Héctor Silva Ávalos
FACTum
Este lunes 4 de abril se cumplen 17 años de la violación y asesinato de Katya Miranda, una niña que tenía nueve años cuando en 1999 alguien la sacó de un predio de la playa Los Blancos, en el litoral salvadoreño, donde dormía junto a su familia paterna. En aquel predio estaban Edwin Miranda, padre de Katya y miembro del Estado Mayor Presidencial de Armando Calderón Sol, y Godofredo Miranda, entonces sub-jefe de la División de Investigación Criminal de la PNC. Ninguno de los dos evitó que a la niña la violaran y asesinaran. De hecho, la Fiscalía procesó a Edwin y a su padre, Carlos Miranda, por los crímenes contra la niña pero una jueza los exoneró. Esta historia, terrible, habla de la impunidad que El Salvador heredó de la posguerra y de la eterna vulnerabilidad de las víctimas. En mi libro “Infiltrados”, publicado por la UCA en 2014, reconstruí la investigación fallida para retratar esa impunidad infinita:
La fiscal Karla Estela Barquero Morán, destacada en la subregional de Zacatecoluca, llegó a la playa Los Blancos pensando que iba a ver a un ahogado. Era Sábado de Gloria de 1999, penúltimo día de vacaciones. “Todo mundo va de bajada ya y reza porque no salgan casos complicados”, dice un abogado que trabajó casi una década en la Fiscalía, alguien que conoció tanto a la fiscal Barquero como el caso Katya Miranda.
Antes que la abogada, horas antes, habían estado parados en ese pedazo de playa otras personas; al menos tres hombres, entre ellos dos empleados de la familia de la fallecida y un socorrista, el primero que llegó a la escena tras recibir una alerta que había escuchado en el onda corta sobre el ahogado de Los Blancos.
Al llegar al lugar, la fiscal Barquero empezó a levantar información. Habló con la familia y con otros testigos, como si se tratara de una víctima que murió ahogada; nadie le insinúo algo diferente. “Ella me dijo que había hasta tranquilidad en el rancho, que se daba por hecho que la niña se había ahogado”, cuenta un excolega de la fiscal Barquero con quien ella habló de lo ocurrido aquella mañana.
En las investigaciones posteriores, una de las decenas de preguntas que saltarían entre los investigadores sería cómo una niña tímida ‒como la describieron sus parientes‒ y rodeada de una docena de sus familiares más cercanos, incluidos su padre, sus tíos y sus abuelos paternos, salió de la propiedad sin que nadie se diera cuenta, pasó junto a dos empleados que hacían guardia junto al alambrado de púas que daba a la playa y caminó hasta el mar…
Fue hasta que se le acercó el forense asignado a la escena, quien hacía los primeros exámenes ‒en realidad, una inspección ocular, porque la escena estaba ya demasiado contaminada cuando la Fiscalía y Medicina Legal llegaron‒, cuando la fiscal Barquero se percató de que algo muy grave había pasado en ese rancho. Lo supo, pero no hizo mucho por descubrirlo.
“Está jodido esto, a esta niña la violaron y la mataron”, dijo el forense[1]. Él y la fiscal Barquero fueron hacia el cadáver, y ella descubrió, se lo mostró el forense, que los genitales de la niña estaban lastimados y que había sangre. Ahí supo que Katya Miranda, de 9 años, no se había ahogado, sino que la habían violado y luego la asesinaron enterrándole el rostro en la arena hasta que dejó de respirar. La autopsia final diría que la tráquea y otros conductos respiratorios de Katya Natalia estaban llenos de arena, y que en sus pulmones no había agua.
Dos agentes de la PNC destacados en Zacatecoluca que llegaron a la escena también asumieron que se trataba de una niña ahogada y se limitaron a cuidar el cadáver. Tampoco aseguraron la escena.
A eso de las 10 de la mañana, la fiscal Barquero sumó una irregularidad más a todas las que habían ocurrido desde que la niña murió ‒hora que un informe de la PDDH fija entre la 1 y las 3 de la madrugada del 4 de abril‒: permitió que el abuelo y el padre de la niña se llevaran el cadáver de la escena hasta un recinto judicial en Zacatecoluca. El abuelo, Carlos Miranda, sería procesado semanas después por asesinato y violación; y el padre, Edwin Miranda, por abandono de menor.
Esa mañana, además, las autoridades permitieron que la familia se llevara la ropa que la niña vestía. Cuando las prendas aparecieron en el Laboratorio Científico de la PNC, 28 días después, habían sido lavadas. Ninguna prueba de ADN, serología o de otro tipo fueron efectivas para encontrar rastros del violador y asesino.
Todas las irregularidades ocurrieron a pesar de que Godofredo Miranda, segundo al mando de la DIC y tío de la niña, durmió en el rancho la madrugada en la que su sobrina fue asesinada, y a pesar de que estuvo presente cuando se realizaron las primeras diligencias. Doce años después de aquello, declaró ante un juez que él trató de instruir a los primeros policías que llegaron a la escena ‒los agentes Luis Ernesto Barrera Trejo y José Simeón Gámez Mejía‒ para que cuidaran la escena, pero no le hicieron caso.
Sus palabras son difíciles de creer por dos razones: por un lado, porque era el segundo al mando de la DIC, uno de los hombres más poderosos e influyentes de la institución, alguien además formado militarmente, por lo que resulta difícil pensar que dos agentes rasos, destacados en una delegación del interior del país, hubiesen ignorado una orden de ese tipo; y por otro lado, porque los agentes creyeron en un inicio estar ante un ahogamiento y no ante un asesinato, como le pasó a la fiscal Barquero, a la familia y al primer socorrista que llegó.
“Al parecer, cuando los agentes llegaron al lugar del hecho, ya diferentes personas permanecían en el mismo, incluso curiosos, lo que implicaba que la escena del crimen estaba siendo contaminada. Presuntamente en ese momento todo apuntaba a que la menor se había ahogado, por lo que los referidos agentes se limitaron únicamente a custodiar el cadáver y permitieron que la escena del crimen se continuara contaminando”, dice la resolución final de la PDDH[2].
La omisión de Godofredo Miranda, su falta de supervisión de la escena, fue la primera garantía para la impunidad en el asesinato y violación de su sobrina. La omisión es atribuible a la PNC y la Fiscalía, pero el informe destaca como “circunstancia especial” la presencia del segundo de la DIC y el hecho de que una relación familiar lo uniese con la víctima[3].
Esto es lo que la PDDH concluyó sobre la cadena de irregularidades atribuidas a policías y fiscales aquel 4 de abril de 1999: “El actuar negligente de la Fiscalía y la Policía afectó irreparablemente el desarrollo de la investigación del homicidio y violación de la menor Katya Miranda, dado que la inspección ocular en la escena del delito constituye un pilar fundamental de la investigación, por su carácter irreproducible y que en la misma se recaban las primeras evidencias tendientes a identificar al autor o autores del ilícito”[4].
“En este caso nunca hubo trabajo de la escena del crimen ni de la Policía ni de la Fiscalía. El tío se fue, todos se fueron. Después de eso no hubo nada. Nunca hubo claridad”, dice un investigador privado que trabajó en la acusación penal en nombre de Hilda María Jiménez, la madre.
En general, la primera reacción de buena parte de la familia paterna fue el silencio. Luego se sabría que la mayoría, incluido Godofredo Miranda, participó en una operación de encubrimiento que, además de a ellos, incluyó a fiscales, policías, forenses y agentes del OIE.
Fue el interés de la PDDH, de un puñado de periodistas, y sobre todo la persistencia de la madre ‒quien se separó de Edwin tras el asesinato‒ lo que mantuvo vivo el caso, y permitió con los años que la presión pública alcanzara incluso el Congreso de los Estados Unidos, al punto que el representante McGovern envió sendas cartas a dos Gobiernos salvadoreños en las que pedía que el caso no languideciera en la impunidad. Pero ni eso fue suficiente.
La operación de encubrimiento incluyó, además de las irregularidades y omisiones iniciales, hechos que en un país como Estados Unidos pudieran parecer inexplicables, pero que en El Salvador son habituales. Por ejemplo, el laboratorio forense de la PNC llegó formalmente al rancho familiar de playa un mes después del asesinato.
Aun así, en enero de 2000 la Fiscalía inició un proceso penal contra el abuelo Carlos por violación y asesinato, contra el padre, Edwin, por abandono, y por complicidad contra los dos empleados de Carlos a quienes una testigo ubicó en la escena del crimen junto al cadáver antes de la llegada del primer socorrista y de cualquier autoridad.
La investigación fiscal y el proceso judicial también estuvieron plagados de irregularidades.
Como que la subregional de la Fiscalía en Zacatecoluca no envió en el tiempo adecuado la ampliación de la autopsia, en la que se determina que la niña murió de asfixia por sofocación.
Como que uno de los investigadores fiscales que trabajó en el caso meses después dijo que la jueza que conoció del crimen descartó el testimonio del socorrista que llegó primero a la escena porque algunos familiares de Katya Miranda, presentes en el rancho cuando la niña fue sacada para asesinarla, dijeron que los empleados no habían estado junto al cadáver.
Como que la jueza del caso retrasó varias veces las declaraciones de testigos en sede judicial.
Como que el OIE participó en algunas pesquisas, algo que quedó certificado en el informe de la PDDH y que luego confirmaron fiscales asignados al caso, citando a testigos que se negaron a declarar ante ellos, diciendo que ya habían dado declaraciones a los agentes del OIE. El presidente Flores negó en público estas investigaciones paralelas.
Como que el 18 de enero de 2000, el fiscal general Belisario Artiga citó a varios miembros de la familia Miranda y a la madre en las oficinas de la Unidad Técnica Ejecutiva del Sector Justicia en la colonia Escalón, en San Salvador. Ahí, según un investigador que estuvo presente, pasaron tres cosas que podrían haber siendo definitorias: una, que una tía política de Katya dijo que había visto a Edwin, el padre de la niña, besarla como “a una novia”, pero la Fiscalía nunca volvió a entrevistar a esa testigo; dos, que otro familiar político de la niña, un hombre, se mostró muy afectado en la reunión, al punto que el investigador asegura que mostró “remordimientos”, por lo que su testimonio sobre lo que pasó en el rancho también pudo haber sido vital, pero tampoco hubo entrevistas de seguimiento; y tres, que Godofredo Miranda mostró empatía con la madre, aunque luego, cuando la defensa de su padre y de su hermano lo llamó para que repitiera lo que dijo en esa reunión, se escudó en que el fiscal general Artiga lo había coaccionado.
Como que el fiscal general Artiga adelantó en aquella reunión del 18 de enero que capturaría al abuelo porque habían detectado que este había hecho movimientos bancarios y había comprado boletos aéreos hacia Costa Rica. Pero ninguno de esos elementos fue introducido por la Fiscalía ante el tribunal. Cuestionado al respecto, uno de los agentes auxiliares del fiscal general Artiga dijo que “había resultado muy difícil probarlo”.
Como que, al final, la mayor parte de los indicios de prueba ofrecidos en la reunión “extraoficial” en la colonia Escalón fueron desechados por la jueza.
La justicia, en este caso, también tuvo que enfrentarse a una investigación paralela, una dirigida por Godofredo Miranda con la autorización de su jefe, el director Sandoval, según confirmó el oficial de la PNC en una declaración como testigo en sede judicial que dio en 2011, cuando la Fiscalía reabrió el caso para acusar a Carlos Miranda de secuestrar a su nieta.
En esa investigación paralela, a diferencia de la desidia que mostró en la investigación oficial, Godofredo Miranda mostró gran diligencia. Para mayo de 2000, cuando en un tribunal se ventilaba el proceso contra su padre y su hermano, ya tenía una hipótesis del crimen en la que sus familiares no aparecían como victimarios. Esa hipótesis, dicen agentes fiscales y policías que estuvieron en reuniones sobre el caso, circuló en forma de presentación Power Point, por despachos de la Fiscalía, entre periodistas e incluso en oficinas de organizaciones de derechos humanos.
El equipo de investigadores al que Godofredo Miranda encomendó investigar la muerte de su sobrina concluyó que un grupo de pandilleros, comandados por Rafael Cuenca (a) Palo, había sedado a toda la familia, había entrado al inmueble y se había llevado a la niña. El móvil, dijo el abuelo a los medios en apoyo a las investigaciones que realizaba su hijo, tenía que ver con una disputa por un terreno con un individuo llamado Doroteo Maradiaga. Otros miembros de la familia Miranda también declararon, en junio de 2000, que habían sentido unas gotas en los ojos, supuestamente el sedante que aplicaron los mareros.
La hipótesis de Palo y los pandilleros se reprodujo en los medios de comunicación hasta el cansancio, sobre todo en televisión, donde los noticieros se peleaban las exclusivas. Al final, sin embargo, esa investigación nunca fue judicializada, ni siquiera tomada en serio por la Fiscalía; no pasó de ser un relato periodístico sin mucho fundamento o, como concluyó la PDDH, “una hipótesis insostenible”[5].
El 18 de octubre de 2000, la jueza de Instrucción de San Luis Talpa, Ana Marina Guzmán, exoneró a los Miranda. Un año después, la Fiscalía no había presentado nuevas pruebas, y el caso se cerró.
En 2009, a pocos días de que venciera el plazo que la ley le da para reabrir un caso penal, la Fiscalía presentó una nueva acusación contra el abuelo, esta vez por secuestro, y fue condenado a 13 años. Para la justicia salvadoreña, sin embargo, la violación y el asesinato de Katya Miranda han quedado en la impunidad.
En 2000, el fiscal general Barahona (estuvo unos meses como interino) dijo a la PDDH que no había encontrado méritos suficientes para procesar a Godofredo Miranda por su pobre papel en el cuidado de la escena del crimen o por su rol en las investigaciones paralelas. Eso a pesar de que el fiscal general Barahona sí consideró, en respuesta a una pregunta de la PDDH, que “tenía en aquel momento la responsabilidad moral y legal de custodiar la escena del delito y constatar el trabajo del equipo del laboratorio”, algo que no hizo.
Dos años después del asesinato y violación de su sobrina, Godofredo Miranda fue ascendido a jefe de la DAN, cargo en el que permaneció ocho años.
[1] Reconstrucción a partir de testimonios que excolegas de la fiscal Barquero recogieron de ella y otras personas presentes en la escena del crimen el 4 de abril de 1999. En su Informe Especial sobre este caso, la PDDH resolvió que el levantamiento fue deficiente y recriminó la actuación de la fiscal. Añadió, además, que la falta de supervisión adecuada de la escena comprometió irreparablemente la investigación para dar con los culpables de la violación y asesinato de Katya Miranda. Ver Informe PDDH, caso Katya Miranda. San Salvador, 9 de mayo de 2012.
[2] Informe PDDH. Op. Cit. Pág. 3.
[3] Informe PDDH. Caso Katya Miranda. Op. Cit.
[4] Ibid.
[5] Informe PDDH. Katya Natalia Miranda Jiménez. Pág. 13.
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