En las galerías de las Torres Gemelas se había congregado mucha gente, aquel 11 de setiembre. Negocios, compras, curiosidad, turismo. De pronto, la gran explosión y el derrumbe que no dio tiempo para nada. Debajo de lo escombros, entre tanta otra gente, quedaron atrapadas siete personas en una situación muy particular, pues el cruzamiento de las vigas y mampostería permitió algo así como la aparición de una pequeña bóveda que respetó sus vidas. No obstante, una de aquellas personas tenía sobre sus piernas un enorme bloque de cemento, en compensación de lo cual, permítaseme decirlo, a través de una grieta podía observar un reloj de pared que había permanecido incólume.
El resto de los atrapados no tenía ningún rasguño, y hasta les era permitido moverse -en forma limitada- pero sus relojes pulsera no funcionaban y tampoco podían acceder al sitio desde el cual se veía el reloj de pared. El infortunado que permanecía con aquel enorme bloque sobre sus piernas, en cambio, era dueño del tiempo, gerente, paradojalmente, de una joyería. Conocer el tiempo era vital porque las patrullas de socorro cada vez más cercanas pedían por sus megáfonos que aguantaran, que en alrededor de tres horas alcanzarían aquel nivel para rescatarlas. Uno de los seis que podían moverse era ingeniero en minas, de manera que hizo un cálculo acerca del volumen de oxígeno que existía en la bóveda y de cuánto podría consumir cada uno en esas tres horas.
-Un cálculo aproximado indica que éste no alcanzará sino para seis personas en estas tres horas. Desde arriba -agregó- anunciaron que introducirían una pequeña cámara de control remoto, miren los usos de la arqueología, han cambiado desde Howard Carter y ni te digo lo distintos que son de los de Indiana Jones, lo que ha permitido adentrarse en los misterios -dijo con suficiencia el ingeniero- pero en verdad, el oxígeno se acabará pronto.
-Es verdad, alguien debería sacrificarse- informó, luego de un gran silencio, otro de los atrapados, agente de bolsa- estoy muy preocupado por el Dow Jones, que como ustedes saben, es importante. Yo tengo en mis manos el destino de muchos accionistas que confiaron en mí, hoy me vencen unos futuros y opciones.
-Desde ya –expresó una señorita con un inglés de Oxford- que el señor agente de bolsa, por su actividad, y el señor que puede ver el reloj deben preservarse, pues este último es el único en condiciones de darnos la hora.
En efecto, tal señor acababa de informar que desde el derrumbe hasta ese momento habían transcurrido treinta y cinco minutos.
-Faltan dos horas y veinticinco minutos- dijeron los otros seis casi al unísono.
-Veo que usted tiene rasgos árabes –expresó otro señor muy elegante, dirigiéndose a uno que formaba parte del grupo y que vestía el uniforme amarillo de los empleados de la limpieza-.
-Si, es verdad, formo parte del personal de servicio y cuando ocurrió este derrumbe, limpiaba los baños de aquí abajo. Tengo los papeles en regla y soy tan ciudadano norteamericano como ustedes.
-El que debe morir es el árabe – se apresuró uno de los seis, miembro de la burguesía negra neoyorkina-. Total hay muchos y son todos terroristas.
Los otros se miraron, y sin decir palabra, se lanzaron sobre el supuesto árabe y lo lapidaron.
-De todas maneras, en Estados Unidos ya había demasiados. Ahora –expresó el ingeniero en minas- debemos tener cuidado. La agitación ha hecho que consumamos más oxígeno del necesario. Debemos tendernos en el piso y esperar tranquilos. Este es un espacio finito, como probablemente lo posea el universo.
--La falta de oxígeno produce un placer sexual inigualado –comentó por lo bajo el señor muy elegante a la señorita-.
-Probemos –asintió ella-. Total, si llegamos a morir...
-Economicen oxígeno –aconsejó nerviosamente el negro.
-Nosotros miraremos para otro lado –dijeron a coro los demás.
-Oh, fíjense, ahí han bajado una camarita y pueden vernos, quizá nos estén vigilando.
-Han transcurrido dos horas y cincuenta y cinco minutos – dijo con un hilo de voz el dueño del tiempo.
Los ruidos de las piquetas de la patrulla de recate se oían cada vez más nítidos mezclándose a los gemidos de la señorita.
-Han pasado tres horas –dijo el dueño del tiempo, antes de expirar.
El señor elegante secaba su sudor con la tanga de la señorita, cuando la patrulla de rescate abrió el primer boquete.
Todos gritaron de júbilo, pero inmediatamente se produjo el derrumbe.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario