Quizás
una de las décadas más fructíferas y conflictivas de los últimos cien
años haya sido la década de los sesenta. Fue el apogeo y el canto del
cisne de un espíritu joven que, sin embargo, dejó algunas herencias como
los movimientos de reivindicación de las minorías y de las mayorías
débiles o marginadas del centro del poder, como el pensamiento
poscolonialista, entre otros. Ese espíritu joven, en gran medida nacido
en la misma región geográfica donde se ejercitaba el poder internacional
e intercultural, fue impulsado por el alto porcentaje de jóvenes en
Europa y Estados Unidos como clara consecuencia del baby boom (de la
misma forma podemos explicar la “primavera árabe” y el eterno “otoño
chino”). Acompañando los mismos números demográficos, ese espíritu vital
fue mortalmente herido por la previsible reacción conservadora de los
70 y 80 que se extiende hasta nuestros días.
En
1969, Adolfo Bioy Casares, uno de los pocos conservadores lúcidos de la
época, aunque nunca tan lúcido como su amigo Jorge Luis Borges, publicó
una novela que puede leerse como crítica social: “Diario de la guerra
del cerdo”. Antes, la genial Invención de Morel pretendió ser literatura
pura o “perfecta” (interpretación fantástica de la realidad literaria,
nunca desdeñable y nunca única) y sin quererlo retrató el espíritu de su
propia clase social en 1940, ostentosa heredera de una Argentina
prospera en clara decadencia, amenazada por una Argentina obrera, la de
los descamisados, que trataba de sacar la cabeza del fango de la miseria
y la inexistencia.
La
guerra del cerdo, sin embargo, es una necesaria metáfora que funciona
de contra balance ante los excesos de una época. En esta novela, los
viejos son perseguidos y eliminados por bandas de jóvenes.
Paradójicamente, en la Argentina real de la época, la práctica era la
inversa. Así, una vez más, una crítica y una reivindicación totalmente
justa, servía para ejercitar o mantener otras injusticias, lo que nos
revela la infinita complejidad de cualquier realidad. Complejidad que
nunca será comprendida por los ortodoxos de todo tipo (pocas cosas más
heterodoxas que el conjunto de los ortodoxos que se odian a muerte).
Desde
el ensayo, Ortega y Gasset se ocupó extensamente del conflicto de
generaciones. En la vereda opuesta, Ernesto Che Guevara, casi en sus
cuarenta, un día, presenciando un grupo de estudiantes, también
reconoció: “había olvidado yo que hay algo más importante que la clase
social a la que pertenece el individuo: la juventud…” (Obras) Los
ejércitos más poderosos del mundo también lo saben. Además de sus clases
sociales, basta con ver las edades de los soldados que históricamente
van a morir al frente, muchas veces sin edad suficiente para consumir
alcohol.
En el caso
del eterno conflicto de las generaciones, tradicionalmente han habido
dos grupos antagónicos: los viejos, que aseguran que ya no hay moral o
todo está en decadencia, sólo porque la moral en curso no es la de ellos
o sus valores e ideas sobre las virtudes de una sociedad no se
entienden con las nuevas en curso. De este tipo de percepciones nos
hemos ocupado antes.
Por
el otro lado, están aquellos que se inician en el mundo, aquellos que
se representan a sí mismo colonizando el presente y el futuro (no
siempre es la generación más joven o la más vieja, depende de la lógica
de la historia; cuando éramos niños, teníamos que esperar que nuestros
padres terminasen de ver el informativo para ver los dibujitos; ahora
los padres tenemos que esperar que los niños terminen de ver los
dibujitos para ver el informativo; siempre hay una generación jodida).
Concretamente,
la generación actual (la Generación FaceNoBook) ha planteado diferentes
dilemas o, mejor dicho, se ha encontrado en medio de un dilema
planteado por la generación anterior, la generación que inventó el
presente, un mundo de conexiones virtuales y todo lo que hace la
realidad de los jóvenes de hoy.
En
el caso concreto de la educación, de los hábitos intelectuales y de
lectura, podemos hacer una crítica a la nueva generación: la
twitterización del pensamiento puede ser un proceso interesante si no
fuese toda la habilidad que poseen o ejercitan. La nueva generación de
la hiperfragmentación no debería juzgar con tanta liviandad que los
libros o los hábitos intelectuales de los mayores están obsoletos.
No
hay progreso sin memoria y quien desdeña la experiencia de generaciones
anteriores es un primitivo vestido de astronauta. Aunque se hayan
inventado nuevas formas de practicar el sexo, eso no significa que como
lo hacían los abuelos, los romanos o los antiguos egipcios haya sido una
forma inferior a la actual.
Algunos
consejos tampoco pasan de moda y valen tanto para los antiguos griegos
como para los modernos twitteros: la soberbia sólo oculta ignorancia.
Las ideas de los antiguos griegos se siguen usando hoy en día, no solo
en filosofía, de la cual sentaron las bases, sino en política y, en gran
medida, en las ciencias teóricas (como las ideas de que la materia,
compuesta de átomos, es fuego, energía; como la psiquis humana,
compuesta de una parte racional y otra irracional; como los organismos
que evolucionan según funciones, etc.)
Cambiar
es parte de una permanencia más profunda y, en el mejor de los casos,
siempre fue producto de un pasado, de una memoria, de una herencia más
intelectual que material. Habitamos las ciudades de los muertos y sus
ideas nos habitan cada día. Despreciar todo lo que fue por todo lo que
es, es una actitud además de soberbia perezosa, porque implica una grave
falta de crítica, y el pensamiento crítico nunca ha sido, hasta ahora,
complaciente y menos autocomplaciente. El pensamiento crítico es un
invento antiguo, no de esta generación; todas las generaciones lo han
usado en mayor o menor medida, lo que demuestra cuán reaccionario se
puede ser cuando en base a la pereza intelectual y en nombre de lo nuevo
se olvida de dónde venimos y sobre qué antiguos pilares está sentado el
presente. Esa amnesia, esa complacencia es la mayor amenaza, no sólo de
esta generación.
Una
vez más, en lo verdaderamente humano, en lo importante, no hay muchas
novedades. La idea de ser diferentes y originales tampoco es novedoso.
Sólo que aquellos que carecen de memoria y aprecio por el pasado creen
que el mundo ha comenzado con ellos. No advierten que el mundo podría
terminar con ellos, de forma imperceptible, eso sí, si los robots se
siguen pareciendo cada vez más a los seres humanos y los humanos
insisten en parecerse cada vez más a los robots.
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