Armando Salazar
Todos los que íbamos decíamos "Son compas los que están en el cerro". Las siluetas negras descendían la ladera, saltando en un terreno pelado...
Luisón siempre ha sido un toro, de los meros de los más indóciles, de los más orgullosamente silvestres, como él dice. La mera-mera mengambreya donde sea, lo último en cualquier desafío, cuando y donde siempre le retiembla el negro bigotío recortado.
En lo fresco de la mañana, él era el primero que iba en la columna de la Radio cuando el Atlacatl y otros batallones habían montado un operativo en la zona nororiental de Chalatenango. Era julio de 1991 y fue perro el trote que nos sacaron al equipo de La Farabundo en unos tramos recién saliendo de Arcatao. El Atlas iba en una maniobra cercando el pueblo y una dirección de tropas asomó vertiginosa por Cerro Grande. Las tropas del Atlas empezaron a bajar en ruta a la junta de los ríos Zazalapa y Gualsinga... la misma dirección que llevaba el equipo de la Radio.
Todos los que íbamos decíamos "Son compas los que están en el cerro". Las siluetas negras descendían la ladera, saltando en un terreno pelado. Aún nosotros caminábamos parsimoniosos por las empedradas veredas. A pesar de la distancia, unos a otros nos podíamos ver perfectamente. Pronto, por el radio, la columna confirmó la identificación de las sombras que descendían: era el enemigo. ¡No joda!
Y ya ahí, fue carrera abierta. A Erasmo le agarró un calambre que le engarrotó la pierna antes de cruzar el Gualsinga y renqueando tuvo que seguir. La subida por los pedreros del cerro Tecolote era interminable. No más llegamos detrás del Chichilco al Negro ya le sangraba la nariz. Mati, su compañera, que no mucho se enteraba de las peligrosas cercanías, estaba feliz porque ella era la que siempre se quedaba atrás en las marchas y en ese momento iba frescamente sin parar... cuando el Atlacatl casi nos iba agarrando del pelo.
La tensión era fuerte. Era un zumbido sordo en todo el cuerpo. Al bajar al Sumpul, quien escribe, ya no aguantaba más. Estaba agotadísimo. Para cruzar el río, Carmelo, el jefe del campamento, tuvo que ayudarme a cargar el bolsón de los documentos internos, el pisto del campamento y hasta con el fusil. Jaimito ayudó con la mochila y Milton solo preguntaba ¿Bueno y qué putas le pasa? El Sumpul lo cruzaba trastabillando con una bota en la mano.
Pero el Alto Mando y los jefes del Atlacatl, al parecer, andaban perdidos en el oriente de Chalate. No se sabe si la operación era realmente para combatir con nuestras tropas o para perseguir y ensañarse con los heridos del Hospital central y la Radio, las únicas instalaciones guerrilleras que habían en la zona en ese momento. Precisamente ese día, las tropas guerrilleras del Frente Norte chequeaban los últimos detalles para realizar, en la siguiente madrugada, el ataque a las posiciones militares en Nueva Concepción, en el extremo occidental de Chalatenango, casi a 70 kilómetros de distancia.
Tras subir la despiadada cuesta de Las Aradas al Zapotal, llegamos más que muertos. No importó si esa noche dormíamos a la par de los cuches o de las corrientes de agua con miados de las letrinas del pueblo. La mierda era un asunto de prioritario interés de esos cerdos que después se convertían en agradables y alucinantes chicharrones, mucho más allá de los perseverantes frijoles.
No había comunicación cierta, pero se calculó que el Atlacatl ya no nos seguiría, mientras que por las radios anunciaban con insistencia la pronta llegada del eclipse total de sol, un suceso jamás visto en Mesoamérica reciente. Que duraría varios minutos, que guarden la calma y que no se viera directamente para no dañar los ojos. En el campo, lo que pronto iba suceder, se deslizaba inmediatamente a la superstición: quedarían ciegos todos aquellos curiosos y desobedientes bíblicos.
Estando en el campamento y cuando ya avanzaba la mañana, Luisón simplemente dijo que esa mierda no la iba a ver y que dejaran de joder. Se metió a la champa, la amarró por dentro y se embozó con la cobija. Las radios contaban los minutos. Ya venía. Se aproximaba una situación que solo ocurriría nuevamente dentro de varios miles de años, lo que en algunos generaba curiosidad presencial, pero para otros, ya expandía una ansiedad sin precedentes, como si tocara ser un menospreciado pasto del anunciado desastre provocado por una gran bomba universal.
La mayoría de combatientes eran cristianos y desde chiquitos, familiares y curas, habían insistido que el fin del mundo era precedido por gigantescos y apocalípticos eventos nunca vistos. Eran las innegables señales de los últimos días. Jodiendo y agarrado de un pino, alguien gritaba en el campamento: "Arrepiéntase hijosdeputa".
El obligatorio, milenario y totalmente desconocido evento celeste, más bien negro, paralizó brevemente la guerra salvadoreña. Fueron casi diez minutos de apretar el esfínter para muchos creyentes de las profecías, de un bando y de otro.
Poder ver el espectáculo desde La Montañona era, sin más palabras, un hecho descomunal. En el manto verde del país, los pájaros callaron por completo. Un completo silencio sobrenatural. Desde los pinares mirábamos cómo la oscuridad se estacionaba y se comía poco a poco la luz, haciendo un lento y progresivo barrido desde el volcán Chichontepec, el cerro de Las Pavas, el lago Suchitlán, Guazapa, El Boquerón hasta perderse totalmente en el poniente.
La Montañona quedó a oscuras completamente por prolongados minutos. "¡Puuuuuta, mirá: no se mira nada!" y el otro seguía "Arrepiéntase...". Quedamos paralizados, totalmente pasmados. Fue hasta el largo rato que se avizoró el avance de la penumbra y que la claridad del día nuevamente iba tomando posesión. Los pájaros nuevamente volvieron a hacer una gran bulla y Luisón finalmente salió de la champa carcajeándose de que aún estaba vivo.
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