En este ensayo, el jesuita José María Tojeira desarrolla una serie de ideas teológicas que fundamentan la calidad de martir de Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Fue publicado en ocasión del 30 aniversario del asesinato del arzobispo en la revista española Razón y fe. "En cuanto a la vigencia hoy, lo único que cambia es que ya la Iglesia ha reconocido su martirio en cuanto tal, que era algo que yo defendía en aquel entonces, como muchos otros cristianos de El Salvador", dice Tojeira.
Meses antes de ser asesinado,
monseñor Romero visitó la casa de su amiga Santos Delmi Campos de
Cabrera, y le entregó un cofre con centenares de fotografías personales,
con la intención de que ella las guardara. El 24 de marzo de 2010,
cuando se cumplía el 30o. aniversario de su martirio, la mujer entregó
el tesoro al Museo de la Palabra y la Imagen para su rescate y
conservación. Esta fotografía, como muchas de las que fueron rescatadas,
carece de información que detalle dónde se tomó o quiénes aparecen en
ella.
Ensayo - elfaro
José María Tojeira, SJLa actualidad de un santo contemporáneo
Hay muchas maneras de acercarse a la actualidad de Mons. Romero. Viendo lo que se escribe sobre él, asistiendo a las celebraciones que sin falta se repiten cada año, puede ser el modo más normal. Pues las manifestaciones de devoción a su persona no cesan. Sin embargo, un acercamiento más importante consiste en medir el influjo que su figura puede tener en la historia contemporánea. Sin exagerar su aporte, sabiendo que otros como él han contribuido profundamente a dibujar una figura de cristiano, de profeta y de pastor, pero apreciando también el peso de su contribución.
Una oportunidad para evaluar ésto nos lo ofrece un documento papal contemporáneo. Se trata de la Exhortación Apostólica "Pastores gregis". En este extenso documento, en el capítulo VII[1], se reflexiona sobre el papel del obispo ante los retos del mundo de hoy. Y en los textos de este apartado encontramos profundas semejanzas con lo que Mons. Romero vivió y representó. En primer lugar se nos presenta una situación social muy semejante a la que a nuestro obispo en cuestión le tocó vivir. ..."la guerra de los poderosos contra los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y pobres". Y todo ello "en el seno de un sistema económico injusto, con disonancias estructurales muy fuertes".
En estas situaciones, el documento papal menciona una serie de actitudes y compromisos que competen al obispo en general: Padre de los pobres, defensor de los derechos del hombre, afianzado en el radicalismo evangélico, capaz de desenmascarar las falsas antropologías y de discernir la verdad. Debe ser además "profeta de justicia" y asumir "la defensa de los débiles, haciéndose la voz de los que no tienen voz para hacer valer sus derechos". Indudablemente no han sido muchos los obispos que respondan con claridad a este tipo de perfil en medio de esta situación tan generalizada en el mundo de "guerra" de los poderosos contra los débiles. En el primer mundo ha dominado la prudencia episcopal, sin ni siquiera atreverse a decir, con cierta dureza profética, que es un crimen brutal, aunque sea por omisión, el no llegar al 0.7% del PIB en la ayuda de los países ricos al mundo en vías de desarrollo. En el tercero se ha oscilado con frecuencia entre el miedo y la prudencia[2], sin que sea la "parresía", que también se cita en el documento, y la profecía, las virtudes dominantes. Que ha habido obispos valientes y arriesgados, afianzados en el radicalismo evangélico para defender a los pobres es un hecho. Pero que no constituyen la mayoría, también se puede decir sin faltar al criterio de realidad.
En este contexto la figura de Mons. Romero es probablemente una de las más conocidas eclesialmente, y de las que posibilitan desde hace un cuarto de siglo que la Iglesia pueda anunciar con veracidad este perfil que el Papa recomienda para todos los obispos. Profeta de justicia y voz de los sin voz han sido títulos atribuidos a este nuestro mártir salvadoreño y universal, incluso durante su propia vida. Es difícil pensar que sin la existencia de Mons. Romero, y sin la reflexión que siguió sobre su vida, obra y testimonio, se pudieran acuñar esos términos en un documento pontificio. Sólo una vida tan sólidamente cristiana y evangélica, y una reflexión tan difundida sobre su persona puede abrir campos en el pensamiento universal de la Iglesia. Y puede influir, junto con otras experiencias tal vez menos difundidas, pero muy semejantes, para que a nivel eclesial se aspire en la actualidad, a que comportamientos y actitudes que en tiempos de Mons. Romero fueron juzgados como ajenos a la práctica episcopal incluso por un buen número de sus hermanos en el episcopado, sean ahora la norma y el ideal para la misión episcopal. ¿Se inspira el documento pontificio, al hablar de los retos frente a la actualidad, en la vida y muerte de Mons. Romero? A mi juicio, la repetición de calificativos como los de profeta de justicia y voz de los sin voz[3] aplicados desde hace 25 años de un modo sistemático a Mons. Romero, hacen pensar que hay una clara referencia a su persona.
El hecho de que la causa de su beatificación esté introducida, y todavía más, que haya dificultades "políticas" para su beatificación, muestran una vez más su actualidad. El Cardenal Silvestrini, en 1989, tras la muerte de los jesuitas, decía en una Misa celebrada en la sede de la comunidad de San Egidio: "Tenemos que llamarles mártires ya. No podemos esperar 50 años". Porque el reconocimiento de cierto tipo de martirio relativamente atípico en la Iglesia, que contiene elementos de justicia que a su vez poseen componentes políticos, tiende a retrasarse. Con Mons. Romero pasa, efectivamente, algo de eso. Su muerte es tan actual en El Salvador, a pesar de los 25 años transcurridos, y dice tantas cosas concretas frente a la realidad, que el proceso de beatificación tiende a caminar más lento de lo que la propia incidencia del mártir en la vida eclesial podría hacernos esperar.
Testigo creíble de la resurrección
Primera comunión masiva. La fotografía carece de información sobre el lugar y la fecha en que fue tomada. "Cada uno de nosostros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los derechos humanos, de la libertad, de la igualdad, pero mirándolos a la luz de la fe." / Foto de la colección "Romero: voz y mirada", del MUPI.
Mons. Romero es actual porque es un testigo no sólo creíble de la resurrección de Jesús, sino de alguna manera un sujeto actualizador de la misma. En 1985, celebrando la Eucaristía del Domingo de Pascua en un campamento de refugiados salvadoreños, preguntaba a los participantes cómo era que sentían ellos la resurrección del Señor. Y una mujer, campesina, humilde, utilizaba la muerte de Mons. Romero para explicar ese sentimiento. Decía que cuando mataron a este obispo ejemplar, ella cayó en una profunda depresión. El Salvador no tenía solución porque mataba a lo mejor de sus hijos. Sin embargo, en la medida en que trascurrían los primeros días, empezó a darse cuenta de que en medio de sus dificultades el recuerdo de Mons. Romero la animaba. Empezó a sentir que ese recuerdo le hacía pensar que Monseñor estaba vivo y que la ayudaba en medio de sus desgracias, le infundía esperanza en medio de su huida como refugiada, y le daba consuelo en medio de la pérdida de seres queridos en la represión. "Así debió ser como les pasó a los apóstoles" concluía la campesina, "y así también me ayudó Mons. Romero a mi para que la resurrección del Señor me diera esperanza entre tanto dolor".
Esta experiencia individual se multiplica al contemplar la figura concreta del obispo salvadoreño. Su actitud frente a la realidad humana de su época siempre fue de servicio y de amor. Incluso cuando reprendía a verdaderos criminales de lesa humanidad, utilizaba un leguaje que en muchos aspectos incluso desconcertaba a sus amigos. Al hablar a los militares y pedirles un cambio radical frente a las violaciones a los Derechos Humanos, no dudaba en insistir en el amor que sentía por ellos: "Conviértanse. No pueden encontrar a Dios por esos caminos de torturas y de atropellos. Ustedes que tienen las manos manchadas de crimen, de tortura de atropello, de injusticia, ¡conviértanse! Los quiero mucho. Me dan lástima porque van por camino de perdición"[4]. No es la de Mons. Romero la actitud del desesperado ante el dolor ajeno, la del político fogoso, o la del profeta apocalíptico. Al contrario, en su voz domina la compasión, la solidaridad, la apertura a todos, la llamada a la conversión y al perdón. "Cómo quisiera yo, hermanos, que un día todos los que hoy van sembrando el terror como Saulo por Jerusalén y la Tierra Santa se convirtieran"[5].
Esta priorización del amor en su actitud profética le identifica con la pasión del Señor y con su resurrección. Sobre todo porque tras esta prioridad está la convicción de que la muerte en servicio y por amor al prójimo tiene una enorme eficacia histórica. Al igual que otro obispo perseguido, y famoso también por sus homilías, San Juan Crisóstomo, Mons. Romero cree en el amor como fuerza triunfante, resucitadora. El obispo y doctor de la Iglesia decía: "En la guerra, caer el combatiente es la derrota; entre nosotros eso es la victoria. Nosotros no vencemos jamás haciendo el mal, sino sufriéndolo. Y la victoria es justamente más brillante, pues sufriéndolo podemos más que quienes lo hacen. Con ello se demuestra que la victoria es de Dios, como que es una victoria contraria a la del mundo. Y esa es la mejor prueba de fuerza"[6]. Mons. Romero por su parte, reflexionando sobre la violencia, aseguraba que la mejor violencia que existe es la que se hace uno a sí mismo aceptando pacíficamente la muerte en servicio de los demás: "Sepan que hay una violencia muy superior a la de las tanquetas y también a la de las guerrillas; es la violencia de Cristo: Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen". Y en otro lugar recalca la victoria a la larga de "la violencia del amor, la de la fraternidad, la que quiere convertir las armas en hoces para el trabajo"[7].
Ambos obispos fueron excelentes oradores y ambos recibían sistemáticamente aplausos a lo largo de sus homilías. Pero el interés de ellos estaba en otro lado. En el de ser testigos de un modo de ver la vida y la historia que trascendiese modos comunes de entender la existencia en sus respectivas culturas. Frente a la idolatría del dinero, del poder o de la propia organización política, Mons. Romero ponía siempre por delante la fuerza del servicio y del amor, con la seguridad de que incluso cuando estos valores fracasaban ante la represión o la fuerza bruta, se manifestaba de un modo misterioso, pero real, una nueva victoria del Señor Jesús. Cuando Mons. Romero decía su famosa frase, "si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño" no estaba alardeando ni atribuyendo un valor especial a su vida. Sino manifestando una profunda convicción de que la muerte por la verdad, y en servicio de los pobres, multiplica la vida, llena de ánimo a muchos otros y manifiesta la eficacia de la cruz. Esa eficacia de la que ya hablaba Tertuliano cuando decía: "Nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros; la sangre de los cristianos es una semilla"[8].
Un obispo perseguido y discutido
Aunque hoy todo parece evidente, en su momento incluso algunos de sus hermanos obispos le acusaron de "dividir al país y confundir a la nación"[9]. Los ataques en periódicos de la época fueron innumerables. Sin embargo, la situación de represión que el país vivía era impresionante. Y los estudios más equilibrados de la muerte y destrucción de aquellos momentos, tendían a decir que los atentados contra la vida se repartían en una escala de diez a uno en responsabilidad del Estado. Aunque no faltaban las interpretaciones políticas sobre la situación de El Salvador, lo cierto era que la falta de equidad y la injusticia se habían vuelto enormemente patentes a lo largo de los años setentas. Años de crecimiento económico, pero que no crecían en desarrollo social. Las diferencias entre ricos y pobres aumentaban. Pero también la población tomaba conciencia de la situación. La misma Iglesia trabajaba con mayor ahínco cada día el tema de la justicia social y contribuía a que es misma conciencia se extendiera. En ese contexto el gobierno militar[10] comienza a hacer fraude en las elecciones para perpetuarse en el poder. Y se inicia un proceso de represión muy fuerte contra toda persona que denuncie la situación.
Aunque surgen en ese contexto grupos revolucionarios de tendencia marxista, el problema principal no es ideológico, sino sobre todo político y social. Aunque a la violencia represiva comienza a seguirle la violencia subversiva. Mons. Romero, como hombre bondadoso que era, trata de evitar toda violencia y aportar soluciones por las vías pacíficas. Primero hablando en privado. Posteriormente, cuando la situación se vuelve insostenible y el asesinato a través del poder del Estado una costumbre, nuestro obispo empieza a denunciar la opresión económica, política e ideológico-organizacional. Su voz empieza a tomar el carácter profético con el que se hizo universal. Pero su doctrina no se aleja del pensamiento cristiano y de la Doctrina Social de la Iglesia. Al contrario, se convierte en un extraordinario comunicador del pensamiento eclesial aplicado a la realidad. En su cuarta carta pastoral denuncia con energía las idolatrías de la riqueza, del poder y de la organización, en la medida en que cada una de ellas sacrifica vidas humanas. No solo trata con su palabra de insistir ahora, en medio del grave conflicto social, en el destino universal de los bienes, sino de recordar con voz profética que es mejor compartir el anillo que quedarse sin dedo. Romero repite insistentemente las frases de Juan Pablo II sobre la propiedad privada, insistiendo en el tema de la hipoteca social que hay siempre tras la misma[11]. Las citas de Pablo VI, hablando en sentido parecido, son también frecuentes. Y aunque Romero trata siempre de equilibrar su mensaje recordando que es imprescindible la conversión del corazón y la construcción del hombre nuevo, para que la transformación de las estructuras sea eficaz, su análisis social molesta demasiado a quienes quisieran ver en las protestas un tinte exclusivamente político.
Pero es que cuando las contradicciones alcanzan el nivel del pecado estructural,la profecía y la persecución caminan juntas. América Latina tiene una enorme presencia del cristianismo como religión de las grandes mayorías. Pero al mismo tiempo muestra los mayores desequilibrios e inequidad entre ricos y pobres. Mientras en los países desarrollados, y en buena parte de los países en vías de desarrollo la diferencia en el ingreso entre el 20% más rico y el 20% más pobre oscila en una proporción de cinco o, cuando más, diez a uno, en nuestras tierras americanas son frecuentes las desproporciones de veinte a uno y más[12]. En esta situación, la doctrina social de la Iglesia, correctamente aplicada y anunciada, se vuelve mucho más agresiva que en regiones con menor disparidad y desigualdad social. Y si además esta doctrina se predica adaptándola a la realidad nacional, explicándola en un leguaje inteligible, aclarándola con ejemplos de la vida diaria, no es raro que surjan las acusaciones de comunismo, subversión, etc. Especialmente en los tiempos de Romero, en el que las guerrillas, mayoritariamente de inspiración marxista, trataban de tomar el poder por la vía violenta. De nada servían las aclaraciones de nuestro obispo mártir, su evidente pacifismo, su lenguaje abierto a la comprensión de las personas, su actitud sistemática de condena de todo tipo de violencia.
Y es que la violencia era excesiva. Cuando después de la guerra civil, en 1993, la Comisión de la Verdad empezó a funcionar en El Salvador como un mecanismo de reconciliación, y abrió sus oficinas a denuncias de violaciones de Derechos Humanos, llegó a conclusiones que aclaran la postura profética de Mons. Romero y el por qué de su asesinato. De 20.000 denuncias de graves violaciones de los Derechos Humanos, presentadas durante los pocos meses que la Comisión operó en El Salvador, el 85% eran atribuidas "a los agentes del Estado, a grupos paramilitares aliados de éstos y a los escuadrones de la muerte". El 5% eran, por el contrario, atribuidas a la guerrilla[13]. La Comisión de la Verdad aclara que este número de 22.000 denuncias fueron las seleccionadas en un período de 11 años (1980-1991), que hubo muchas otras, contadas por miles, y que "estas denuncias no representan la totalidad de los hechos de violencia". Violencia represiva contra un pueblo que no hacía sino pedir justicia.
El tiempo de Mons. Romero era semejante. Era el preludio de la locura que siguió a su muerte. La violencia estaba, al igual que después, prioritariamente concentrada en los sectores gubernamentales. Por eso no extraña, que al ser fiel a la realidad, fuera la parte oficial la más criticada en sus homilías, y que fuera este sector, dueños del poder, de la riqueza y de los medios de comunicación, los que lo atacaran y trataran de denigrarle con mayor energía.
Ante la brutalidad sólo cabía la resistencia y la verdad. Romero no dudó sobre su misión. Le animaban el amor a los pobres, el respeto por la dignidad de la persona humana, la presencia en la oración y en la vida de Jesús crucificado y solidario con la humanidad, el ejemplo de tantos cristianos, verdaderos mártires, que ofrendaban generosamente la vida. Cuando Juan Pablo II pidió a las conferencias episcopales que recogieran los testimonios martiriales del siglo XX en sus regiones y países, Romero encabezaba la lista de los salvadoreños. No sólo porque con sus sacrificio se había convertido en paradigma de muchos otros mártires en el propio país, sino porque su propio martirio se había ido forjando desde la solidaridad con los que habían dado su vida por los demás. "El hecho es que cuando quisieron apagar la voz del P. Grande para que los curas tuvieran miedo y no siguieran hablando, han despertado el sentido profético de nuestra Iglesia"[14].
Un mártir para nuestros días
El martirio de Mons. Romero se gestó en solidaridad con su pueblo. Podemos decir hoy que fueron los pobres, los sencillos y los humildes los que fueron evangelizando a Mons Romero, alimentando su fuerza profética y dándole paz en una entrega generosa y cruenta de la vida que se veía cada vez más cercana. Con Rutilio Grande habían muerto un anciano y un niño, por el simple delito de acompañarle a celebrar Misa. Pocos días después de su asesinato, la Guardia Nacional de El Salvador había rodeado de madrugada la casa cural de Aguilares, con el deseo de detener a los otros sacerdotes que trabajaban con él. Un joven sacristán se percató de ello, despertó a los sacerdotes, y los invitó a subirse a la torre de la Iglesia para estar más protegidos, mientras él tocaba las campanas para despertar al pueblo y evitar que la Guardia detuviera y secuestrara a los religiosos. La muerte de Rutilio hacía presagiar más muerte y el joven sacristán quería evitarla. Mientras tocaba las campanas para despertar al pueblo, la Guardia disparó. Juan cayó muerto entre los sacerdotes. A éstos los detuvieron y los deportaron hacia Guatemala. Pero el pueblo se despertó, se dio cuenta de que era la Guardia Nacional la que los llevaba detenidos, y se posibilitó de ese modo que la desaparición de los sacerdotes, que duró 4 días, no fuera definitiva.
El caso de Juan no era único, y continuamente le llegaban noticias a Mons. Romero de casos como el que hemos contado. Su solidaridad, su apertura y sensibilidad frente al dolor de su pueblo, su fe honda y su apasionado amor a Jesucristo, le preparaba para la entrega consciente de su vida.. Aunque la cita sea extensa, merece la pena leer las propias palabras con las que Mons. Romero, en una entrevista, sintetizaba el sentido de su martirio, previsto y aceptado como lo previó y aceptó el Señor.
"He sido frecuentemente amenazado d muerte. Debo decirle que como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Como pastor estoy obligado, por mandato divino, a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador. El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede Ud. decir, si llegan a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá así se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás"[15].
Cuando 25 años después nos preguntamos por la vigencia del martirio de Mons. Romero, lo hacemos desde un mundo que sigue produciendo víctimas a una escala escandalosa. Sin las tensiones de aquella época pero con la misma frialdad. Las noticias nos presentan la muerte de los pobres y de los más débiles con mayor evidencia y en nuestra reacción se unen con frecuencia el horror y la impotencia. Incluso a veces podemos refugiarnos en la indiferencia, en el no querer saber, en la defensa incluso de nuestro propio hábitat, que no queremos que se infecte con las plagas que vienen de fuera.
En este contexto tan distinto el obispo salvadoreño sigue teniendo una enorme vigencia. Simplemente se dejó impactar por la realidad y se dedicó en primer lugar a consolar, a estar donde estaba el dolor. A escuchar a las víctimas y a acercarse a ellas, a identificarse con sus sufrimientos y con sus esperanzas, a percibir cómo desde el dolor se testimoniaba un amor y una resistencia que iba más allá de toda esperanza humana. A redescubrir el Evangelio en el dolor de los pobres, a repetir que "el hombre es Dios... un pobre Dios crucificado como Tu"[16]. En un mundo donde el dolor de los débiles y las agresiones de los fuertes siguen marcando una tónica desesperante, Mons. Romero nos abre a la esperanza. Fue un hombre de fe cuya palabra sigue viva entre su pueblo. Fue una persona solidaria, que se dejó deconstruir y reconstruir por un Evangelio redactado hace dos mil años y contemplado, orado y revivido en la cruz concreta de la humanidad de su época. Fue un testigo de los que hacen hoy creíble la resurrección. En él recordamos no solo la Pasión del Señor, sino cómo la fidelidad de Dios permanece en la historia a través de esa locura de la cruz que es más eficaz que cualquier tipo de sabiduría o religión.
Óscar Arnulfo Romero contempla El Vaticano y Roma desde la Basílica de San Pedro. / Foto de la colección "Romero: voz y mirada", del MUPI.
[1].- Ver especialmente los números 66 y 67 del documento mencionado
[2].- El miedo y la prudencia no se comparan aquí. El miedo es indudablemente negativo, mientras que la prudencia es una virtud muchas veces necesaria en la vida pastoral de las Iglesias.
[3].- Mons. Romero en su homilía del 28 de Agosto de 1977 dice ya con rotundidad "Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los Derechos Humanos". Y más tarde, en otra homilía, "hemos sido llamados para defender sus derechos y para ser su voz"(18 Nov.1979)
[4].- Homilía del 10 de Septiembre de 1978. Las citas de las Homilías de Mons. Romero las he tomado mayoritariamente del libro de Thomas Greenan, "El pensamiento teológico pastoral en las Homilías de Mons. Romero", editado por la Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador en 1998.
[5].- Homilía del 9 de Septiembre de 1979
[6].- Homilías sobre el Evangelio de S. Mateo, publicadas en BAC, T II, 1956, 161.
[7].- Homilías del 21 de Enero del 79 y del 27 de Nov. del 77
[8].- Apologeticus, PL 1, 1534
[9].- James R. Brockman, La palabra queda, Lima, 1985, p.202
[10].- Aunque había elecciones ganaba siempre el mismo partido, que llevaba siempre de candidato a un oficial de alto rango.
[11].- Idea esta de la hipoteca social tomada de la "Laborem exercens"
[12].- Ver el Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD, 2004. Si se observa la lista de los 120 países en mejor condición se podrá ver que los países latinoamericanos son sistemáticamente los que tienen, salvo excepciones, mayores desproporciones en el ingreso. Y El Salvador no era una excepción en tiempos de Mons. Romero
[13].- Informe "De la locura a la esperanza", presentado por la Comisión de la Verdad en 1993 y editado en ECA, Marzo de 1993, pg 198
[14].- Homilía del 9 de Octubre de 1977
[15].- La voz de los sin voz, J Sobrino, I Martín Baró, R Cardenal (eds.), San Salvador 1980, pg 62.
[16].- León Felipe, "Oh, este viejo y roto violín" México, 1975, pg 111
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