César Castro Fagoaga
“Hay que darle fierro a esos sujetos”, dijo el sierra, en radio abierta, en la señal que comparte con decenas de sus compañeros. El sierra, como se dicen entre ellos los policías, estaba harto y poco le importó que su queja se escuchara en las radios de la Policía Nacional Civil. Pocas horas antes, en la madrugada de ese jueves 15 de enero, otro de sus compañeros había sido asesinado en Izalco, el séptimo policía caído en el año.
Antes de la queja de ese sierra, otro había exigido a la Fiscalía cumplir lo que está escrito en la vigente Ley de Proscripción de Pandillas. La atmósfera era de desesperanza. De rabia. Lo que estaba implícito, algo que ninguno mencionó, es que la Policía ha perdido el control territorial de país. Corrijo: que el Estado ha perdido el control territorial del país. No fue casualidad que ese mismo día, por la tarde, la Policía bajara instrucciones para que sus agentes protegieran a sus familias –potenciales blancos de las pandillas, según la nota– y que evitaran las canchas, los parques, cervecerías o fiestas de pueblos.
Que la policía se esconda en sus casas.
El considerable aumento de la violencia de 2014 dio por el traste lo que aún quedaba de la tregua entre pandillas. Por si hacía falta confirmación, 2015 inició con 14 homicidios diarios, además de los policías que han sido asesinados cada dos días.
A esta situación no hemos llegado únicamente por culpa de las decisiones que se tomaron en la pasada administración. No ayuda, sin embargo, que uno de los principales responsables, que se desentendió de la tregua cuando ya no le fue rentable, aparezca ahora diciendo que su gobierno salió limpio de esto. No, señor Funes, empoderar así a las pandillas los hizo darse cuenta de que podían negociar con los homicidios.
El tratamiento sinsentido durante los gobiernos de Flores y especialmente en el de Saca –cuya única aportación fue la necedad de profundizar el error de mano dura de su predecesor– sirvieron de base para que este monstruo que ahora tenemos delante sea difícil de aplacar.
El cinismo expresidencial, evidente cuando han querido evadir responsabilidades, tampoco ha ayudado para que la población se sienta menos agobiada y demande, como consecuencia, soluciones irracionales. Deberían callarse, que bastantes muertos tienen en sus espaldas ya.
El actual Gobierno recibió ese jueves negro, donde también masacraron a una familia, un nuevo (el número 5,234) plan de seguridad. Lo recibió un presidente que, hasta el momento, ha mostrado una impresionante incapacidad para manejar la situación. Desaparecido la mayor parte del tiempo, y con discursos de felicidad que hace pensar que vivimos en Suiza, solo espero que Sánchez Cerén tenga el temple para mirar al pasado, ser transparente y no cometer los mismos errores de su exjefe.
La desesperación, desgraciadamente, no es nueva, pero esta oleada de violencia ha hecho que cada vez más ciudadanos decentes (de esos que van a misa, estudiaron en una universidad y que pagan $3 por una cerveza) pidan fierro para esos sujetos. Trato de entenderlos: un Estado que no existe en las comunidades que huyen ante la amenaza de pandillas, un Gobierno que da tumbos sin definir una política clara ante el cementerio en el que nos convertimos y una Policía que tira la toalla y que prefiere actuar fuera de la ley para intentar reestablecer el orden. Nada de eso ayuda.
Y no, no puedo. Mucha sangre he visto en estos años de paz –23, según la cuenta oficial– para sumarme a las peticiones de fierro. ¿Tan bajo hemos caído que nuestro papel de héroes lo queremos rescatar de la imitación de los pandilleros que tanto decimos detestar?
No los podemos matar a todos, y si así fuera, ¿es lo que queremos? Las pandillas no nacieron por generación espontánea; son hijas de una larga herencia de exclusión social. Y matándolos a todos, y sus familias –medio millón de personas, según los cálculos–, no nos convertiremos automáticamente en Noruega, como siempre hemos soñado.
Lo de Charlie Hebdo fue terrible, pero sirvió para demostrar que, incluso aquí, donde la muerte camina cómoda, la indignación aún es útil.
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