Carlos Ayala Ramírez, director de Radio YSUCA
Teóricamente hablando, la democracia es la forma de gobierno o régimen en el cual el pueblo es el soberano. Algunos de sus principios doctrinarios más importante son la realización de elecciones regulares y libres, la separación y balance de poderes, libertad de información y de culto, la rendición de cuentas de los gobernantes y el derecho a exigirla, y la existencia de una sociedad civil activa, capaz de ejercer funciones de contraloría social sobre el Gobierno y los grupos de interés. La democracia admite y presupone una visión crítica de la misma; por ejemplo, se habla de dos modelos de democracia: la representativa y la participativa. El primero es el gobierno querido por el pueblo, porque este vota para elegir a sus representantes, aunque no ejerce el poder directamente. El segundo es el gobierno ejercido por el pueblo a través de la participación ciudadana directa, la cual no solo tiene lugar en los momentos electorales, sino sobre todo en los diferentes procesos y etapas del quehacer público, tanto local como nacional.
Ahora bien, uno de los instrumentos fundamentales de la democracia representativa son los partidos políticos, cuya función primordial es constituirse es uno de los vehículos que le facilitan al elector escoger a sus representantes en los gobiernos nacional o municipal. En consecuencia, a este tipo de democracia le es necesario que haya partidos políticos, a condición de que estos desarrollen una institucionalidad también democrática. La legitimidad y confianza que la ciudadanía pueda otorgar a los partidos políticos dependerá, en gran medida, de la capacidad y disponibilidad de estos para cambiar sus prácticas tradicionales de hacer política; especialmente, la práctica de acumular y concentrar los espacios políticos excluyendo a la sociedad civil: lo que se ha dado en llamar el mal de la partidocracia. Esta se puede definir como una perversión del papel que les corresponde a los partidos políticos en la democracia representativa. La teoría política distingue, al menos, cuatro rasgos principales de la partidocracia.
En primer lugar, el monopolio partidario de la representación. En El Salvador, por ejemplo, la Constitución, en el artículo 85 inciso 2.º, expresa que los partidos políticos son el único instrumento para el ejercicio de la representación del pueblo dentro del Gobierno. Esta exclusividad legal representa serias limitaciones para que los ciudadanos puedan ejercer un voto libre y directo: a la hora de votar, no hay más remedio que hacerlo entre las opciones que ofrece el partido. Además, por lo general, los partidos escogen a los candidatos para los cargos públicos entre personas que garanticen primero los intereses partidarios; las necesidades de la ciudadanía no suelen ser prioridad. Por eso, en las reformas electorales recién aprobadas ha habido una insistencia en que se mantenga la opción de marcar la bandera del partido. Al final de cuentas, el pueblo vota, pero no elige; y las candidaturas independientes quedan sin posibilidades reales de ganar.
El segundo rasgo de la partidocracia es el control partidario sobre los representantes elegidos. Los diputados, por ejemplo, deben seguir la línea del partido y no necesariamente el programa legislativo que se ofreció al electorado, con lo cual no hay en la práctica independencia del legislador y este se convierte en un vocero del partido, no en un representante del pueblo. El funcionario rinde cuentas a su partido —que es en última instancia quien lo elige como candidato—, no a la población a quien, se supone, debe servir. Una muestra clara de lo que afirmamos lo constituye la aprobación —activa o pasiva— del decreto 743, y la negativa a derogarlo, como pide buena parte de la ciudadanía. El 743 es, según lo declarado por los mismos partidos, una especie de cerrojo para —entre otras cosas— frenar las reformas electorales que puedan disminuir o eliminar su control y hegemonía, y evitar que se declare la inconstitucionalidad de la ley de amnistía. La línea fue detener las sentencias de inconstitucionalidad que pudieran perjudicar sus intereses, aunque eso implicara violar el principio democrático de los pesos y contrapesos del Estado.
El tercer rasgo es el llamado patrimonialismo partidarista, que consiste en hacer uso de la posición institucional para apropiarse o repartirse recursos del Estado. Un ejemplo emblemático de esta práctica lo tenemos en la Corte de Cuentas de nuestro país. Por muchos años estuvo en manos del Partido de Conciliación Nacional (PCN) gracias a “acuerdos” entre fracciones legislativas. Se esperaba que la elección de las nuevas autoridades no fuera producto de componendas partidarias, sino que estuviera basada en criterios de idoneidad e independencia para garantizar eficacia y eficiencia en la contraloría de los fondos públicos. Estas expectativas nuevamente fueron frustradas y la institución se convirtió, otra vez, en una especie de botín compartido; la necesidad de una Corte técnica y no partidaria quedó nuevamente como una asignatura reprobada.
El cuarto rasgo es la partidización de la sociedad civil; es decir, los partidos buscan tener influencia sobre las organizaciones sociales para la consecución de su propia agenda política y estas, a su vez, mantienen una vinculación orgánica con los partidos como condición de posibilidad para incidir en las políticas públicas. En todo caso, esta relación desigual conlleva el peligro de la pérdida de autonomía que requiere la recta politización de la sociedad civil. De ahí la importancia de fortalecer la organización y la movilización social. Los grupos locales de indignación ciudadana suscitados a raíz del decreto 743 son un buen signo de esperanza en ese sentido.
¿Qué hacer entonces ante la partidocracia? Lo primero, trabajar por una democracia incluyente que valore la necesidad de promover la organización de la sociedad civil, los medios de comunicación independientes, la política económica orientada hacia los derechos humanos y la separación de poderes. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.
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