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SAN SALVADOR-Luego de su fatídico 11 de septiembre, el lema de muchos en Nueva York fue: “Nuestro dolor no es un grito de guerra”. Esta anécdota, narrada por Amy Goodman, me pone a pensar en nuestro propio septiembre de terror, el de esta misma semana. Comparto la decepción que debieron sentir muchos parientes de las víctimas del World Trade Center, al escuchar el anuncio de la guerra en Afganistán. En El Salvador de hoy, a muchos les encantaría convertir el dolor de la población en una guerra que, así como la de Afganistán, nadie podrá ganar.
No justifico la violencia cometida por miembros de las bandas criminales, maras o pandillas, así como tampoco se justifica la que realizan policías abusivos, conductores criminales o el gangster de saco y corbata (que te mata, aunque más despacio). Pero tampoco pienso sumarme a los tambores de guerra que se escuchan en todas partes, tanto si hablan de venganza pura y dura, como si profieren “mantras” como: “Hay que garantizar el imperio de la ley”. Definitivamente, no los acompañaré.
Mis razones son, en un inicio, pragmáticas: Hasta este día no sirvió de nada la pura y llana represión, por muy dura que tuviera la mano. Más de lo mismo es una condena al fracaso. Las nuevas medidas contra las pandillas tienen la misma visión simplista que las anteriores impulsadas por la derecha, y me parece que insistir en lo mismo no es sólo irresponsable, sino que hasta se podría pensar en astutas y oscuras complicidades.
Pero hay otras razones. Estoy convencido de que las iracundas reacciones a la propuesta de diálogo supuestamente emanada de las pandillas, así como el ataque al Padre Antonio Rodríguez, quien diera a conocer dicha propuesta, muestran más que pura desconfianza. ¿Será que se teme a una verdadera solución? ¿Por qué se tiene temor a que los pandilleros del comunicado hablen y manifiesten sus ideas? ¿Podrían revelar “amistades peligrosas”?
Es comprensible que quienes se ven a sí mismos como antagonistas en la lucha se tengan mutua desconfianza, pero eso no impide que se pueda considerar la posibilidad de llegar a acuerdos para poner fin a la guerra. No obstante, prácticamente nadie en este país piensa que se trata de una guerra contra un “ejército regular”: todo el mundo se apresuró a decir que los pandilleros que quieren dialogar no son más que criminales, que el dichoso diálogo es pura farsa, engaño, broma macabra o “un acto propio de Satanás”, y que, en todo caso, “no se negocia con criminales” (Sólo que esto ya lo habíamos oído antes, en los setenta y ochenta: “No se negocia con subversivos”).
Así como sucedió durante nuestra pasada guerra, caeremos en excesivo simplismo si pensamos que esta es una cuestión de “ellos o nosotros”, en primer lugar, porque “la línea roja” es en verdad muy delgada. En cierta manera, “ellos son nosotros”: la vendedora y su hijo marero; el niñito de cinco años y su madre pandillera; el policía y su primo, que es jefe de una clica... Pero, además, muchos de “nosotros” formamos parte del mundo de “ellos”: el médico que distribuye drogas, el importador de armas que se las proporciona, el capo que les cobra la renta… Sí, el que les cobra la renta “a ellos”.
Cuando veo los rostros del popular “Don Ramón”, en muros y autopistas, entiendo el mensaje (“Don Ramón se cansó de pagar la renta”, etc.), pero parece que quienes idearon la campaña nunca vieron “El Chavo del Ocho”. Se les olvida que quien cobra la renta es el Señor Barriga, un sujeto con traje y corbata. Claro que la pinta de marero pertenece al primero (además, nos consta que es vago, lleva tatuajes y camina con un contoneo intimidante), mientras el segundo podrá ser desagradable pero nunca un malandrín.
Para los que llegaron tarde, la renta a la que se refiere la campaña es un chantaje que realizan miembros de las pandillas (pero también algunos chiquillos que “se ofrecen” a limpiar nuestro parabrisas), del tipo “me das un varo o si no...”. Se trata de una vileza, qué duda cabe. Pero podría quedarse corta frente a los chantajes a que nos tienen acostumbrados en este país, no precisamente sujetos como Monchito, sino un tipería como el papá de Ñoño. Desde los paros y cacerolazos organizados por grupos de la extrema derecha, pasando por la más reciente campaña de terror electoral implementada por reconocidos miembros de la farándula y el “jet set” guanaco, hasta las empresas que amenazan con irse del país si no les garantizan sus privilegios (cuotas fijas, contratos “flexibles”, impuestos “blandos”), el chantaje parece ser un deporte nacional.
¿Esto convierte a todos los banqueros, funcionarios y empresarios en “criminales”? Es cierto que algunos de los primeros se robaron una buena tajada en FINSEPRO. ¿Deberíamos decir que “son criminales” todos los banqueros? O qué me dicen de los funcionarios estatales. Sospechamos varias cositas turbias acerca del dinero que estaba destinado a la reconstrucción de los hospitales públicos. ¿Son criminales todos los funcionarios públicos? O tal vez los empresarios. El fraude en las cotizaciones al Seguro Social y la violación de los derechos de los trabajadores y trabajadoras parecen estar a la orden del día. ¿Diremos por eso que todos los empresarios son criminales?
Incluso si cuestionamos de raíz las actividades profesionales mencionadas, convertir a todos los que se dedican a ellas en criminales sería un grave error, porque (1) sin duda no obedece a la realidad, (2) invalida la utilidad del mismo concepto de “crimen” —con el que podemos distinguir faltas muy precisas, relacionándolas con mecanismos de retribución, compensación, reparación— y (3) nos volvería sus enemigos de por vida. Si ser banquero, funcionario o empresario son sinónimos de crimen y actuamos en consecuencia, algo está fallando en nuestra visión del mundo y en nuestra capacidad para enfrentar sus problemas.
Igual de grave sería considerar “criminal” a un miembro de pandilla por el simple hecho de pertenecer a una. La realidad sobre las maras es más compleja. Para empezar, lo que llamamos “crimen” debería estirarse de tal manera que pudiera abarcar toda clase de prácticas contestatarias (grafitis), alternativas (nuevas formas de organización social) o meramente diferentes (tatuajes). Luego tendríamos que cerrar los ojos a la variedad de sus integrantes (niños y adultos mayores están relacionados o son miembros) o al hecho innegable de que un número considerable de ellos no tuvo una mejor alternativa en su vida que entrar en la pandilla. Unos dirán que siempre puede uno elegir, pero en El Salvador es frecuente que las otras opciones sean mínimas o incluso suicidas. Para muchos jóvenes salvadoreños sólo hay dos caminos, el del migrante o el de la pandilla, y bien sabemos que en ambos es muy alta la probabilidad de terminar dentro de una caja de pino.
Agreguemos que muchos miembros de las pandillas no sólo son victimarios, sino también víctimas de los que les dirigen, de quienes les acompañan, y de quienes los reprimen. Muchos cadáveres encontrados en las cunetas prueban que los miembros de maras son también el objetivo de una extrema violencia, violencia de exterminio. Incluso es posible que algunas de las masacres más recientes contasen entre sus victimas a pandilleros descontentos, en vías de reinserción, o simplemente condenados por jefes o camaradas.
Para ver esto debemos optar por una visión de la complejidad, que tiende a ser incómoda. Es más fácil dejar que el hígado gobierne a la razón o creer los cuentos que nos cuenta la TV. Cuando es así, no extraña que las personas pongan en duda la autenticidad de un comunicado difundido por los pandilleros, pues les suena “muy intelectual”. Más allá del hecho concreto de si lo escribiera un miembro de las pandillas o no, seguro que las mentes de los salvadoreños fueron preparadas para negarse a aceptar esa posibilidad. Está claro: los monstruos no leen ni escriben. Y es mucho más cómodo pensar que nuestro antagonista es una bestia y no un ser humano, no vaya a ser que antes fuera “uno de nosotros” (un ex soldado o mi antiguo vecino) o que tengamos vínculos familiares o de negocios, lo cual resultaría terriblemente comprometedor.
Pero, además, si conviertes al otro en monstruo justificas cualquier violencia en su contra. Si bien puede ser aceptable que el último recurso contra quien te ataca sea causarle la muerte (legítima defensa), eso no equivale a que se emprenda una lucha de exterminio contra un sector de la población que dista de ser uniforme. No obstante, si piensas que es tu deber emprender esa cruzada o quizás que podría ser un buen negocio, primero debes despojar al otro de su humanidad. Pero el precio a pagar será seguramente muy alto: tú también deberás convertirte en monstruo.
No me cabe duda que el Padre Antonio Rodríguez sabía esto, por eso no me extraña ni asusta que aceptara el papel de “vocero de la paz” que tanto le ha costado personalmente. Eso explica sus palabras luego de las iracundas reacciones en su contra: “Nuestro país vive un conflicto social del cual los jóvenes son protagonistas como víctimas y victimarios. El camino sólo es el diálogo”. ¿Cómo no recordar en sus palabras a Monseñor Romero, quien pudo haber continuado su vida tranquila de Arzobispo, pero decidió jugársela “incluyendo” a los mareros de esa época: los subversivos, los “delincuentes terroristas”, los comunistas?
En los setenta, poco importaba si pertenecías o no a una organización revolucionaria para que te persiguieran y te cazaran como a un animal. Bastaba que fueras “sospechoso”. De los campesinos organizados, los maestros de ANDES y los estudiantes de AGEUS se decían cosas similares a las que ahora decimos de los pandilleros o incluso peores. Muchos podemos confirmar que “la opinión pública” de la época —igual de manipulada que la de ahora— pedía para ellos no sólo mano dura, sino que los eliminasen a sangre y fuego. Pero eso no impidió al Arzobispo Romero ayudarles a que tuvieran una voz.
Si el Padre Antonio se hubiese limitado a “cuidar” de los pandilleros, tratándolos como objetos de su caridad, no se habría metido en líos. Su “problema” es que fue capaz de reconocerlos como sujetos, personas conscientes y libres, que pueden hablar, proponer y negociar. Este reconocimiento no supone que se les considere angelitos o inocentes, como piensan algunos despistados. Estos no terminan de ver que el reconocimiento subjetivo implica comprender, pero también responsabilizar (algo que no puedes exigirle a un monstruo).
Sin importar si lo hace por sus ideales de justicia, su sed de venganza o pura desesperación, quien se sumerge en la lucha contra el poder —si es “legítimo” o “fáctico” no importa para el caso— recibe de éste toda la fuerza y la violencia de que es capaz. A él o a ella, a sus familias, sus amigos, a quien esté cerca, los tratan como a bestias. Así es como tratamos a los pandilleros ahora. No les permitimos hablar porque no estamos dispuestos a aceptar que puedan hacerlo. No necesitamos pruebas de sus crímenes, porque pensamos que ya es un crimen su mera existencia, sus tatuajes, sus señas... Si ese es el camino que elegimos para tratarlos, no vayamos luego a llorar o a poner cara de ofendidos si no se comportan como monjes tibetanos.
Ideas quiere la guerra, pero más la construcción de la paz, sin duda. En lugar de recurrir a la irracionalidad, mejor actuemos con valor, con coraje auténtico y responsable, y abramos cauces para el diálogo con quien esté dispuesto. Hoy por hoy y a pesar de los riesgos razonables que deberemos correr, ese diálogo es la única esperanza para que juntos alcancemos una existencia verdaderamente humana. Si nos cerramos a esa posibilidad, seremos estúpidos y también suicidas.
(*) Académico y columnista de ContraPunto
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