerza.
Ha llegado a ser lugar común la afirmación de que la educación es el vehículo para transformar la conciencia. Siendo el proceso fundamental de cualquier grupo social, implica la transmisión de sus valores y conocimientos de una generación a otra. Mas una formación “revolucionaria” que instrumentalice a los hombres y pretenda borrar el pasado para sostenerse (≡ fortalecerse), desechando a quienes tienen inseridos los valores del orden que se abandona, tiene más probabilidades de convertirse en fraude a los oprimidos que en instancia de cambio efectivo. Es precisa la formación de seres humanos reales, conscientes, críticos y orientados a crear antes que a destruir. La educación no debe ser identificada con ideología y propaganda, formas sutiles de la fuerza, letales instrumentos de dominación.
Para superar el esquema de clases sociales antagónicas descrito por Marx, aunque la estructura material de las colectividades es un obstáculo ingente y cierto, son los prejuicios lo que debe ser deshecho pues, al ser inefables y difusos, adquieren mayor poder para impedir el reconocimiento entre los seres humanos. La educación debe ser pensada e implementada para acercar a grupos de humanos heterogéneos en cuanto a raza, credo, género, procedencia, orientación sexual y cualquier otro criterio de discriminación similar, de manera que sea posible encauzar la socialidad desde un espacio común, donde el contacto entre personas que bajo los parámetros actuales no podrían reconocerse, suprima progresivamente la percepción prejuiciada con la cual la estructura social clasista mantiene los antagonismos; debe formar individuos conscientes y aptos para la cooperación, la solidaridad y el amor real, no sólo por sí mismos, sino también por los demás, por la colectividad, por el medio ambiente y todos los seres vivos.
Para ello, antes que fuerza y hombres fuertes, antes que jefes hacen falta liderazgos limpios, inspiradores, amplios, convencidos y capaces tanto de estimular a los individuos a humanizarse como de convencer a las colectividades de las ventajas de la convivencia pacífica, armónica y solidaria, del beneficio sustentable implicado en la distribución equitativa de bienes, servicios y oportunidades integrales para todos, y de la conveniencia de conferir mayor valor al bien-ser que al bien-estar, por ejemplo... ¿Conoce usted a alguien con tales características?
Por supuesto, a fin de cuentas, esto no es más que palabrería hueca, sonidos que brotan del altar de las utopías, ilusiones más o menos vanas, mientras no tengamos otra perspectiva que la actual. La conciencia sometida -feudalizada, capitalizada o socializada- genera estructuras de autoagresión muy fuertes (¿casualidad o causalidad?), que permean todo tipo de terreno e impiden la liberación, animagos capaces de asumir la forma que más convenga a sus propósitos y desplegarse en todos los terrenos, materiales e inmateriales, manteniendo en el horizonte las utopías, las ilusiones.
Y el que vive de ilusiones, muere de desengaños.
Siéntase libre de exponer con toda libertad sus opiniones respecto a estas consideraciones; ellas serán absolutamente valiosas para ampliar y corregir nuestra perspectiva. Gracias.
Antonio Martínez
Filósofo
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