Homar Garcés (especial para ARGENPRESS.info)
Sin una adecuada formación ideológica que no se estanque en la simple referencia de sus teóricos y personajes más emblemáticos, la revolución socialista no será nunca posible al hacerla algo distante de la cotidianidad de nuestros pueblos, sin una conexión con sus necesidades, expectativas y problemas. Ésta debiera ser la posición de la gente progresista y revolucionaria que se plantee el socialismo como alternativa revolucionaria ante el capitalismo y sus múltiples secuelas antihumanas y antidemocráticas, puesto que uno de los principales escollos que lo dificultan es, precisamente, esta falta de formación revolucionaria.
Por ello mismo, los propósitos revolucionarios de un nuevo Estado, eminentemente popular, de democracia participativa y protagónica y de cambio estructural que sustentan el proyecto socialista debieran marcar la acción cotidiana de cada revolucionario, tanto en la dirección política como en la del gobierno, diferenciándose de la conducta tradicional de los reformistas. En tal sentido, su concepción de las relaciones de poder tiene que caracterizarse por dichos propósitos, haciendo posible el avance revolucionario de las nuevas formas de organización popular, de modo que éstas sustituyan y desplacen las diferentes estructuras de poder que conforman el vigente Estado burgués.
Mientras la dirigencia política reformista se regodea con el usufructo del poder, beneficiándose a sí misma en vez de transferirlo al pueblo, en reconocimiento a su soberanía, los revolucionarios están comprometidos a hacer reales las expectativas de cambios sociales, económicos, culturales y políticos que definirán al socialismo mediante la preeminencia incuestionable de la participación y el protagonismo de los sectores populares. De esta manera, las tradicionales cúpulas gubernamentales y partidistas estarían supeditadas a la influencia y decisiones soberanas del pueblo. Lo contrario a esto sería hacerle el juego a la contrarrevolución, representado en el reformismo enquistado en las filas revolucionarias, en las diferentes instituciones públicas y en las cúpulas partidistas, sin permitir la libre opinión ni la formación ideológica revolucionaria de las bases.
Por ello, es imperioso que se comprenda que, indistintamente de las estrategias y tácticas que se utilicen, el proceso revolucionario requiere nutrirse diariamente del liderazgo, la orientación y la organización populares, si no corre el riesgo de convertirse en una caricatura de revolución, ajena en esencia y objetivos a la revolución socialista por la cual se han inmolado muchísimas personas a través del tiempo y en distintas latitudes de nuestro planeta. No debe ser, por tanto, la labor solitaria de un líder, por muy carismático que éste sea. Tal labor tiene que ser compartida por todos los revolucionarios y gente progresista que realmente creen en su posibilidad, trabajando por concretar los ideales de una sociedad de nuevo tipo, libre, igualitaria, sin explotación y solidaria.
Sin embargo, esto no se concretará así nomás, con la sola buena voluntad de hombres y mujeres que ven en el socialismo revolucionario la esperanza de la humanidad. Es indispensable que se produzca una teoría revolucionaria que fundamente los cambios estructurales propuestos, auspiciando una explosión simultánea de liderazgos naturales con una convicción revolucionaria a prueba de cualquier tentación. Por ello es necesario que las contradicciones existentes se agudicen hasta el extremo que queden expuestos los verdaderos enemigos de la revolución y se genere un cambio significativo en la actitud de la gente frente al Estado y las diferentes estructuras que lo legitiman, convirtiéndolo en escenario frecuente de la democracia participativa. Al favorecerse tal contexto, la revolución socialista será una realidad irreversible y definitiva, teniendo en el pueblo a su principal artífice y protagonista.
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