Marcelo Colussi
“Cuando pasa una ambulancia haciendo sonar la sirena, los perros ladran porque, distintos a nosotros, pueden ver la Muerte que va corriendo atrás”. Lo decía con tanta solemnidad que nadie osaba contradecirla. Al contrario: ya se había ganado una reputación de curandera/adivina/bruja/hechicera tan grande que hubiera sido imposible no tomarla en serio. Sólo Jair se permitía contradecirla.
Biringeira, 20 años mayor que él, le toleraba esa osadía pero únicamente en privado; había un pacto tácito entre ellos por el que en público el joven nunca la rebatía. Al contrario, le servía de asistente, y en muy buena medida la promovía. Pero ante todo, eran pareja.
Las filas para consultarla aumentaban día a día. Su fama iba muchísimo más allá de esa favela de Río de Janeiro; la venían a ver de todo Brasil, e incluso de fuera del país. Se decía por ahí –creo que era rumor, no me consta que haya sucedido– que la visitaron un presidente de alguna nación latinoamericana y una conocida estrella de Hollywood. Pero eso no importa: lo cierto es que Biringeira se había transformado en un mito viviente. Hasta la habían venido a entrevistar de la televisión francesa para un documental, conocida internacionalmente como ya era.
Pero Jair no le creía una palabra. O, para ser más exactos, sabía que había mucho de escenificación barata en todo el asunto. De hecho, era él quien a veces, escondido en el cuarto de al lado, hacía los ruidos de las “almas en pena” que invocaba Biringeira ante algún cliente. Aunque al mismo tiempo había cosas que lo dejaban atónito y lo llevaban a pensar que su amante y protectora tenía realmente dotes especiales. A veces, sin que él hubiera siquiera comenzado a hablarle, ella lo interpelaba repitiéndole frases literales que Jair había dicho algunas horas antes con alguna persona, incluso lejos de la casa.
–“¿Por qué le dijiste eso a Claudinho, mi bebé? Tú sabes que no me gusta que andes contando nuestras intimidades”– lo encaraba molesta a la noche, cuando se estaban desvistiendo antes de hacer el amor. Jair quedaba estupefacto.
–“¿Cómo hace para saberlo? ¿Será bruja de verdad esta vieja?”– se preguntaba desconcertado. Su sentimiento por su Biringeira era ambiguo: la despreciaba considerándola una impostora, una vulgar charlatana, pero al mismo tiempo la admiraba. Más aún: la temía. Y también –esto era lo básico– le gustaba estar ahí. Se sentía su protegido, tal como efectivamente lo era. Era ella quien aportaba todos los gastos. Jair no trabajaba. Con sus 20 años, siempre transcurridos en la favela, jamás había trabajado. Aunque tampoco nunca había estado seriamente comprometido en ninguna actividad ilícita; su “transgresión” no había ido más allá de algún cigarrito de marihuana por ahí, y la crónica vagancia. Era un aprovechado, simplemente. Su ilusión, según decía sarcástico, era “ser locutor de partidos de ajedrez”.
A Biringeira esa indolencia/vagancia/dejadez de su amado le caía muy bien. Secretamente ella también sabía que se aprovechaba de él: era su “bebé”, en todo sentido. Nunca había podido tener hijos. La única vez que quedó embarazada lo perdió a los pocos meses. Eso la dejó muy deprimida, y fue ahí, hace ya largos años, cuando comenzó su carrera de pitonisa. Nunca tuvo pareja regular; sólo ocasionales encuentros furtivos. Jair hacía las veces de todo un poco: el hijo que nunca había podido tener, el amante apasionado, el asistente en el trabajo, el zángano a quien mantener y que la hacía sentir importante…
La única vez que el muchacho había pensado seriamente en trabajar, ella misma se encargó de desestimularlo, colmándolo de regalos (ropas y zapatos), y de más sexo.
Biringeira era enfermizamente celosa. Si Jair se demoraba apenas un cuarto de hora más de lo esperado, ella ya estaba ansiosa, hecha una fiera, y los reclamos comenzaban desde las primeras llamadas nerviosas al teléfono móvil antes que llegara hasta varias horas después que se veían. En esas circunstancias era cuando mejor sexo tenían.
–“No sé, no lo veo con claridad, pero me doy cuenta que por engañarme te va a pasar algo muy grave”– sentenciaba Biringeira con solemnidad. “No lo entiendo bien… pero te veo convertido en un niño. Te vas a volver un bebé de verdad… ¡Y yo te quiero todo un macho bravo, así como ahora!”.
Jair reía. No se atrevía a decirle abiertamente que todo eso le parecían locuras, delirios de vieja trastornada. Pero era lo que pensaba. Ante ese tipo de cosas, dichas por Biringeira con la más afectada pompa, con aire ceremonial, al joven se le abrían serias dudas: “¿estará en sus cabales o de verdad está media chiflada?”, se preguntaba desconcertado.
Él, en realidad, no estaba precisamente enamorado de su benefactora; no era, al menos, un amor loco, total, perdido como el que ella sí sentía. En todo caso, Biringeira representaba eso: una benefactora, una mujer mayor que lo colmaba de regalos,…pero no la pasión de su vida. También alguien que lo colmaba de sexo, muy espectacular por cierto. Pero las hormonas juveniles de Jair no se contentaban con eso. Ávido de conocer cosas nuevas, siempre al borde de la transgresión –había nacido y se había criado en ella– no le importaba andar buscando otras muchachas por ahí. La favela, por supuesto, era lo más a la mano. Si en esa búsqueda aparecían varones, travestis o las combinaciones más inimaginables, también eran bienvenidas.
En el barrio donde vivían había varios “pesos pesados” en el campo de la distribución de drogas. Por muchos dentro del vecindario eran temidos, tratados con respeto casi reverencial. Pero para Jair, tan amigo de la transgresión como era, no eran sino uno más. A veces, incluso, en forma deliberada los ignoraba. Cuando pasaban llenos de guardaespaldas armados hasta los dientes, prefería mirar para otro lado e, indolente, rascarse los testículos.
Por sentido común todos sabían que no era conveniente tenerlos de enemigos. Aunque parece que Jair carecía de este sentido. En realidad sin aparente necesidad, sin nada que lo justificase más allá de su insaciable deseo de andar siempre de “travesuras”, comenzó a mirar con ganas a la pareja de un reconocido capo. ¡Y no era cualquier capo! No, para nada: puso los ojos sobre Sonia, una de las jóvenes más bonitas de toda la favela, desde hacía dos meses atrás la nueva “novia” de “Dinamita”, uno de los más sanguinarios mafiosos dedicados al narcotráfico.
De todos era conocido que Dinamita –de quien casi nadie conocía su verdadero nombre y sólo se sabía que años atrás había sido policía– gustaba de cambiar “novia” con mucha frecuencia. Cuatro, seis, siete meses era ya una eternidad. En muchos casos estaba con ellas el tiempo suficiente para dejarlas embarazadas, y luego, asegurándoles los gastos del parto y de los primeros meses de vida del bebé, cambiaba. De Sonia, sin embargo, de acuerdo a lo que se comentaba en la favela, se había enamorado.
Según decían algunos, su pseudónimo provenía de la costumbre de hacer explotar a sus enemigos; aunque otros afirmaban que se debía a su carácter tremendamente explosivo. Como fuere, era mejor tenerlo de amigo que de enemigo. La policía de Río de Janeiro jamás lo molestaba. Más aún: lo protegía.
Sonia, de 17 años, aprovechándose de su belleza, sabía que era codiciada por una larga fila de varones en la favela. Si ahora estaba con Dinamita era por varios motivos: por un lado, porque no le quedaban muchas alternativas –nadie podía contradecir la voluntad de un capo de esa categoría–. Pero por otro lado, porque encontraba ahí la posibilidad de paliar sus crónicas carencias, novena hija como era de un hogar humilde, con un padre alcohólico y una madre mulata que trabajaba como empleada doméstica. Cuando hacía el amor con Dinamita, apretaba los dientes y pensaba en otros varones para poder pasar el mal trago.
Jair, sin dudas, tenía “pegada” con las mujeres; la seducción le salía con total naturalidad.
Con Sonia se conocía desde toda la vida. Hacía ya un buen tiempo que la veía irse transformando en una mujer cada vez más atractiva. Ahora, al estar con su protector, lujosamente vestida –al modo que se pude entender el lujo en un barrio marginal, a veces con toques de nuevo rico extravagante– y con implantes de silicona que la hacían más exuberante aún, lo volvía loco. Jair la puso en la mira. “Tiene que ser mía en no más de dos semanas”, se planteó. Sabía que lo que se proponía, en general, lo conseguía.
Una vez más, lo consiguió. Sonia, que dudó mucho en corresponder a Jair sabiendo que se podía meter en problemas; más aún: que su vida podía peligrar dado lo sanguinario de Dinamita, aceptó esa relación sexual transgresora sin pensarlo mucho. El odio que iba sintiendo por su obligado “novio” pudo más que su seguridad económica. Esa “travesura” representaba, en cierto modo, una forma de venganza.
Como en las favelas todo se sabe, todo se divulga y no existe la privacidad, la aventura de Sonia rápidamente llegó a oídos de Dinamita. Su gente armada, virtual policía interna del barrio, hasta una foto pudo tomar del momento en que ambos jóvenes se encontraban en la casita del Sector 4, prestada en la ocasión por un amigo de Jair para su desliz. La ira del engañado no tuvo límites.
Biringeira estuvo especialmente sensible esos días. No sabía decir qué sentía en particular, pero su sensación no era la de siempre. Presentía algo grave. Cuando se lo hizo saber a Jair, éste no rió como de costumbre sino que reaccionó airado.
–“¿¡Y de dónde sacas que estoy metiéndome en problemas!? Creo que cada vez estás más loca con esto de hacerte pasar por bruja. Es más: me parece que no sólo te lo creíste. ¡Creo que eres una bruja!”–
Biringeira quedó atónita. Nunca antes Jair había reaccionado de esa manera. Esta vez había sido ofensivo, cortante. Lo cual le reafirmó que efectivamente algo grave estaba en juego. No había otra explicación.
–“¿Habrá otra? ¿En qué lío se habrá metido mi bebé?”– se preguntaba ella con amargura. Frente a un Jair desorbitado, rojo que parecía a punto de estallar, no le salían las palabras. Entrecortadamente, lloriqueando pudo agregar:
–“No te enojes, mi niño. No te enojes…Si todo lo que te digo es por tu bien. Ahora veo algo muy feo que viene en camino, algo que te va a transformar, que te va a hacer mucho daño. Si te lo digo es porque te quiero mucho y no me gustaría que te suceda nada”–, agregó maternal Biringeira.
–“Pero, dime la verdad, con toda franqueza, porque sabemos que lo de las voces de ultratumba y todo eso son mentiras que montamos entre los dos para esquilmar a tus pobres clientes. De verdad, Biringeira: ¿tú te puedes creer las taradeces que dices?”–
Biringeira tuvo ganas de llorar incontenible. Pero pudo contenerse. También sintió deseos de atacarlo, de pegarle hasta caer exhausta. E igualmente se contuvo. Con una mezcla confusa de odio, venganza y amor piadoso, con una sonrisa franca que le cruzaba todo el rostro, le contestó mirándolo fijo a los ojos:
–“Sí, Jair. Las creo totalmente…porque no son taradeces. A veces miento un poco, lo sabes, para darle más sabor al espectáculo. Pero muchas veces, la mayoría te diría, no miento: siento lo que va a suceder”–
–“Realmente estás loca”– le escupió a la cara Jair con una risa mordaz.
–“Piensa lo que quieras”– agregó Biringeira con resignación, –“pero de verdad que no quiero perderte. Y hay algo que hiciste que, lo siento, nos va desunir. O peor aún: nos va a transformar. Más que nada: a ti te va a transformar”–
Sin decir más una sola palabra, resentidos el uno con el otro, se acostaron. Lo único que tenían para quitarse el calor en esa pesada noche carioca era un ventilador. Todos desnudos, empapados en transpiración, Jair prendió un cigarrillo. Ella lo buscó, pero él, como cosa increíblemente extraña, la rechazó.
–“Esto es más grave de lo que me imaginaba”– pensó Biringeira para sí. No quiso dormirse esperando alguna reacción del joven.
Éste, luego de fumar tres cigarrillos uno tras otro, se durmió. Pero antes, la cabeza le estallaba en elucubraciones. –“¿Será bruja de verdad esta loca? ¿Cómo puede intuir lo que hice?”– Como siempre, sus sentimientos para con ella eran ambiguos.
Biringeira “supo” de la travesura de su pareja sin saberlo conscientemente. Sin ver ninguna foto, percibió de qué se trataba el asunto. Y vio, incluso, la reacción de Dinamita. Éste supo de la transgresión por lo que sus secuaces le contaron con lujo de detalles. A Sonia prefirió ni preguntarle. –“Un macho que se precia de tal no puede perder el tiempo pidiendo explicaciones”–. Según su evaluación de la situación, era mejor perder una muchachita tan hermosa como Sonia – los “muchachos” le tuvieron que dar más de ochenta balazos, siguiendo sus órdenes terminantes– que “pasar por débil”.
Pero quien la pasó realmente mal fue Jair. Quizá la verdadera intención de Dinamita no era lo que terminó sucediendo, aunque cuando lo supo no dejó de alegrarse, pensando incluso que así estaba mejor. El granadazo que le arrojaron debía matarlo, pero por esas cosas inexplicables no fue así. Claro que los fragmentos lo lesionaron de tal modo que hubiera sido mejor morir. El ojo derecho que perdió no era lo que más le importaba; los testículos sí. Quedó impotente de por vida.
–“¡Un bebé!...”–, se decía con amarga resignación. –“¡Puta!, esta vieja me lo había advertido. ¿Será bruja de verdad entonces?”–
Marcelo Colussi, escritor y politólogo argentino (Rosario, 1956). Actualmente reside en Guatemala (Centroamérica).
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