Manuel Navarrete
Las máscaras del pensamiento reaccionario en educación
I.
En
el año 2005, el actor Samuel L. Jackson protagonizó la película
Entrenador Carter. En ella se contaba la historia real de Ken Carter,
que fue entrenador de baloncesto en la escuela pública de Richmond, un
barrio marginal de San Francisco. Carter se había criado en el barrio y
sabía que los jóvenes afroamericanos eran utilizados para potenciar el
exitoso equipo de baloncesto del instituto, para luego ser abandonados a
su suerte sin estudios ni preparación. Por ello, obligó a sus jugadores
a alcanzar determinado promedio académico. Cuando no lo obtuvieron,
cerró el gimnasio de Richmond, manteniéndose firme en su postura pese al
acoso de la escuela, la prensa y los propios padres. Finalmente, esos
jóvenes comenzaron a esforzarse en sus estudios para lograr que Carter
reabriera el gimnasio. Muchos incluso fueron a la universidad.
Esta
hermosa historia adquiere particular simbolismo y gran actualidad a la
luz de los debates cruciales que en los últimos tiempos se vienen
desarrollando en materia de educación. Y en los cuales nos está tocando
ir a contracorriente. Y es que, a nuestro juicio, se está produciendo
una terrible confusión entre la pedagogía presuntamente “progresista” en
boga y la pedagogía auténticamente emancipadora que necesitamos. O
entre lo que ese supuesto “progresismo” dice de sí mismo y lo que
realmente enmascara.
Por
desgracia, no solo la administración educativa sino también buena parte
de la izquierda han asumido en su totalidad los tópicos que dimanan de
esta visión autodenominadamente “progresista”. Los síntomas de la
epidemia son claros: presiones de la administración y de la inspección
para incrementar el número de aprobados, independientemente del nivel
académico alcanzado. Alumnos “PIL” que superan curso “por imperativo
legal”, aunque suspendan todas las materias. O todo ese entramado de
artimañas, tretas, adaptaciones curriculares, programas especiales,
recuperaciones regaladas y un largo etcétera, que lleva a que a un
alumno no le merezca la pena estudiar ni esforzarse por nada. Todo ello
culminado por una singular corriente que crece entre los padres y que se
opone a que los niños dediquen un solo minuto de su tiempo a “hacer
deberes” en casa.
En
Andalucía, avaladas por la Junta, estas tendencias están llegando al
paroxismo, por lo que no es de extrañar que, cada tres años, el Informe
PISA le saque las vergüenzas a la educación andaluza. O que uno de cada
cuatro alumnos andaluces de Bachillerato repita curso; diez puntos por
encima de la media española.
II.
Eso
sí, la visión de la educación que comentamos sabe venderse bien a sí
misma: dice oponerse a toda “disciplina reaccionaria”, a toda regla que
oprima “la libertad” del alumnado. Y –en lo siguiente de manera sincera–
se opone a que los niños de entornos más desfavorecidos reciban grandes
dosis de, por ejemplo, historia de la literatura, optando por limitar
su formación al aprendizaje de algunas habilidades comunicativas
básicas, “más útiles para ellos”. Ya se sabe: es lo único que
necesitarán en “su” limitado mercado de trabajo como masa obrera.
Naturalmente,
esto casa muy bien con determinadas aspiraciones seculares del
liberalismo: tener una educación de primera para la élite y, por otro
lado, una educación funcional para los “curritos” que, al fin y al cabo,
están predestinados a dejar las horas de su vida sirviendo copas a
turistas venidos del norte. Tal es el mundo real que se enmascara tras
la apariencia “libertina” de los planteamientos pedagógicos actualmente
de moda.
Por
ello, en mitad de este panorama, nos toca defender otra visión de la
educación: la educación como ascensor social (eso sí, no como ascensor
individual, sino como ascensor colectivo, de la clase trabajadora). La
educación como modo de que la gente de los barrios oprimidos vaya
adquiriendo preparación, conciencia, poder. De que los camareros, las
cajeras, los inmigrantes, los precarios adquieran herramientas para
entender su realidad, a fin de transformarla. Y hay que decirlo sin el
menor complejo: para ello, evidentemente, es necesaria una disciplina,
unas reglas, unos límites en el aula. La alternativa es sencillamente
renunciar a todo concepto de escuela, de formación.
Decía
el revolucionario comunista Antonio Gramsci que la verdadera hegemonía
se alcanza combinando la coerción y el consenso; no solo con coerción,
ni solo con consenso. En el aula sucede lo mismo. El propósito es,
naturalmente, una desconexión progresiva del alumnado, apoyada en su
paulatina maduración; sobre todo desde los 16 años en adelante. Pero la
situación de la que se parte con, por ejemplo, un alumno de 1º o 2º de
ESO (con 11, 12, 13 años) no es esa. Un niño es un niño. Necesita ser,
precisamente, educado (aunque el educador, naturalmente, también lo
necesite).
III.
Recordemos,
si nos obligan a ello, lo obvio: cuando nacemos, no conocemos nuestros
límites. Creemos que el mundo está a nuestra disposición, que podemos
tirarlo y romperlo todo libremente. Es necesario un largo proceso
educativo para aprender a vivir en comunidad, a respetar -pongamos por
caso- los turnos de palabra, a entender que tu libertad termina donde
empieza la del otro. El verdadero ejercicio de la libertad exige
condiciones; y no hablamos solo de una maduración previa, sino también
de autonomía personal, de derechos sociales y de una educación. ¿De qué
“libertad” hipócrita hablan, cuando si no obligáramos a los alumnos a ir
a clase, decidirían quedarse en sus casas y habría que renunciar a esa
conquista histórica de los trabajadores que fue la escolarización? No
será la libertad la que capacite para la educación, sino la educación la
que capacite para la libertad; o, más concretamente, para luchar por
ella con mejores “armas de la crítica”. Pues, ya en el terreno social,
podemos hacernos la misma pregunta: ¿qué “libertad” hipócrita es esa de
la que“disfrutan” sus padres, en una familia de barrio humilde, si ni
siquiera pueden elegir entre tener un trabajo o no tenerlo, entre tener
un trabajo fijo o uno precario, entre sufrir pobreza energética o no
sufrirla, entre tener derecho a la vivienda o ser desahuciados?
En
todo caso, y volviendo al tema que nos ocupa, en pedagogía, como en
todo, no valen de nada las teorías sin práctica, las meras frases.
Tampoco los libros escritos por gentes que no han pisado jamás un aula, o
que solo han trabajado en centros privados (sean estos de curas o
“libertarios”), de esos en los que los críos vienen ya moldeados de casa
y llevan en sus caras la eterna sonrisa que otorga el dinero. Solo
sirven de algo las prácticas reales; y las prácticas solo son reales y
transformadoras si se sumergen allá donde está el sujeto histórico
destinado a liberarse, que no es en Paideia ni en Montessori, sino en
los barrios populares y en la escuela pública. Si queremos que en dichos
barrios se produzca una culturización y un fortalecimiento ideológico
de la clase trabajadora, nos veremos obligados a no confundir una
autoridad legítimamente constituida (y necesaria para desarrollar todo
proceso formativo con niños, más aún en entornos difíciles) con esa
suerte de “autoritarismo de clase” que es otra cosa y que, naturalmente,
es el enemigo a batir.
Ese
es el quid de la cuestión: distinguir la necesaria y positiva autoridad
que alguien, por el hecho de ser una persona mayor y un formador, tiene
sobre un niño de otra cosa muy diferente, como es la posición
jerárquica y clasista que, efectiva y tristemente, muchos docentes
reivindican con respecto a los alumnos, por el hecho de cobrar más
dinero, vivir mejor o “tener más cultura”. El caso es que la clave del
desenfoque está en confundir (a menudo de manera interesada y
consciente) estas dos clases de autoridad. A quienes viven arriba no les
parece un problema que se confunda la libertad (como algo a construir, a
conquistar; como un proceso) con esa caricatura burda que hacen de
ella. Al fin y al cabo, el fracaso de la escuela pública supone para
ellos una fuente inagotable de trabajadores precarios, resignados y
desarmados culturalmente.
IV.
Ahora
bien, hay algo que sí está claro: dado que el proceso pedagógico exige
una conexión, una solidaridad, una hermandad, hay que romper todo
distanciamiento social entre el profesor y el alumno. Y no nos referimos
solo a fórmulas ridículas como el “don”; vamos más allá. El pedagogo
soviético Anton Makarenko dirigió una colonia de huérfanos tras la
guerra civil rusa, como narra en su imprescindible obra Poema
pedagógico. En su colonia, los jóvenes combinaban el trabajo manual con
el intelectual. Makarenko era duro, creía en la disciplina; pero vivía
en las mismas condiciones que sus alumnos. Estaban aún saliendo de dos
cruentas guerras que causaron estragos y caos. Si ellos pasaban hambre,
él también. Si ellos vestían en harapos, él también.
Un
profesor debe tratar a sus alumnos como iguales socialmente. Debe
saludarlos si los ve por la calle. Debe reírse si dicen algo gracioso.
Debe vivir donde viven ellos, como viven ellos. Su ubicación jerárquica
como líder, como referente, es necesaria; pero debe ser algo funcional,
solo operativo en el aula y solo en función de los objetivos
pedagógicos, de la defensa del derecho a la educación. Hay que defender
el aprendizaje; defender a quienes atienden frente a los alumnos
disruptivos, e incluso a dichos alumnos disruptivos frente a sí mismos,
frente a esa parte de ellos que, por mil condicionantes, les empuja a
una vida en los bajos fondos. ¿Cómo defender el derecho a la educación,
en esas condiciones, sin una referencialidad, una autoridad
legítimamente constituida, un liderazgo? ¿Realmente vamos a entregarle
unos planteamientos que son ineludibles a la derecha? ¿Y qué hay de
todos los jóvenes (especialmente chicas; chicas de clase trabajadora e
incluso procedentes de sectores excluidos) que quieren aprovechar la
escuela, formarse, estudiar duro, acceder a la cultura formal; y que
para ello necesitan el acompañamiento del profesorado y el mínimo de
silencio necesario para entender sus palabras? Más allá de las
respuestas que demos a estos interrogantes, es claro que no molestamos a
la oligarquía que gobierna si nos limitamos a enarbolar frases e ideas
que sabemos inaplicables en el aula, en lugar de poner el foco en donde
realmente está la clave para edificar una educación emancipadora: en la
supresión de las barreras de clase entre docente y alumno.
Queremos
ahondar en la idea de que la mencionada misión (en la que Rajoy y
Sánchez sí que se dan la mano) de segregar dos rangos de educación (uno
para “los elegidos” y otro para “los débiles”) es perfectamente
funcional a determinada visión de la infancia, según la cual a los niños
no se les debe exigir la menor responsabilidad ni el más mínimo
esfuerzo. La idiotización de la juventud parte de este enfoque, para el
cual es una exigencia inaceptable que un niño estudie dos horas en casa
(completando, junto a las seis horas de instituto, ocho horas de
“trabajo”, junto a las ocho de ocio y las ocho de sueño). Eso sí, no hay
el menor problema en que el niño pase ocho horas diarias frente a la
Play Station 3, o en que tenga móvil y tarifa de datos pagados por sus
padres aunque suspenda todas las asignaturas, o en que haga media vida
en la calle y coquetee con las drogas. Al poder económico nunca le
estorbó lo más mínimo que la juventud de los barrios se echara a perder,
en lugar de organizarse y reivindicar otra posición en la sociedad (o,
mejor aún, una sociedad sin “posiciones” jerárquicas).
[A
modo de inciso, añadiremos un último detalle, políticamente incorrecto.
A mucha “izquierda liberal” escandalizará también, faltaría más, que
algunos docentes, desde posiciones revolucionarias y desacomplejadas,
reivindiquemos el uso del uniforme. Por lo visto, para muchos la
diversidad y la libertad se manifiestan en la ropa que vistas, y tu
personalidad (ya lo dice la tele) depende de la marca que uses... o
puedas permitirte usar. No les preocupa tanto la “guerra entre pobres”
que se produce cuando los jóvenes compiten entre ellos por ver quién
lleva la ropa más de moda, más de marca o más cara. Nosotros disentimos
de ello, pues forma parte, en realidad, del desenfoque del que estamos
hablando. Ojalá algún día convirtamos la escuela en un espacio liberado
de la tiranía que las marcas ejercen sobre la juventud; en un oasis
donde la personalidad pueda construirse de un modo mucho más auténtico,
sin depender de esos trapos, por cierto, fabricados en demasiados casos
por otro niño, pero en países saqueados por las empresas multinacionales
del norte.]
V.
Aclaremos,
para ir concluyendo, que desde aquí no reivindicamos la idea
proudhoniana de que la educación lo es todo. Reivindicamos que la
educación es, en el mejor de los casos, una base; pero nada más que eso.
La revolución la harán los oprimidos, cuando logren organizarse; y la
harán sin llamar a la puerta. Lo que no hay que olvidar es que aquellos
llamados a protagonizar la revolución no son esos intelectuales
universitarios e ilustrados que se centran en lo electoral y en “quedar
bien” en televisión. Son, por el contrario, esos alumnos disruptivos,
marginales, frecuentemente expulsados de los institutos de los barrios
obreros. Precisamente porque son los que menos tienen que perder. De
modo que, con ellos, hay que desarrollar multitud de estrategias
creativas, tanto en el barrio (fomentando el deporte, el baile u otras
actividades que los alejen de esa gran enemiga de la juventud obrera que
es la droga) como en el aula (empleando el hip hop, el flamenco, la
música). Nada más sano, sin irnos más lejos, que un profesor jugando al
fútbol con sus alumnos, o que un alumno rapeando en clase versos de
Rubén Darío. Hablamos de experiencias no solo posibles, sino reales.
Siguiendo
con este último ejemplo, muchos dirán que disfrutar de los clásicos de
la literatura nada tiene que ver con la revolución. No han entendido
nada. Está en la historia de nuestro movimiento la creación de
universidades obreras como la de Georges Politzer, pues, obviamente,
todo incremento del nivel cultural de la clase obrera es emancipador, le
ayuda a tener herramientas con las que interpretar lo que le sucede y
construir soluciones. ¿No es evidente que el antiquísimo anhelo de
reservar la cultura para una élite se está camuflando con argumentos
procedentes del populismo más burdo? Bien lo expresó Marx, a modo de
lapidaria sentencia, en ese episodio que le llevó a la ruptura con el
sastre Weitling. Sucedió en una reunión. Marx planteaba que agitar a la
población sin proporcionarle “ninguna base sólida para la acción”
equivalía al juego vacío y deshonesto de los predicadores. Cuando
Weitling defendió el método de los predicadores frente a los “análisis
de gabinete” de Marx, este, iracundo, golpeó furiosamente la mesa
haciendo caer la lámpara, se puso en pie y gritó: “¡La ignorancia jamás
ha ayudado a nadie!”.
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