Benjamin Cuellar
Según el diccionario, megalómana es la persona con delirios de grandeza. Mitómano es, asimismo, quien desfigurara la realidad agigantándola. Cobarde resulta ser alguien falto de valor, pusilánime, miedoso. Y sacrílego el que profana o es irreverente con lo sagrado o lo que se tiene por sagrado. Mauricio Funes ha sido y es todo eso; lo fue desde que era el periodista “atrevido” y lo sigue siendo en las condiciones en que se encuentra hoy, de sobra conocidas y sobre las cuales tanto se ha hablado y escrito. Para no repetir, mejor examinar a este personaje desde esas cuatro condiciones que le caracterizan.
Cuando ocupaba el micrófono sin ser presidente sino entrevistador, se soltó “sin censura” contra el Instituto de Derechos Humanos de la UCA. La fecha: 30 de julio del 2002; el motivo: su molestia inocultable por no haber recibido un modesto diploma, al celebrarse el día dedicado a quienes ejercen la profesión de informar y formar opinión. Entonces, montado en cólera, textualmente arremetió así:
“El halago, viniendo de instituciones o empresas que no creen que el periodismo deba ser ejercido de esta manera, busca la compra de voluntades y acaba corrompiendo al más débil. Son precisamente estas fuerzas las que más se oponen a la existencia de un periodismo democrático y bloquean su desarrollo atentando contra su estabilidad y sobrevivencia. Ejemplos de esta práctica sobran. Pero están también aquellos que navegan con bandera de democráticos pero que en el fondo acaban promoviendo un tipo de homenaje que tiene el mismo efecto pernicioso sobre la construcción de una prensa independiente”.
“Hace unos días –siguió sin mencionar al IDHUCA– una institución promotora de los derechos humanos tuvo la ocurrencia de homenajear el trabajo de medios de prensa que en su opinión han contribuido a la difusión y defensa de los derechos humanos en el país. Por supuesto que a la institución que patrocina el homenaje le asiste el derecho de decidir a quién premia y a quién no. Sin embargo, lo paradójico de esta acción es que uno de los medios galardonados es el mismo que en todos estos años ha contado entre su ‘staff’ de generadores de opinión con el personaje que las propias investigaciones de esta institución llevan a incriminar como responsable de graves violaciones a los derechos humanos”.
A ese “supremo” en ciernes, Funes, ya desde entonces le hacía cosquillas una megalomanía pura y dura. “Por ahora la posteridad –escribió Augusto Roa Bastos– no nos interesa a nosotros. La posteridad no se regala a nadie. Algún día retrocederá a buscarnos”. Así hablaba José Gaspar Rodríguez de Francia, colega contemporáneo del dictador guanaco Maximiliano Hernández Martínez; así actuaba y actúa funestamente “Mauricio I”. Sus osados defensores a ultranza encabezados por Medardo González, secretario general del partido que lo llevó a Casa Presidencial, consideran que el expresidente debería pasar a la posteridad y estar en el altar de los próceres nacionales. Funes seguro piensa igual.
“Históricamente ‒alardeó el 11 de noviembre del 2007‒ a nuestros gobernantes les ha temblado el pulso para castigar a los evasores y a los que viven a costa del erario público. Nosotros si tenemos la voluntad y la fuerza para combatir estos males”. ¿Lo hizo? Parece que no. Según los medios, hace unos días Carlos Cáceres –ministro de Hacienda en el actual gobierno y en el de Funes– visitó la Asamblea Legislativa para solicitar reformas penales en función de “combatir estos males”. A casi nueve años de la promesa hecha por su exjefe, ¿dónde quedaron la voluntad y la fuerza de las que presumía en aquel entonces?
Lo mismo ocurrió con otros graves “males” que afectaban a las grandes mayorías en esa época y que al finalizar su período presidencial se habían agravado; ejemplos claros: la inseguridad y la violencia. El citado tirano paraguayo ‒personaje principal en la novela “Yo, el Supremo”‒ explicaba esto así: “Las palabras de mando, de autoridad, palabras por encima de las palabras, serán transformadas en palabras de astucia, de mentira. Palabras por debajo de las palabras”.
Ocho días antes de que le otorgara asilo político Daniel Ortega, a propósito de caudillos “tercermundistas”, Funes se empachó desmintiendo al fiscal Douglas Meléndez. Lo acusó de hacer “eco de chambres”. El titular del Ministerio Público había recibido información sobre las gestiones de Funes en Nicaragua para conseguir esa “gracia” y garantizar así su protección.
“Él es perseguido penalmente por delitos cometidos en su gestión como presidente. No es perseguido político”. Esas palabras no son del fiscal Meléndez. Salieron de la boca de Funes; iniciaba mayo del 2014, aún era presidente y su lengua larga, ligera e intrigante apuntaba contra el finado Francisco Flores. Contra Funes ni siquiera ha sido presentado un requerimiento fiscal en un tribunal, hasta el momento, y él se dice perseguido político sin serlo. Chorreando una enorme y descarada poquedad, tramitó el asilo y Ortega le dio dónde esconderse; no debajo de su cama, sino en una vistosa residencia.
Su escaso valor, Funes lo pretende disimular diciendo que hasta lo pueden matar tras haber luchado por la democracia, la paz, la justicia y los derechos humanos. “Entronizada en la tramoya del poder absoluto ‒escribió Roa Bastos‒ la suprema persona construye su propio patíbulo. Es ahorcada con la cuerda que sus manos hilaron”.
Finalmente, Funes es un sacrílego al compararse insolentemente con el beato Óscar Romero. Una de esas ofensas a la memoria del buen pastor salvadoreño, ahora universal, ocurrió el 17 de febrero del 2008 en la ciudad de Suchitoto. “No hay crimen que se quede sin castigo”, sentenció monseñor. “El que a espada hiere, a espada muere ha dicho la Biblia. Todos estos atropellos del poder (…) No se pueden quedar impunes”. Eso dijo el 7 de agosto de 1977, hace casi cuatro décadas, el guía espiritual de la gente buena; no de la canallada.
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