Dagoberto Gutiérrez.
Estimado Samuel, resulta frecuente encontrarse con la idea que presenta a un juez como un aplicador de la ley, es decir, a un cuadro técnico que cumple con una función técnica, y dentro de lo que suele llamarse “administración de justicia”. Esta figura de “aplicador” construye, en realidad, un escenario en donde el juez carece de contexto y es un prisionero del texto, precisamente del texto de la ley, que se convierte, así, en un texto sin contexto. En estas condiciones astrales, es imposible concebir a semejante funcionario actuando más allá del mundo tenso o intenso de su tribunal.
Los miembros del poder judicial deben saber, entender o presumir, que en ninguna circunstancia su trabajo puede cruzarse en el camino del ejercicio del poder político de los sectores, grupos o clases que lo detentan. Para eso los jueces tienen su juzgado y no deben salir de sus cuatro murallas, ni tan siquiera para oler, mirar, y mucho menos, entender políticamente lo que ocurre en la sociedad dentro de la cual el juez administra justicia.
Semejante visión, estimado Juez Lizama, es la que usted hizo añicos cuando resolvió en la forma que lo hizo a partir de su criterio sobre la inconstitucionalidad del nombramiento del actual director de la PNC. La defensa difusa de la Constitución permite hacer esto y casi obliga al juez hacerlo, dentro de los casos que conoce.
La noticia de su decisión llenó de oxígeno puro y de aire fresco, de confianza y esperanza a la sociedad salvadoreña, atribulada por el inclemente mercado que convierte a la justicia en una mercancía más; y sin embargo, los sectores más conservadores y detentadores del poder, tanto en lo económico como en lo político y lo ideológico, entendieron su decisión, Juez Lizama, como una amenaza que es necesario reprimir y ahogar, -razones no les faltan-, toda vez que siendo el trabajo de un juez de naturaleza política, el ejercicio del antiguo poder de impartir justicia otorga al funcionario judicial los poderes que la Constitución les da, y dentro de ellos, como usted y yo sabemos, se encuentra el de la independencia, que constituye la fuerza mayor con que se cuenta, porque las decisiones de un juez no dependen ni del Ejecutivo, ni de la misma Corte Suprema de Justicia, ni de ningún otro poder, y solamente se subordinan a la Constitución.
Con esta realidad, que es solamente institucional, se cuenta con una reserva de poder, cuyo ejercicio en manos de funcionarios dignos, inteligentes y valientes, proporcionarían a la sociedad salvadoreña una verdadera garantía democrática.
Por supuesto, estimado Samuel, que el núcleo tenso de la coyuntura lo constituye la decisión política de nombrar a un militar como director de la PNC, borrando la frontera constitucional entre la defensa y la seguridad pública. Aquí se ha usado un punto ciego, como el que usan los contrabandistas para evadir el control de las aduanas fronterizas, y este es el de la lucha contra la delincuencia, en nombre de la cual, el presidente de la república, lanza al régimen político hacia el pasado, y pone a la fuerza armada en un lugar, posición y situación, que jurídica y constitucionalmente no le corresponde, por mucho que, políticamente, sea la fuerza con que el Ejecutivo cuente.
Estamos ante un proceso de claro retroceso, donde derechos políticos y democráticos han de ser abrumados por las necesidades de seguridad. En otras palabras, se trata de un retorno a las tesis de la seguridad nacional que siempre fue y sigue siendo la seguridad del imperio estadounidense como única garantía valiosa en cuyo altar se sacrifica la libertad, la democracia, el progreso posible de cualquier pueblo del mundo.
La conducta de la Corte Suprema de Justicia resulta normal, porque la celeridad en resolver su retorno a Zaragoza, que equivale a una sanción, aunque formalmente no lo sea, no contó con el informe que provendría de la auditoría de este misma organismo sobre su desempeño. Este proporcionaría la base informativa necesaria para resolver. Al prescindir de este material, la CSJ resuelve al gusto de los sectores que pedían la cabeza del juez, y que se había atrevido a meterse en medio de las patas de los caballos, sin más arma, escudo y recurso que la Constitución.
Se trata de una decisión política, no unánime, que deja intacta y victoriosa su independencia, y usted, estimado Juez Lizama, que ya está en su conocido tribunal de Zaragoza, goza de la confianza, respaldo y reconocimiento de una parte mayoritaria del pueblo, y también del malestar y hasta odio de otra parte minoritaria. Es necesario tener abundante claridad sobre la inexistencia de las unanimidades y sobre la existencia desequilibrante del juego de mayorías y minorías. En esa cuerda tensa danza la lucha por la justicia y también la confrontación por hacer de la ley un instrumento al servicio de esta justicia y no al servicio de minorías.
Todo esto es confrontación, aunque supone siempre una concertación íntima con lo mejor de la conciencia del ser humano, y sin duda que para un juez valiente no habrá nada mejor que batirse por aquello que se considere justo y en contra de lo que se considere violatorio de la Constitución.
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