
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Ante
la detención de, por ejemplo, algún capo de un cartel del narcotráfico,
pasó a ser ya moneda corriente mostrarlo esposado con cara de
circunstancia, dando a conocer inmediatamente, entre otras cosas, su(s)
mansión(es), el modo en que vive, sus vehículos de lujo y sus anillos de
seguridad como un mensaje insultante, una falta de decoro, un atentado a
los principios éticos. “¡¿Cómo alguien traficando con sustancias
prohibidas puede vivir con ese lujo?!”. La indignación no demora ni un
instante en aparecer, y sin dudas, contagiosa como todos estos productos
de la psicología colectiva, no tarda en irradiarse y dejar huella.
Incluso
no sólo es ya común mostrar, luego de su captura, a algún maleante y
toda la parafernalia de lujo que lo rodea; ya comienza a ser algo más o
menos corriente presentarlo en cualquier momento como parte de un
paisaje social natural. En otros términos: un mafioso con un buen
capital ya va teniendo espacio en los medios de comunicación, los que no
se casan de hacer un panegírico de su fortuna. Claro que –esa es la
gran diferencia aún– la misma no es aún encomiable, no se ha ganado
(todavía) el respeto del colectivo.
Y ahí viene nuestra pregunta insidiosa: ¿por qué?
Preguntémoslo
de otra manera: ¿por qué un vendedor de cocaína –habitualmente un
latinoamericano, nunca un primermundista (¿pero quién la vende en
Estados Unidos y Europa? ¿No hay “blanquitos” en el negocio?)– es un
mafioso de quien pueden mostrarse sus lujos excéntricos como un atentado
a la moral pública? ¿Por qué no constituyen también un atentado a la
moralidad colectiva, por ejemplo, los lujos de un fabricante o vendedor
de whisky? ¿Y los de un gran productor vitivinícola? Porque ambos –el
productor de whisky y el de vinos– ponen en el mercado sustancias
nocivas para la salud, quizá no tan distintas de la cocaína. Lo cierto
es que nunca vemos, como con el mafioso, hacer leña del árbol caído con
alguna entrevista a un acaudalado vitivinicultor donde se exhiben sus
“inmorales” riquezas, casi aborreciéndolo.
Todo
lo cual nos lleva a pensar cuándo y por qué algo está moralmente
sancionado y algo es encomiable: ¿por qué la marihuana no, pero el
alcohol sí? ¿Por qué la trata de blancas no, pero la fabricación y venta
de armas sí? ¿Por qué la investigación en el campo de la energía
nuclear para Irán o para Corea del Norte no, pero para las contadas
potencias atómicas sí?
Es obvio que las cosas
dependen del lugar desde donde se las mira. Un vaso puede ser al mismo
tiempo medio vacío o medio lleno. El discurso dominante, el discurso con
el que se valora la sociedad, es siempre el que fija las reglas de
juego. Lo cual no es sino decir que la historia la escriben los que
ganan; por supuesto, entonces, hay otra historia, la no contada
oficialmente, aquella de los que pierden, la de las grandes mayorías
excluidas.
Hoy, el libreto de la historia lo
escriben las grandes corporaciones dominantes; y nos guste o no, todos
debemos bailar a ese son. ¿Por qué seguimos utilizando combustibles
fósiles cuando hay otras alternativas mucho más racionales? ¿Por qué el
principal negocio del mundo siguen siendo las armas? Las preguntas se
podrían multiplicar al infinito.
Nadie se
sorprende que un accionista de una de estas megacorporaciones tenga
mansiones de varios millones de dólares, que viaje en avión privado o se
desplace en una limusina con enchapados de oro. Pero si eso lo hace un
narcotraficante –el nuevo “malo de la película” en estos tiempos
postmodernos– ¡gran pecado!
Se podrá decir que
se lo juzga pues se trata de una fortuna mal habida. ¿Acaso podría
haber fortunas bien habidas? ¿Alguien remotamente puede ser un
multimillonario –esta figura a que dio lugar el capitalismo donde una
sola persona dispone de más recursos que la población de varios países
juntos– a partir de su sano y transparente esfuerzo personal? ¿No es
eso, incluso, mucho más ofensivo, irritante e insultante para nuestra
inteligencia y nuestra ética?
La acumulación
de riqueza –hoy, con el capitalismo financiero global, llevada a niveles
descomunales, demenciales sin dudas– es, ella misma, un acto inmoral,
depredatorio, obsceno. Junto a personas (poquísimas en el mundo, por
cierto) que acumulan fortunas como para alimentar a media humanidad,
otras no tienen qué comer. Si se pudiera ser “buenos católico”,
simplemente con eso: ¿no sería para denunciar la inmoralidad humana en
juego –la asimetría en la apropiación de los recursos por ejemplo– como
un tremendo atentado a la ética mínima y elemental de la Iglesia? Pero
en los medios de comunicación del sistema se ensalza esa pornográfica
riqueza en vez de condenarla.
Se podría decir,
como principio de justificación, que un acaudalado banquero o
empresario produce algo para la humanidad, y no así un narcotraficante, o
un mafioso. Sí y no. “Es delito robar un banco, pero más delito es
fundarlo”, sentenció mordaz Bertolt Brecht. Una vez más: todo depende
del color del cristal con que se mira. En un mundo manejado por
banqueros, el capital financiero es el cimiento primero de toda la
sociedad, cantándosele loas y rindiéndole tributos a lo que, en otro
contexto, se podría ver como la peor inmoralidad pública (infames
usureros, ¿verdad?).
Es indecente que de un
narcotraficante se sepa, por ejemplo, que tiene una mansión con
helipuerto y piscina climatizada, pero no lo es si se trata de un actor
de Hollywood. Y de las mansiones de los grandes accionistas –aquellos
que manejan Hollywood y los bancos respetables donde se lavan los
narcodólares–, de eso ni se habla.
En
definitiva: ¿por qué esas riquezas serían más “limpias” que la de los
mafiosos? Si las actuales drogas ilegales se legalizaran (cosa que se ve
muy remota hoy por hoy), ¿pasarían a ser más “morales” y dejarían de
ser condenables las fortunas de los narcotraficantes? ¿Cuándo empieza a
ser “inmoral” una fortuna? ¿Lo es la del hacendado cuyos antepasados
labraron su riqueza con mano de obra esclava? Y si no lo es, ¿lo sería
la del dictador de algún país tercermundista que abrió su cuenta secreta
en un paraíso fiscal? ¿Por qué uno sí y otro no? Hoy nadie declararía
inmoral la fortuna del principal accionista de, por ejemplo, la
Coca-Cola, o la de la Corona Británica. Al contrario: para el discurso
dominante, el mismo que repetimos acríticamente, buena parte de la
población mundial la envidia, la anhelaría, la respeta. Pero ¿por qué no
condenarla al igual que la del capo mafioso? ¿Cuál es la diferencia
sustancial entre una y otra?
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